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Con 14 años Ramiro va tras el rastro de su hermano: ¿Por qué los adultos no buscan?

Hace 6 años unos narcos raptaron a su hermano Miguel Ángel en Monterrey, al norte de México. Ramiro tenía sólo 9 años y hoy es el "buscador" de restos más joven en el escabroso Cerro de la Silla, uno de los tiraderos de cadáveres de Los Zetas.
Imagen por Daniel Ojeda/VICE News
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Este cerro no lo camina la policía. Pertenece a Los Zetas.

Aunque la autoridad sabe que aquí el cártel tiene enterradas a sus víctimas y que decenas de expedientes judiciales podrían resolverse con un operativo en este campo de exterminio, aquí simplemente no se patrulla.

Es demasiado peligroso, dicen. No hay garantías de seguridad para quien entre. Sólo con un destacamento se puede hacer un despliegue, porque este lugar es un "punto activo", el eufemismo que crearon las autoridades para no admitir que esos territorios les han sido arrebatados por grupos del narcotráfico.

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Pero esta mañana de abril de 2016 ocurre algo inusual: hay gente adentro.

Dos policías recorren lo más profundo del monte, armados apenas con lo necesario. A su lado está Maya, una perra entrenada para labores de rescate. Y si están metidos hasta lo más recóndito de la maleza, donde los lugareños tienen la certeza de que hay un cementerio clandestino, es porque siguen a un cuarto elemento, el que va al frente con un machete en mano, por si alguien se aparece en ese áspero pedazo de tierra.

Ramiro en el Cerro de la Silla durante una búsqueda en campo, la cual realizó en abril del 2016. (Imagen cedida por Ramiro/VICE News).

Ese líder es Ramiro, 14 años.

Y quiere contar su historia.

El que busca por todos

Flum a la derecha. Flum a la izquierda. Ramiro blande de un lado a otro su machete, corta los matorrales para abrirse paso por una cara inexplorada del Cerro de la Silla, en el municipio de Juárez, ciudad de Monterrey. Desde lejos, parece un chico que está de campamento, pero basta con mirarle de cerca para saber que es un explorador en un tiradero de cuerpos que sigue engullendo cadáveres.

Su rostro aniñado desentona con lo sombrío del lugar: detrás de un cubrebocas, se ven las pecas que salpican su tez blanca, sus 170 centímetros de altura que atraviesan sus 55 kilos, un cuerpo desgarbado de preadolescente en crecimiento y unas facciones afiladas que le dan aspecto de un joven actor de reparto en una trama de policías y ladrones.

Pero su historia es tan real como el dolor que le punza con la ausencia de su hermano Miguel Ángel.

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A los 14 años, Ramiro sabe lo que es ausentarse de clases para buscar osamentas, ropa, credenciales, cualquier pista que lo lleve a resolver un expediente judicial abierto por culpa del crimen organizado.

En la parte baja del cerro está su mamá, junto a los demás adultos, las madres y los padres de Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Nuevo León (FUNDENL), un grupo civil que esa mañana inicia una nueva jornada de búsqueda y que soporta el frío mientras remueve la tierra en busca de indicios de una fosa con los restos de alguno de los 2.335 desaparecidos que ha dejado la guerra en el estado: una guerra entre el Cártel del Golfo y Los Zetas, que arreció hace 8 años y aún no acaba.

Y arriba está Ramiro. Él usa su energía para buscar en las zonas de más difícil acceso y obliga a los policías que acompañan la misión a seguirle el paso. Escala. Sube una pendiente. Brinca de roca en roca. Se desliza por el lodo. Se mueve ágil, una zancada tras otra, con la energía de quien está jugando. Pero esto es serio para él. De vida o muerte.

"¿A dónde vamos, chavo?", pregunta un uniformado, sudoroso y agitado, cuyo trabajo es cuidar a Ramiro en la jornada de búsqueda. "¡Pues si no venimos a un punto específico! ¡Hay que buscar en todo el terreno!", ordena Ramiro y les muestra el cerro.

A los 14 años, Ramiro sabe gritarle a los policías para obligarlos a hacer su trabajo.

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Ramiro parece incansable. Incluso, cuando acaba la jornada se acerca a ver cómo se entregan los restos a las autoridades. (Imagen cedida por Ramiro/VICE News).

Y sabe buscar mejor que ellos: él encuentra un pedazo de tierra oculta tras lo frondoso del cerro, aplanada, limpia, con ramas sospechosamente pegadas una a la otra.

"¡Ey, acá hay una camita! ¡Como para violar muchachas!", anuncia y moviliza a los policías por lo más accidentado del cerro.

