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Los jóvenes que desataron la revolución siria hablan de cómo empezó todo

Nunca nadie supo si existe el kilómetro cero de ninguna revolución. Nadie menos Omar, Yacoub y una gran parte de la sociedad siria que vivió el estallido de la guerra en 2011. Un grafiti se convirtió en el preámbulo de esta catástrofe humanitaria.
Una mujer camina por una zona de Daraa que la oposición dice que fue destruida por un barril bomba del régimen. (Imagen vía Reuters)
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La primera vez que Omar escuchó la historia del grafiti fue durante un descanso matutino. Era invierno, tenía 14 años y recién arrancaba la secundaria. Sus amigos le dijeron que el grafiti era una broma. El día antes, al salir del colegio, un puñado de amigos de Omar descubrieron unos restos de pintura roja y garabatearon la leyenda "Tu turno, doctor", en las paredes de la escuela. Normalmente, en la mayoría de los casos y en la mayoría de lugares del mundo, semejante comportamiento merecería un cachete en la muñeca — o, lo mismo, en el peor de los casos, una espartana visita de la policía. Sin embargo, en la ciudad de Daraa, en Siria, en el año 2011, aquellas palabras bastaban para matarte.

El "doctor" al que se refería el grafiti no era otro que Bashar al-Assad, el dictador sirio, un hombre que, además, se había formado como oftalmólogo. Corría el año 2011 y dos de los homólogos de Assad, otros dos dictadores, el general Hosni Mubarak, en Egipto, y Ben Ali, en Túnez, fueron arrancados de sus respectivos despachos presidenciales por el clamor de sus pueblos respectivos. Las monumentales concentraciones de gente que exigían sus dimisiones, sirvieron, por una vez, para derrocar a los dos dictadores.

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En semejante clima de tensión declarado a lo largo y ancho del mundo árabe, la OTAN resolvió intervenir en Libia. Las fuerzas de la Alianza Atlántica (OTAN) se pusieron del lado de los rebeldes, quienes conseguirían, también, derrocar al dictador que llevaba décadas masacrándoles, el coronel Moammar Gaddafi. En vista de lo que estaba sucediendo en todos los países vecinos y más allá de ellos, los amigos de Omar lo tuvieron bien claro: el siguiente tenía que ser Bashar.

Han pasado cinco años desde que los amigos de Omar pintarrajearan los muros de su escuela con aquel grafiti, y ahora la ciudad de Daraa está dividida entre las zonas controladas por el régimen sirio, los territorios que, en palabras de Omar, "han sido liberados" por el Ejército Libre Sirio, y por los enclaves que han caído en manos del Frente al-Nusra. La franquicia de Al-Qaeda en Siria, además de otros pequeñas facciones yihadistas, se han hecho con el control de los suburbios y de partes del interior de Daraa.

Al igual que el resto del país, Daraa ha quedado abierta en canal después de 5 años de guerra civil. Lo que empezó como un movimiento local contra la política autoritaria y neofascista de la dinastía de los Assad, se fue convirtiendo, lentamente, en una guerra atomizada, a la que se han sumado Estados Unidos, Rusia, Irán y casi todos los vecinos de Siria.

Cinco años después han muerto casi 400.000 civiles y millones de personas han sido desplazados por la violencia sin tregua que azota a todo el país. Y si bien cuesta mucho encontrar a ningún vecino que crea que el fin está ni remotamente cerca, a nadie se le escapa cuando empezó todo: fue el 15 de febrero de 2011, Y fueron Omar y sus amigos. El grafiti que los menores osaron pintar en los muros del patio de su colegio se ha convertido en el mítico origen del trágico conflicto sirio — y eso es algo en lo que están de acuerdo no solo los vecinos de Daraa, sino los del país entero.

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Algunos cuentan que los chicos estaban profundamente politizados; aquel día habrían pintado decenas de leyendas políticas, hasta que, finalmente, prendieron fuego a una caseta de la policía para expresar su solidaridad con las protestas callejeras. El mundo árabe se había alzado en un clamor sin precedentes contra la policía y las consignas de los indignados se propagaron como la pólvora por todo el mundo árabe.

