Breve historia del changón, el arma de los atracadores
Ilustración: Juan Ruiz | ¡PACIFISTA!

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Breve historia del changón, el arma de los atracadores

Casi la mitad de las armas incautadas en Colombia son de fabricación artesanal.

Este artículo forma parte de nuestro proyecto #NiUnMuertoMas, de la estrategia latinoamericana de reducción de homicidios Instinto de Vida de Open Society Foundations e Igarapé. Para ver todos los contenidos haga clic aquí.

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En total, Calabazo tiene siete heridas por arma de fuego en su cuerpo de metro sesenta y cinco. Durante décadas fue parte de Los Pilos, una banda de atracadores que opera en los cerros orientales de Bogotá y así, enfrentándose a otras pandillas, a la policía y a otras adversidades propias de la vida en un país armado hasta los dientes, Calabazo fue acumulando pedacitos de plomo en el cuerpo.

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“Cómo no voy a saber yo de changones, si a mí una vez me metieron un tiro en el brazo con esa pirobada”, me dijo por teléfono cuando lo llamé a preguntarle por armas de fabricación artesanal.

Un par de horas después, Calabazo, quien en un giro irónico ha pasado hoy a liderar un programa que lleva turistas por los mismos caminos por los que Los Pilos acostumbraban a atracar, se sentó conmigo en un tradicional restaurante de salchichas del centro de Bogotá para explicarme lo que sabe acerca de armas de fuego de fabricación artesanal, esa “pirobada”.

—¿Usted se acuerda de Fuego Verde?—, me pregunta.

—¿La telenovela de esmeralderos?

—Sí, esa.

—¿Qué tiene que ver esa novela con la historia de los changones?

—Resulta que en esa novela había un tipo que mataba a los enemigos con un changón. Y cuando lo vimos en televisión, todo el mundo, hasta el que ya tenía un arma original, quería tener su changón.

Según Calabazo, durante la década de los noventa el changón —un arma de fabricación casera de cañón largo que imitaba a la escopetas de los vaqueros gringos y que toma su nombre de la forma como un hispanoparlante deletrearía la palabra shotgun— causó furor entre los malandros de Bogotá.

A parte de Fuego Verde, que se estrenó en 1996, Calabazo identifica otras razones que hicieron de los años noventa la década del changón en la ciudad y en su barrio:

“En 1990 estalla en el barrio una guerra entre Los Pillos y la otra pandilla, Los Gasolinos. Pero además —continúa—, El Cartucho (uno de los más grandes expendios de droga en el país) todavía existía, y allá uno podía conseguirse un changón por 20.000 pesos. Había gente que no tenía los medios de comprarse un treinta y ocho, una guacharaca o una metralleta. Pero casi cualquiera podía comprarse una ‘cañita’, como les decíamos a las de cañón corto. En el barrio comprábamos tantos que había un señor que los llevaba por 25.000 pesos a domicilio”.

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Mientras toma prestado mi cuaderno para hacer un diagrama del modelo de changón más popular de su época, Calabazo me dice que hacer una pistola “no es complicado, solo es cuestión de saber manejar un torno”.

Sin embargo, y a pesar de haber tenido en sus manos más changones que los que alcanza a contar, Calabazo nunca llegó a pararse frente al torno, un conjunto de herramientas que permiten convertir pedazos de metal sin forma en tornillos, cilindros o cualquier clase de pieza. “En esa época eran tan baratos y fáciles de conseguir que ni siquiera valía la pena aprender a hacerlos”, dice.

La historia de las armas de fuego es la historia de las armas de fuego artesanales. En el siglo IX, cien años antes de escribir la fórmula para hacer pólvora, los chinos ya llenaban palos de bambú con ese volátil polvo negro para disparar “flechas de fuego”.

A finales del siglo XIV, los europeos habían reemplazado el bambú por un cañón de acero y las flechas por bolas lisas del metal más pesado posible, sentando así las bases para las armas de fuego modernas.

“Para que se produzca el fenómeno del disparo lo único que usted necesita es un cilindro de metal, un proyectil, un fulminante de pólvora y una especie de aguja que golpee ese fulminante para detonarlo”, me explica el intendente José Rodríguez, profesor de balística de la Escuela de Investigación Criminal de la Policía Nacional. “Por eso uno puede ver pistolas artesanales de un solo tiro que no son más grandes que un esfero”.

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Según el intendente Rodríguez, en términos prácticos recibir un disparo de una de estas armas caseras es igual que recibir un disparo de un arma industrial de calibre equivalente. La diferencia es para quien opera el arma. “Al no ser fabricadas con procesos industriales estas armas tienen una vida útil que casi nunca pasa de los cinco tiros”, explica el intendente. En sus días de atracador, Calabazo recuerda cómo, con cada disparo, su changón se iba agrietando hasta volverse inservible.