No les da tregua. Avanza y vocifera: acá hay restos óseos, acá una playera, aquí hay botellas de agua ¡seguro había gente acá! Más tarde encuentra un pozo de unos tres metros de profundidad, oscuro, fétido, que el amor por su hermano le impide ignorar, ¿y si ahí está la pista que necesita?

Ramiro se avienta a la negrura. Ni los policías lo siguen. Y cuando cae al fondo, saca su celular y alumbra: cuenta que vio animales muertos, vigas, cadenas y que sintió algo viscoso en las suelas de sus tenis número 7.

"¡Ey, acá, acá!", grita. "¡Creo que encontré un cuarto de tortura!"

A los 14 años, Ramiro ya tiene idea de cómo luce un lugar que parece que Los Zetas han usado para colgar personas.

Ramiro no descansa. Incluso, cuando la jornada ha terminado, se pega a los adultos de FUNDENL para ver cómo entregan parte de sus hallazgos, fragmentos de huesos, a las autoridades para que los examinen y digan si lo que tienen en sus manos son trozos de sus familiares. Ramiro volverá a casa, agotado, con una mezcla de alivio y enojo por no encontrar a su hermano en el cerro.

Y se dormirá con una duda en la cabeza: ¿por qué sólo había un puñado de buscadores, y un menor de edad como él, si hay una inmensidad de desaparecidos?

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—¿Por qué me cuentas esto?— le pregunto.
—Porque quiero que vean que si un joven de 14 años puede estar en esto, ¿por qué tu, que eres un adulto, no lo haces?

Entonces, la voz de Ramiro se hace más grave, como si dejara de ser adolescente y en segundos se hiciera mayor.

—No, en serio, dime, ¿por qué los grandes no buscan a los desaparecidos?

Una infancia acelerada

La infancia de Ramiro comenzó a resquebrajarse un domingo. El 25 de octubre de 2010 su vida se aceleró hacia la adultez.

Esa noche, escuchó a un amigo de la familia gritar el nombre de su único hermano mayor, Miguel, bajo la ventana de la casa familiar. Era común que sus amigos así lo llamaran para invitarlo a alguna fiesta. Pero esa vez, el tono era diferente. Apretado, angustiado. La mamá, Mayra González, asomó la cabeza a la calle para decir que Miguel no estaba, que aún no había vuelto a casa.

"¡Es que se lo acaban de llevar!", gritó el amigo, con tanta fuerza que las palabras también llegaron a oídos de la bisabuela.

Ramiro vio a su mamá salir a la calle a toda prisa, abalanzarse sobre el amigo de su hijo y consumirse a medida que escuchaba que Miguel y su grupo habían ido a un bar en el centro de la ciudad, el Barrio Antiguo, una zona que comenzaba a transformarse en polígono de riesgo desde la llegada los jefes de plaza a Monterrey. Uno de ellos quiso bailar con una muchacha, que resultó novia de un narco celoso y violento, según la narración del joven. En venganza, el cártel ordenó secuestrar a todos. Sólo un amigo de Miguel se salvó, porque fue a una tienda a comprar algo para cenar. Desde ahí vio cómo unos tipos cargaron a Miguel, junto con otros dos amigos, los metieron a una camioneta y se los llevaron.

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Así de dolorosamente normal era la vida de Monterrey entre 2008 y 2013, cuando la violencia llegó a su pico más alto: "unos narcos se llevaron a Miguel, así que no lo espere de vuelta, señora".

Ramiro recuerda ver cómo su mamá se "quebró". Esa palabra que usa, significa "separarse con violencia". Como si su familia se rompiera en dos pedazos: antes de esa noche y después de esa noche.

A los 9 años, Ramiro vio a su mamá afrontar las atrocidades del narco.

'En serio, dime, ¿por qué los grandes no buscan a los desaparecidos?'

—Mi mamá se derrumbó en segundos, minutos, cuando supo la noticia. Me afectó mucho verla quebrarse en tan poco tiempo y dije 'pues si yo hago lo mismo que ella, ¿qué vamos a hacer los dos?' Yo quería llorar, gritar, encontrarlo. Yo no podía quebrarme tan fácil, tenía que pensar bien las cosas y entonces dije que la mejor manera de hacerlo es estar apoyando, que la gente me escuche. Yo la fama, me gustaría, pero no quiero fama para que me conozcan, quiero fama para que me escuchen y sepan quién es mi hermano y me ayuden a buscarlo.

Entonces Ramiro habla de él. De Miguel Ángel Hernández González, 22 años, jefe de meseros de un bar en el municipio de San Pedro. El hermano mayor que hacía el rol de papá, el que le ayudaba con la tarea, que lo retaba a jugar Xbox, que le enseñó a jugar beisbol, que le recomendaba cómo vestirse bien cuando compraban en Palacio de Hierro, que lo sacaba "a dar el rol" en el auto por la ciudad. El que iba a enseñarle cómo bailar, cómo enamorar una chica, cómo hacer un examen para entrar a la preparatoria.