Claro que el recuerdo que tiene Omar de sus amigos difiere sensiblemente a la historia que cuentan los demás. Si bien es cierto que todos tenían la atención puesta en Egipto y en Túnez, Omar insiste en que si se decidieron a intervenir las paredes de su escuela con aquel grafiti, fue, puramente, porque eran adolescentes y porque tal les pareció un adecuado comportamiento rebelde. Sin embargo, como cuenta el mismo Omar, él y sus amigos eran de todo menos revolucionarios radicales.

Al final, no importó que Omar y su pandilla fueran radicales, o que fueran solo cuatro adolescentes con ganas de gastar una broma. El día después a la aparición del grafiti, el 16 de febrero de 2011, la policía empezó a patrullar las calles de Daraa en busca de colegiales.

Omar consiguió evitar que le detuvieran. Sin embargo, su amigo Yacoub, que también tenía 14 años y, que, al igual que él, recién arrancaba la secundaria, no tuvo la misma suerte. Yacoub reconoce que aquel día estaba con el grupo de chicos que pintó el grafiti. Claro que la policía se lo terminó llevando por delante por haber prendido fuego a la caseta policial. "Simplemente estábamos jugando. Nunca pensamos en las repercusiones de lo que estábamos haciendo", cuenta Yacoub a VICE News, durante una conversación mantenido vía llamada de Whatsapp. Tal ha sido, de hecho, el mecanismo exclusivo empleado para entrevistar al resto de entrevistados en este artículo. "Pero nos castigaron por no haber reflexionado sobre lo que estábamos haciendo".

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Las fuerzas de seguridad sirias son conocidas por sus sofisticados métodos de tortura. Tanto es así, que el expresidente estadounidense George W.Bush acudió en su día a los nada sutiles servicios de inteligencia sirios para interrogar a algunos de los presuntos miembros de Al-Qaeda. Yacoub descubrió la brutalidad de los cuerpos de seguridad de su país a los 14 años. Le obligaron a dormir desnudo en un colchón húmedo, le colgaron de las paredes y le dejaron así, con los músculos estirados hasta la extenuación, durante horas. Y también le electrocutaron con instrumentos metálicos afilados.

Omar se pasó aquellas semanas intentando consolar a los padres y a los familiares de todos sus amigos que estaban siendo torturados en la cárcel.

"¿Cómo es posible que pueda conciliar el sueño cuando están torturando a todos mis amigos?", se preguntaba Omar durante las noches y las mañanas de aquella época. "Hubiese preferido haber estado con ellos… Así, hubiésemos padecido el dolor juntos, al menos".

Yacoub recuerda cómo sus torturadores le insistían sin cesar para que admitiera que había sido él quien había incendiado la caseta policial — algo que, asegura, se resistió a hacer. Yacoub relata, además, que durante las interminables sesiones de tortura escuchó como los guardas del centro de reclusión afirmaban que las preguntas y las órdenes que recibieron venían directamente de un hombre llamado Atef Najib.

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Najib, un primo del dictador Bashar al-Assad, era el jefe de seguridad de los tropas de Daraa.

Los tratos vejatorios y abusivos con que Najib y sus hombres se despacharon con los niños que tenían bajo su custodia — y el trató que Najib deparó a los padres — se han convertido en el objeto de muchos de los cánticos revolucionarios. Según cuentan distintas versiones, los padres de Yacoub y algunos parientes de los escolares se reunieron con Najb durante los días posteriores al encierro, y le pidieron clemencia.