“Cualquier persona que sepa operar un torno es un armero en potencia”

El intendente Rodríguez también confirmó la relativa facilidad con que una persona puede elaborar un arma de fuego. “Cualquier persona que sepa operar un torno es un armero en potencia”, me dijo.

Sin embargo, eso no significa que todas las armas artesanales sean aparatos rústicos. Antes, cuando patrullaba por las calles de Cartago, Valle, el intendente Rodríguez arrestó a varios delincuentes que portaban la misma arma. A primera vista, era idéntica a un pistola nueve milímetros Pietro Beretta. Pero una inspección más cercana revelaba que, en el costado del arma, donde debería estar grabado el nombre del fabricante italiano, únicamente se encontraba la palabra “Cartagüeña”. “Se llaman así, cartagüeñas, y son famosas en todo el Valle y hasta en Pereira”, aseguró Rodríguez.

Calabazo, por su parte, recuerda que durante los años noventa, el mercado de las armas artesanales en Bogotá llegó a ser tan peleado que algunos fabricantes crearon sus propias marcas de changones. “Estaba el Ruger, el Koll, el Llama. Cada uno era distinto y venía contramarcado”, dice.

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¿Un negocio en declive?

El intendente Rodríguez y Calabazo coinciden en otra cosa: el negocio de las armas artesanales está en declive. Según Rodríguez, esto se debe a que hace veinte años un arma hechiza costaba una décima parte del valor de un arma de fábrica, mientras que hoy en día un arma hechiza puede valer 150.000 pesos y una de fábrica 300.000.

—¿Entonces quién sigue comprando las armas artesanales?—le pregunto al intendente.

—Bandidillos—, contestá Rodriguez con tono despectivo.

Sin embargo los números y las anécdotas indican que, veinte años después del estreno de Fuego Verde, las armas hechizas están lejos de ser un fenómeno marginal.

En febrero de 2014, la Policía desmanteló un taller clandestino de armas que funcionaba bajo la fachada de una vivienda residencial en el Barrio Alfonso López de Cali. En su interior, la policía encontró un torno, varias armas originales completas, otras en partes, un torno, varios manuales de mantenimiento de armas y a un hombre de sesenta y siete años con antecedentes por el delito de porte y fabricación de armas de fuego. Según indicó en su momento el comandante de la policía de Cali, Hoover Penilla, en el taller se producían unas quince armas hechizas al mes y se les hacía mantenimiento a otras treinta armas de fabrica.


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Nadie sabe a ciencia cierta cuántas armas artesanales hay en Colombia, pero sí se sabe que están por todas partes. Un informe de 2016 de la Fiscalía dice que de las 85.982 armas incautadas en el país entre 2014 y 2016, un 43 por ciento (37.210 armas) eran hechizas. Otro 5 por ciento “no fue catalogado, pues son armas de alta calidad que se asemejan a las originales, pero no hay certeza de su fabricante ”.

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—¿Y a usted nunca lo cogió la policía con un changón?—, le pregunto a Calabazo de vuelta al restaurante.

—Sí, claro.

—¿Y que pasaba entonces?

—Casi siempre los policías se lo quitaban a uno para quedárselo ellos, o para venderlo, pero una vez me judicializaron. Lo que pasa es que como en ese entonces ese delito era excarcelable…—, dice Calabazo y se encoge de hombros.

En junio de 2011, el Congreso de la República aprobó una nueva ley de seguridad ciudadana, según la cual el delito de porte y fabricación ilegal de armas de fuego es castigado con una pena privativa de la libertad de entre nueve y doce años. Sin embargo, por decisión de los jueces y fiscales, un año después de la aprobación de la ley solo treinta y dos por ciento de los capturados por el delito iba a prisión.

Antes de partir de la Escuela de Investigación Criminal, el intendente Rodríguez me propuso hacer un ejercicio: “Vaya a un torno y muéstreles fotos del martillo, y las demás partes pequeñas de una pistola. Pregúnteles cuánto le cobran por hacerle esas partes. Va a ver. De pronto hasta le ofrecen un cañón de una vez”.

El operario del primer torno en que pregunté dijo que prefería no hacerse cargo de “ese chicharrón”.

El del segundo me preguntó:

—¿Y eso qué es? ¿Una parte de un torniquete?

—No sé—, contesté. —Solo me dieron esta foto y me pidieron que la cotizara.

El tipo pensó un momento y luego me dijo:

—Yo se la hago por 180.000, de pronto más barato si pide varias.