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El Salvador

Acompañamos a preparar un cadáver a 'El Caballero de la muerte' de El Salvador

A sus 36 años, Julio arregla una media de tres cuerpos al día, entendiendo por "arreglar" coser cráneos, recolocar extremidades o minimizar boquetes de bala. Lo normal en un país, El Salvador donde en 2015 hubo 6.670 homicidios.
Julio, 'El Caballero de la muerte' de El Salvador. (Imagen por Javier Arcenillas/VICE News)
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El olor se pega al paladar y cristaliza en las fosas nasales. Hasta varios días después no habrá forma de desprenderse de él. Todo lo que mastiques sabrá a una mezcla de vísceras con formol. No es agradable, no, pero es parte del trabajo. Igual que unos se exponen a la silicosis en la mina y otros soportan el detritus de miles bolsas de basura a lomos de un camión nocturno, los preparadores de cuerpos como Julio, nuestro protagonista y anfitrión, lidian a diario con una peste miasmática que difícilmente les abandonará en lo que resta de existencia.

Antes de entrar a la sala, uno intenta obviar estas incomodidades y pensar en una posible respuesta al gran tema filosófico de la muerte. Un concepto que tenemos manoseado en la teoría, pero no en la práctica. Las referencias cinematográficas o literarias nos la han hecho ver como algo aséptico.

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Como el último suspiro de un enfermo en una camilla, la carta de despedida de un moribundo en la guerra o la atónita mirada de la víctima en un accidente. En realidad, la muerte tiene de todo menos de revelación metafísica: el cuerpo se convierte en un desecho orgánico desde el instante en que se queda sin vida.

A sus 36 años, arregla una media de tres cuerpos al día. (Imagen por Javier Arcenillas/VICE News)

La falta de riego sanguíneo provoca que el frío se apodere del cuerpo y lo deje macilento. Poco después llegará la rigidez y la llamada autolisis tisular o autodestrucción de los tejidos celulares, que es, utilizando un lenguaje más frutal, cuando se pudren los órganos. Supongo que las alusiones al olor son más fáciles de imaginar llegados a este punto.

Aunque cueste creerlo enfrente de Julio Rosales. Este tanatopractor — nombre oficial para la persona encargada de higienizar, embalsamar y restaurar un cadáver — es conocido en San Salvador como 'El Caballero de la Muerte'.

A sus 36 años, arregla una media de tres cuerpos al día, entendiendo por "arreglar" coser cráneos, recolocar extremidades o minimizar boquetes de bala. Lo normal en un país, El Salvador, que a pesar de su escasa superficie [21.000 km2] alcanzó en 2015 la cuota de 6.670 homicidios, 101 por cada 100.000 habitantes.

Julio podría pasar como un empleado cualquiera en esta urbe de casi dos millones de personas. Como un trabajador aplicado más que sale de casa temprano y no vuelve hasta que todo esté resuelto. Su peculiaridad es que la oficina donde trabaja — y nos recibe — es un 'laboratorio' y sus clientes provienen directamente del Instituto de Medicina Legal donde, tras abrir el plástico en el que venían envueltos, se les ha realizado la autopsia.

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Julio no es muy cumplidor de las normas de higiene. Por descuido o por rebeldía, las alertas sanitarias no van con él. (Imagen por Javier Arcenillas/VICE News)

Julio, además, tiene otra singularidad: no es muy cumplidor de las normas de higiene. Por descuido o por rebeldía, las alertas sanitarias no van con él. En el 'laboratorio' donde lleva a cabo su chamba, 'El Caballero' atiende a pecho descubierto y con unos pantalones que raramente han conocido lavadoras.

De la misma forma, resumiendo, que se le puede encontrar a cualquier hora del día en la puerta de su casa. Ni mascarilla de protección ni gorro quirúrgico. Como un pescador que ha perdido el olfato en sus mañanas de lonja, Julio parece no sentir el hedor que flota a su alrededor. Apoya sin titubear la tripa que le sobra en el hueco torácico donde deberían estar los órganos que faltan.

"La primera vez fue un chamaco macheteado de 18 años", rememora frente a los bidones de formalina que acumula en el suelo. Desde entonces, según unos cálculos que no parecen contrastarse en ningún rincón de su cerebro, ha preparado más de 3.000 cuerpos. "Uno se acostumbra a todo, tal y como está el trabajo", dice quien parece observar su profesión como un salvoconducto más para llevar el pan — o las pupusas, comida típica salvadoreña — a casa. "Los niños sí que no me gustan", apunta lacónico.