Lejos de mostrarse misericordioso, Najib les respondió de manera imperturbable y escalofriante: les emplazó a que se olvidaran de sus hijos detenidos y a que consideraran tener más — por lo visto aquí el discurso de Najib pasó de oscuro a siniestro; llegados a este punto el primo de Assad les habría dicho a los padres que si no conseguían embarazar de nuevo a sus esposas, que las mandaran hasta la comisaría, donde sus agentes se encargarían de fecundarlas. Otras versiones sobre aquel funesto encuentro apuntan a que Najib les habría dicho a los progenitores de los niños detenidos que ya que ellos habían fracasado a la hora de disciplinar a sus vástagos, pues que no se preocuparan, que entonces sus fuerzas de seguridad se encargarían de hacerlo por ellos.

El caso es que más allá de cuáles fueran las escabrosas palabras de Najib, lo cierto es que la detención y tortura de los pequeños se produjo en un momento en que el régimen filofascista de Bashar al-Assad atravesaba por uno de sus momentos más bajos en 11 años. En vista del panorama, su execrable primo decidió que la única manera de mantener el orden era redoblar la brutalidad, lo que alumbraría un ciclo de ultraviolencia que sigue tan activo como entonces a día de hoy.

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Yacoub fue finalmente liberado el miércoles 15 de marzo de 2011. Entonces las multitudinarias manifestación en contra de Assad surcaban las calles de las dos principales ciudades del país: Damasco y Alepo. Aquella primavera, la disidencia siria se propagó por todo el país. Es posible que, por aquel entonces, la protesta de mayor magnitud se hubiese registrado en Damasco solo un mes antes — después de que un guardia urbano golpeara a un joven en el casco antiguo de la ciudad. El abuso policial provocó que centenares de personas salieran en masa a la calle y corearan el ya mítico cántico que rezaba que: "el pueblo sirio no será humillado".

Sin embargo, aquellas primeras protestas fueron rápidamente reprimidas por el régimen, y lo cierto es que nunca llegaron a extenderse más allá de a un puñado de barrios, y entre un puñado de activistas de la oposición.

En realidad, fue en Daraa donde se fraguó y sucedió todo, una ciudad de mayoría suní, que hasta entonces era conocida por sus familias acudaladas y por sus estrechos vínculos militares y financieros con el estado sirio y con la familia de Assad.

Fue entonces cuando se declaró la primera gran rebelión.

Omar recuerda haber acudido a la mezquita durante una de las primeras manifestaciones de aquel viernes. Aquel viernes, el imán — un hombre que llevaba años aflojando proclamas progubernamentales al final de sus sermones — decidió dinamitar el vasallaje y echar por tierra el ideario paramilitar del régimen de Assad.

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Después de las oraciones, las familias y los amigos de los chicos arrestados, salieron en tropel a tomar las calles. Fue entonces cuando empezaron a corear otro de sus legendarios cánticos: "queremos que saquen a nuestros hijos de la cárcel". Las fuerzas de seguridad respondieron con gases lacrimógenos, munición a destajo y hasta con francotiradores.

Omar tomó las calles de su ciudad junto al primer grupo de manifestantes y recuerda con orgullo cómo todos los vecinos de la ciudad —incluso aquellos que no conocían de nada a sus amigos — se sumaron a la protesta, y marcharon a su lado.

"Yo pensaba que la gente de nuestro barrio estaría en contra nuestra, que pensarían que no éramos más que un puñado de niños estúpidos", recuerda Omar. "Pero resultó que al final, el simple acto de dibujar un grafiti terminó percibiéndose como un acto heroico y valiente".

Un vídeo de las protestas en Daraa en marzo de 2011

Las manifestaciones — que originalmente solo se habían propuesto que la policía liberara al resto de chicos detenidos — se intensificaron hasta descontrolarse. Hacia el final de aquel mes de marzo de 2011, Daraa vivía sumida en una espiral de protestas mortales, represalias y funerales por los caídos bajo el fuego discrecional de la policía. En plena efervescencia de clamores, ráfagas de disparos y de puños en alto, Assad, como no, destacó a su expeditivo ejército para que se hiciera con el control de la situación. Y en abril Daraa ya era una ciudad cercada por los tanques.