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La Procuraduría General de Justicia de Nuevo León da una recompensa para quien otorgue pistas confiables sobre el paradero de Miguel Ángel (Imagen por PGJNL)

En cambio, Miguel Ángel le enseñó con su ausencia a Ramiro cosas que no debía saber a los 9, 10, 11 años y que hoy le son tan indispensables, como saber rasurarse.

Cómo pegar un afiche de "Se busca" en la calle.
Cómo mudarse a otro municipio por miedo.
Cómo vivir amenazado en tu propia ciudad.
Cómo buscar en un cerro los restos del hombre que más amas.
Cómo una infancia se precipita hacia la madurez.

Vamos a jodernos buscándolo

El día que conocí a Ramiro, él se estrenó como buscador de cuerpos. Era 31 de octubre de 2015 y en su agenda de estudiante de secundaria estaba la primera búsqueda de cuerpos que hacía FUNDENL. Él no lo sabía en ese momento, pero en el futuro haría, al menos, tres búsquedas más, incluyendo la del Cerro de la Silla.

Es terco y enérgico. Gracias a eso, convenció a su mamá de que lo llevara a rastrear su primer cerro —a un costado de la carretera que conecta a Monterrey y Saltillo— donde siguió las huellas que dejaron las posibles víctimas de sicarios de Los Zetas como El Mataperros: tacones, zapatitos de bebé, piedras con sangre, cadenas, una blusa rasgada y calzones de hombre. También ayudó a encontrar una tumba clandestina y unos pequeños trozos de piedra caliza que parecían dientes humanos.

A los 14 años, Ramiro sabe que es un buscador de cadáveres, aunque su anhelo de la infancia era ser jugador de beisbol.

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—¿Por qué empezaste a ir a las búsquedas? ¿Por qué te dejaron ir?
—Nosotros empezamos a asociarnos con organizaciones, porque la familia necesitaba apoyo, estábamos muy tristes. Y ellos organizaron una primera búsqueda y nadie nos quiso llevar, porque era muy riesgoso, era 'punto activo'. Recuerdo que todo el mundo le dijo a mi mamá que no me llevara y mi mamá me dijo 'no, no te voy a llevar, te vas quedar con no sé quién'.
—¿Y como la convenciste?
—Le dije a mi mamá 'la familia consta de tres personas: eres tú, mi hermano y yo'. Le dije 'si mi hermano no aparece, se jodió un miembro, entonces vamos a jodernos nosotros dos buscándolo'. Y ya no dijo nada y me llevó a la búsqueda.

A los 14 años, Ramiro ya dice "vamos a jodernos, nosotros dos buscándolo".

—Y ahí empezaste a buscar restos… ¿cómo te preparaste mentalmente para eso?
—Mentalmente… mi familia para mi es lo elemental, es lo más importante. Mi hermano era un ejemplo, yo quiero ser como él. Así que no necesité prepararme. La mayoría de las personas de FUNDENL es gente mayor y yo decía 'la señora no va a tener las mismas posibilidades que yo de hacer las mismas cosas'. Y aunque no encuentre a mi hermano, aunque no encuentre sus restos, aunque no encuentre nada, igual y puedo encontrar al desaparecido de alguien más.

A los 14 años, Ramiro busca por todos, no sólo por sí mismo y su familia.

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Ramiro es terco y enérgico. Gracias a eso, convenció a su mamá de que lo llevara a rastrear su primer cerro. (Imagen por Óscar Balderas/VICE News).

—Esa mañana, recuerdo que me paré temprano, ni amanecía, y organicé mi mochila. Metí una navaja con herramientas, metí palas, una brocha creo, picos y un machete. Preparé todo. Me puse un pantalón para que no me rasparan tanto las espinas y nos fuimos.
—¿Tenías miedo, Ramiro?
— Pues la verdad no sentí nada de nervios, iba a lo que iba, iba a intentar encontrar a los desaparecidos de Nuevo León. Pues ya llegamos y solo me enfoqué en lo que teníamos que hacer.
—Es demasiada responsabilidad para un chico de 14 años.
—La verdad no sé, pero era lo que me latía…

Después de aquel día que nos conocimos, pude ver a Ramiro en persona un par de veces más a lo largo de este año. Una de ellas fue en la marcha que hacen las madres de desaparecidos cada 10 de mayo en la Ciudad de México. Había viajado por tierra durante casi 12 horas desde Monterrey con su mamá sólo para caminar los tres kilómetros que hay entre el Monumento a la Madre y el Ángel de la Independencia y sostener una especie de máscara con la cara de su hermano.