Sus hijos, de 2 y 12 años, no han accedido nunca más allá de las puertas de su 'oficina'. "Mi mujer no quiere", justifica. (Imagen por Javier Arcenillas/VICE News)

Ni los pequeños ni los familiares más cercanos. A Julio le da respeto tratar a alguien de su familia. Empezó en el oficio con su primo mayor y los dos se negaron a conservar a su madre, que falleció con 50 años, "más o menos". Tampoco trabajaría con el cuerpo de su padre, vivo a los 52 años, ni de sus tres hermanos. Sólo hizo una excepción con un primo hermano de 22 años muerto "de bala". Sus hijos, de 2 y 12 años, no han accedido nunca más allá de las puertas de su 'oficina'. "Mi mujer no quiere", justifica, dando a entender que, si por él fuera, les tendría revoloteando entre bisturís, tijeras y metros de intestino más tranquilo que en un parque.

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No es muy difícil de evocar. Mientras se produce la conversación, Julio 'trata' a un vendedor ambulante de 25 años abatido a plomazos horas antes, en plena calle. Le coloca en posición decúbito supino como quien amontona la ropa encima de la cama para empezar a doblarla. O como un maniquí.

Guantes de látex que no duda en preservar — con sangre incluida — si tiene que echar mano a una botella de Coca Cola o al teléfono, delantal que — casi por coquetería, para ocultar la barriga que le da el sobrepeso — se ha enfundado para las fotos y melena al viento, Julio comienza a retirar las costuras del cráneo y del resto del cuerpo con el ímpetu de quien desembala un fardo en la costa. Pronto rebosan las vísceras y aprovechará para darles unos cortes e introducirlas en la formalina hasta que tenga que volver a echar mano de ellas.

En total, unas dos horas: descoser, limpiar, embalsamar, recolocar todo y enhebrar de nuevo para que esté listo en el ataúd. Dos horas en una estancia subterránea donde se acentúa el calor de la calle y se amontonan las flores que saldrán en el coche funerario.

Un bote de Vicks VapoRub comido a arañazos ayuda al visitante a resistir el ya mencionado olor que Julio ni nota. Por si acaso, enchufa un ventilador en una esquina que dirige los efluvios hacia la puerta de entrada. "Si se hace fuerte, lo pongo", suelta con tranquilidad. ¿Y para quitarse el olor de encima? ¿Una ducha a presión? "Si tengo tiempo, sí. Si no, así no más".

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Estas son las herramientas con las que trabaja Julio. (Imagen por Javier Arcenillas/VICE News)

¿Qué piensa alguien, por volver al inicio, que conoce lo que le espera al humano cuando le visita La Parca? "Uno puede estar hoy aquí y mañana ahí", dice señalando al cuerpo, "Nadie sabe lo que le espera al minuto siguiente. Puedo ir de camino a casa esta tarde y tener un accidente que me traiga a mí a la camilla esta", responde sin inmutarse y con un veredicto tan sencillo como irrefutable. La gran mitología alrededor de la muerte no es para Julio más que un conjunto de huesos y músculos inertes.

¿Y el alma? "Pues debe de haber". ¿Cree en Dios? "Claro. No soy ni católico ni cristiano, pero a veces voy a la iglesia. Cunado me invitan. Él mismo lo decía: polvo eres y en polvo te convertirás", resuelve ante dudas tan ontológicas. ¿Algún consejo ante el aciago destino al que nos encaminamos irremediablemente? "Como se dice, hay que vivir el momento", contesta sin mucha pasión quien hace gala de no fumar ni darse a más vicios que el trago, "de vez en cuando", y que busca ese 'carpe diem' en la televisión y el sofá de sus ratos libres.

La despedida no pasa por un apretón de manos sino por un levantamiento mínimo de cabeza. No habrá ceremonias. Sólo la salida al aire libre tras haber asistido al silencioso trabajo de una de las personas con más carga laboral — que no estrés- de El Salvador. Y la conclusión de que detrás de toda muerte no hay una dimensión espiritual presente sino un olor que se solidifica entre los dientes, en la lengua y en la nariz a pesar de la protección y los remedios adoptados. Salvo para Julio Rosales, 'El Caballero de la Muerte', que no rinde obediencia sanitaria ni a las autoridades ni a sus malogrados clientes.

Todas las imágenes por Javier Arcenillas. 

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