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Ismael tiene hoy 43 años. En 2011, durante los albores de la revolución, Ismael trabajaba como administrador del principal hospital de Daraa. Uno de sus primos más jóvenes había sido interceptado por la policía durante los arbitrarios arrestos dirigidos contra los presuntos autores del grafiti. Así que Ismael fue también otro de los primeros en echarse a las calles para exigir justicia para con aquel grupo de menores torturados.

Entonces la rutina de Ismael consistía en trabajar de día y en protestar de noche, en unirse a la marchas que desfilaban ininterrumpidas por todos los rincones de su ciudad. Ismael se aseguró siempre de esconder su rostro entre la multitud. De tal forma, a la mañana siguiente de cada protesta podía atender a los manifestantes heridos y ayudarles a escapar antes de que la policía se personara en el hospital para detenerles.

A las pocas semanas del levantamiento popular, Ismael filmó clandestinamente cómo algunos trabajadores médicos descubrían una fosa común en el extrarradio de la ciudad. Ismael se apresuró en enviarle el contenido de la cinta a un pariente que tenía en Estados Unidos. Las imágenes terminarían en manos de la CNN, que no tardó en retransmitirlas.

Ismael fue detenido poco después, pero tuvo la suerte de que sus familiares actuaran deprisa y lograran sobornar a un funcionario con 20.000 dólares. Tal fue el precio de su fianza, una fianza tan arbitraria e ilegal como las detenciones y las ejecuciones que se avecinaban. Israel sabía que sus días en Siria estaban contados, especialmente después del soborno, de manera que huyó de manera inmediata hasta Toledo, en Estados Unidos.

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Sus padres, sin embargo, no se movieron. A día de hoy siguen viviendo allí. Lo hacen en la zona de Daraa controlada por los rebeldes. Su hermana vive a solo 10 minutos en auto de allí. Sin embargo, hace 2 años que no puede cruzar esa distancia. Ismael cuenta que la residencia familiar, que se levantaba en el centro de la ciudad, fue derrumbada por una bomba de barril. Y relata también la siniestra historia de sus primos, la mayoría de los cuales han desparecido en las cárceles controladas por las fuerzas de Assad. El resto, han caído heridos o muertos en las calles.

Ismael no se cansa de repetirles a sus padres que huyan, que se sumen a su exilio estadounidense. "El día que muramos, lo haremos aquí, en nuestra Daraa", es su única respuesta.

Gracias al vídeo que filmó Ismael, el mundo entero fue testigo de las atrocidades que se estaban cometiendo en Daraa.

Bassam Barabandi trabajaba como funcionario en la embajada siria de Washington cuando estallaron las protestas. Barabandi, que hoy tiene 44 años, se acuerda de las secuencias más tempranas del alzamiento como si las hubiese vivido ayer. Se acuerda de llegar a su casa de trabajar cada viernes, y de ver las imágenes de las protestas retransmitidas por Al Jazeera desde el interior de la sala de conferencias de la embajada. Todo el personal contemplaba las imágenes en silencio y sin apenas parpadear.

"Nunca hablábamos de política. No sabíamos quién era quién ni quién denunciaría a quién. "Pero cada viernes, invariablemente, nos sentábamos frente al televisor en silencio con la secreta esperanza de que aquello se resolviera lo antes posible".

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Para cuando llegó la primavera de 2011, prácticamente todas y cada una de las ciudades del país estaban convulsionadas por las manifestaciones.

Barabandi opina que los tempranos disturbios que se declararon en Daraa, significaron un punto de inflexión en el masivo y polifónico clamor popular contra el régimen dictatorial de Assad. "Sin las protestas de Daraa, el posterior alzamiento popular nunca se hubiese producido", afirma.

Poco después del estallido de las manifestaciones en Daraa, Barabandi y el resto de la delegación diplomática siria en Washington DC recibieron una serie de consignas provenientes de Damasco. En estas se les emplazaba inexcusablemente a que, en adelante, se refiriesen a los manifestantes como a peligrosos radicales. Claro que para Barabandi eso no iba a cambiar las cosas en lo más mínimo: él tuvo claro desde el principio que si había alguien que merecía su apoyo, esos eran los valientes manifestantes.