Por si acá, en la capital, está la pista que necesita mi familia, dijo aquella mañana. Una noche antes, Ramiro soñó que a la marcha asistían miles. Que las imágenes en la prensa al día siguiente eran las de una ciudad paralizada en solidaridad con los desaparecidos de México. Que la gente se organizaba para buscar a los ausentes. Que millones le acompañaban con el rostro de Miguel Ángel.

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Pero la marcha sólo registró, en sus cifras más optimistas, a 2.000 asistentes. En un país de unos 70.000 desaparecidos, cuya esperanza son los 120 millones de mexicanos.

A los 14 años Ramiro sabe lo que es que tu país te abandone.

—Tú estás muy involucrado en esta causa, pero ¿por qué crees que el resto de la gente no lo está?
—Mira, algo que ya es común para mi es tener mucho contacto con personas que han tenido personas desaparecidas y muchos dicen que tienen miedo. Yo digo '¿miedo a qué? ¿a qué te maten? ¿a qué te secuestren? ¿a que te quieran callar?' Si yo me quedo callado, me pueden secuestrar porque esto ya le pasa a cualquiera; y si hablo, también. Entonces, ¿por qué no mejor dar a conocer las historias?
—A ratos, Ramiro, debe ser muy frustrante para ti.
—Yo creo que la gente tiene que recapacitar en lo que está haciendo y saber que esto es algo grave. Una vez alguien dio una plática sobre el secuestro en mi secundaria, todos se reían. Yo no decía nada y me quedaba callado. ¿Por qué tienen que pasar las cosas para que captes o reflexiones?
—¿Te ves haciendo esto mucho tiempo más?
—¿Buscar a mi hermano? Hasta encontrarlo ¿Buscar desaparecidos? Hasta que todos regresen a casa.

¿Por qué no buscan?

Esto pasa con los familiares de desaparecidos: lloran, se quiebran, gritan, patean, no duermen por días, viven pegados al teléfono por semanas, no van a trabajar por meses, pasan años en un estado de somnolencia permanente, se quieren morir, sacan fuerzas para sobrevivir. Y, cuando menos lo esperan, se dan cuenta que la vida los obliga a seguir viviendo como el resto de la gente.

Que entre la búsqueda incansable por sus hijos, sus nietas, sus hermanos, sus padres, la vida encuentra el modo de obligarlos a ir a una fiesta, ir a la escuela, a la playa, a comer en un restaurante, ir al cine. Volver a ser ellos por fuera, aunque por dentro todo haya cambiado.

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Lo mismo ha pasado con Ramiro, quien ha dejado FUNDENL para buscar a su hermano de la mano de la organización Eslabones.

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Ramiro quería ser beisbolista de niño, hoy quiere ser abogado o policía ministerial. (Imagen cedida por Ramiro/VICE News).

Semanas después de aquella búsqueda en Juárez, Monterrey, cumplió 15 años y, aunque su mejor regalo hubiera sido un abrazo de Miguel Ángel, se conformó de buena gana con un festejo familiar.

Otra señal de que la vida sigue es que Ramiro ha cambiado sus pasatiempos: durante meses, su hobby era mirar afiches de desaparecidos y dibujar sus rostros. Podía pasar horas repasando con lápiz las facciones de los que se llevó el narco. Así, sentía que cumplía con su deber cívico de no olvidar quiénes son, aunque Ramiro no los hubiera conocido.

Hoy Ramiro ya no dibuja. Se dio cuenta que se lastimaba más de lo que le ayudaba. Ahora, cuando sale de las aulas de primer semestre de su preparatoria, corre al gimnasio para entrenar box. Sus puñetazos furiosos lo han llevado a representar a su escuela y a esculpir ese cuerpo desgarbado que tenía hace apenas un año.

—Mi hermano… tal vez ya está muerto, tal vez. Tal vez a esas personas ya las mató alguien más no sé, pero es como que tengo un cierto coraje, un cierto rencor de ¿por qué a él? A raíz de eso me metí al box y ahí me desquito demasiado. Llevo varias peleas, pero no he perdido ninguna. Nunca me han tumbado ni nada, me desquito bien entonces.
—¿En qué piensas, cuando tiras un golpe?
— Como que me enojo porque me están pegando y siento como que me quieren llevar y como que me desquito más.
—¿Piensas que también te van a raptar?
—Eso me imagino… y pego más duro y los tumbo.

Además, sus sueños han cambiado: el niño que quería ser beisbolista hoy quiere ser abogado o policía ministerial. "Aunque valen para pura madre", se anticipa, "pero yo voy a cambiar eso. Hacer que en serio trabajen".

—¿Quieres decir algo más, Ramiro?
—Sí… en serio, pon esa pregunta, ¿por qué los grandes no buscan a los desaparecidos?

Esa es la duda de Ramiro, ahora 15 años.

El que quiere que sepas su historia.

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