Al cabo de unas semanas, Barabandi accedió a reunirse en secreto con algunos sirio-estadounidenses exiliados. Les prestó su ayuda para organizar una manifestación a la salida del congreso de Estados Unidos. La protesta se propuso hacer un llamamiento a las fuerzas de Assad: querían pedirle que rebajara la intensidad de sus salvajes represalias. En 2013 Barabandi se dedicaba a conseguir los visados necesarios para que sus paisanos revolucionarios pudiesen huir del país de un dictador que, obviamente, nunca consideró su llamamiento.

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Yacoub sigue vivienda en Daraa a día de hoy, a solo unas cuadras del colegio en que él y sus amigos escribieron el grafiti que iba a cambiar la historia de su país. Yacoub decidió abandonar sus estudios cuando el alzamiento sirio cumplía su tercer y encarnizado aniversario. Se había quedado sin fuerzas para seguir negociando los aterradores checkpoints que debía de franquear a diario para llegar hasta su escuela.

A día de hoy, su barrio, Daraa al-Balad se levanta en primera línea del frente que separa a las fuerzas del régimen de las del Ejército Libre de Siria, una formación heterodoxa y plural que aúna a los grupos rebeldes emergidos de distintas brigadas y milicias. Yacoub nunca contempló la lucha armada. Ni siquiera después de que el régimen le sepultara la adolescencia y la ingenuidad en sus siniestras salas de torturas — "las armas no son la solución", proclama. Sin embargo, sigue atrapado en mitad del conflicto, atrapado en una zona de guerra de la que es incapaz de escapar.

"Nos pasamos el día escuchando los motores de los aviones que nos sobrevuelan, de las bombas que arrojan", relata. "Casi nunca salgo de casa", confiesa.

Daraa está a solo 80 kilómetros de Damasco. Las fuerzas militares de Assad resolvieron en los albores de la guerra, que jamás consentirían que nadie les arrebatara el control de aquel estratégico enclave. El dictador tenía claro que si los rebeldes se hacían con el poder de Daraa, sus planes a largo plazo podrían verse seriamente amenazados. De tal manera, si bien Assad ha consentido que los rebeldes detenten el poder de algunas de las zonas del interior de la región, su ejército ha cubierto la capital con un devastador despliegue de bombas de barril.

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De tal manera que aquellos civiles que han desistido de combatir en zonas rebeldes, como sería el caso de Yacoub, viven bajo la permanente amenaza de la ofensiva aérea. El año pasado la organización humanitaria Human Rights Watch (HRW) se sirvió de la tecnología satelital para identificar un total de, al menos, 450 escenarios ubicados en 10 aldeas de los alrededores de Daraa, que habrían sido devastados por el uso indiscriminado de bombas de barril.

Una de las muchas calles bombardeadas de Daraa. (Imagen por Reuters)

Las bombas de barril no son bombas de precisión, pero resultan de lo más efectivas para propagar el pánico. Normalmente se emplean para liquidar a objetivos militares como Khalid. Él es uno de los comandantes del Ejército Libre Sirio y actualmente reside en la zona de Daraa controlada por los rebeldes. Khalid ya ha eludido un puñado de ofensivas dirigidas a exterminarle con los dichosos tambores metálicos rellenados con explosivos. Se trata de bombas que se arrojan desde la parte trasera de los helicópteros, de ahí su proverbial imprecisión.

Khaled decidió acudir a las armas para enfrentarse al régimen en 2013. Lo hizo como integrante de una ofensiva rebelde que terminaría fracasando. Su objetivo no era otro que arrebatar el control de la ciudad a las fuerzas del régimen. Khaled ha exigido a VICE News que encubra su entrevista con un seudónimo, puesto que no está autorizado a hablar con ningún medio de comunicación. Y mucho a conceder una entrevista.

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Por mucho que el gobierno de Estados Unidos se resista a admitirlo, a estas alturas a nadie escapa que los rebeldes de Daraa están siendo financiados y sostenidos gracias al apoyo del Centro de Operaciones Militares (MOC en sus siglas inglesas) de Amán, en Jordania. Se trata de un enorme centro de actividades militares en que inauguró la CIA en el proverbial reino aliado para dinamizar y asentar su poder militar en Oriente Medio.

Los rebeldes de Daraa, apoyados por el MOC, llevan desafiando a las fuerzas del régimen desde hace 3 años. Su encarnizado enfrentamiento dirime sin piedad la lucha por el control del principal acceso a la frontera con Jordania. A día de hoy, las fuerzas rebeldes controlan una estimable franja del interior que rodea la ciudad, pero todavía no han sido capaces de hacerse con el control de la ciudad en su totalidad.

Khalid no concibe que las facciones del gobierno puedan ganarle terreno. "A estas alturas cada domicilio, cada residencia y cada casa de esta ciudad tiene, al menos, una historia que contar. Y cada historia es la historia de una muerte, de una tortura, de una detención o de una herida", confiesa. "Así que puedes tener muy claro que la próxima y valiente generación de vecinos de esta ciudad seguirá luchando con uñas y dientes por el bando que ha defendido y por el que han muerto sus abuelos, sus padres, sus hermanos, sus tíos, sus sobrinos y hasta sus hijos.".

Mira el documental de VICE News: La batalla por el sur de Siria:

Desde hace dos semanas, momento en que Rusia, Estados Unidos, el gobierno sirio y los rebeldes de la oposición se avinieran a suscribir un alto el fuego parcial, la primera línea de fuego que traza el límite donde arranca el centro de Daraa ha permanecido tranquila. Claro que los interminables años surcados por el lanzamiento de bombas de barril, por las ofensivas y por las contraofensivas, se han cobrado un peaje brutal. "Esta generación ha sido emocionalmente destruida — los juguetes de los niños son las armas", confiesa Khaled. "Nos hace falta terapia a todos".

Khaled estima que los años de enfrentamientos sin cuartel habrán dejado un rastro de 40.000 cadáveres entre la ciudad de Daraa y sus alrededores. Normalmente, los jóvenes que no quieren sumarse a la lucha armada, abandonan la ciudad. De tal forma, las calles de Daraa están llenas de viejos. "Yo creo que a día de hoy se ha ido ya la mitad de la población", comenta.

Omar decidió abandonar Daraa hace seis meses. Entonces recorrió los 560 kilómetros que le separaban de Turquía, donde le había pagado a un traficante para que le embarcara en un bote rumbo a Grecia. Ahora vive solo en un campamento de refugiados, a pesar de que tiene a un hermano viviendo en una ciudad de los alrededores. Omar sigue en contacto con su amigo Yacoub, el adolescente que fue torturado por prenderle fuego a una caseta de la policía. Su sueño es regresar a Daraa algún día y trabajar como periodista.

"Volveré el día que sea posible hacer algo de provecho", asegura.

Khaled dispone de los medios necesarios para largarse de Siria, sin embargo tiene muy claro que consagrará sus días a la lucha por el derrocamiento del dictador. Trabaja incansablemente, coordinando la actividad rebelde en las inmediaciones de Daraa: se encarga de ayudar a los nuevos reclutamientos, y de asegurarse de que las precarias prestaciones gubernamentales que siguen en vigor, no dejen de funcionar.

Hay días, asegura, en los que no está seguro de que nada de esto valga la pena. "Cada vez que veo cómo muere un niño me digo a mí mismo: "si hubiésemos sabido que esto iba a pasar, entonces nunca hubiésemos hecho lo que hicimos", confiesa. "Yo solo quiero que las cosas vuelvan a la normalidad. Tal es mi auténtica esperanza".

Para más información sobre la guerra de Siria visita nuestro blog #VICESiria.

Reem Saad y Sam Heller han colaborado en este artículo.

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