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Diez años y no hay culpables de la brutal represión a un poblado campesino de México

El 4 de mayo de 2006 San Salvador Atenco sufrió una represión policial que acabó con 2 jóvenes muertos, 27 presuntos abusos sexuales y 207 detenciones. VICE News habló con Jorge Salinas y con Norma Jiménez, ambos torturados y abusados, aquel día.
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Policías en Atenco, el 4 de mayo de 2006. Imagen por EPA.
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Un golpe, dos golpes, tres golpes… la piel comienza a ponerse morada. Cuatro golpes, la sangre brota. Cinco golpes… se pierde la cuenta, pero cada uno duele más que el anterior. Las piernas, la espalda, el abdomen, el pecho, los brazos, las manos, la cabeza y el rostro comienzan a ceder, ya no se puede aguantar más: es lógico, está a merced de 27 policías entrenados para hacer daño. Los golpes siguen, ahora, cada uno se siente como una descarga eléctrica.

El cuerpo castigado tiene 52 años, las rapaces botas que lo pisan y patean son calzadas por hombres de entre 20 y 35 años. Son tantos que entre ellos se provocan heridas por estar tan cerca uno del otro golpeando al mismo tiempo. Nada los detiene, ni siquiera la cámara que los filma a plena luz del día. Estas imágenes quedaron grabadas para la posteridad en uno de los documentales más representativos de la llamada represión de Atenco, producido por el Canal 6 de julio. El ser humano que con su sangre iba pintando de rojo las calles tiene nombre: Jorge Salinas Jardón.

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'Los vamos a desaparecer, su familia nunca los va a encontrar'

Es 4 de mayo del 2006. Es San Salvador Atenco. Es México. Han pasado ya 10 años de aquel día, pero ni Jorge, ni las cientos de personas que también fueron golpeadas hasta el cansancio, ni el país, han podido olvidar esas horas en las que un poblado habitado por campesinos se convirtió en una carnicería.

En ese entonces, Jorge trabajaba en Telmex, la empresa gracias a la cual Carlos Slim logró ser uno de los hombres más ricos del mundo. Ahora es jubilado, pero a pesar de su edad sigue siendo un rebelde.

VICE News habla con él justo en el estacionamiento contiguo a lo que fue su lugar de trabajo por décadas, al sur de la Ciudad de México. Está ahí porque va a participar con su guitarra y voz — sus eternas compañeras — en un evento de vecinos que se oponen a una construcción, que aseguran, les quitará el agua a las colonias populares de la zona. Su presencia en ese lugar es un símbolo de que lo que vivió una década atrás, el día que pensó perdería la vida, no lo frenó.

El día de antes

Aquél jueves 4 de mayo, Jorge había llegado a Atenco al filo de la media noche. Sabía que podía haber problemas. Un día antes la policía había detenido a campesinos de ese pueblo por haber apoyado a comerciantes que intentaban vender sus flores en un mercado del municipio vecino de Texcoco, localizado a una hora de la Ciudad de México, capital del país.

Los floristas habían acordado con el gobierno local comercializar rosas, gardenias, y margaritas el 3 de mayo, ya que en esa fecha se celebra en México el día de la Santa Cruz, conmemoración en la que los creyentes religiosos adornan sus cruces con esas flores. Sin embargo, la policía llegó, los golpeó y destruyó su mercancía. Esto a pesar de que Higinio Martínez, el presidente municipal de la localidad les había dado permiso de instalarse. No cumplió. Por ello, los comerciantes pidieron el apoyo de los campesinos de Atenco, con fama de aguerridos.

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El subcomandante Marcos deja de estar en busca y captura. Leer más aquí.

La policía del Estado de México cercó a los campesinos en una casa de Texcoco, los rodeó, lanzó gases lacrimógenos contra niños, mujeres y hombres que se encontraban ahí, y finalmente los capturó. La gente respondió cerrando la carretera principal de la zona; atravesaron camiones y pipas para evitar el paso. Las cosas comenzaban a salirse de control.

Javier Cortés un joven de 14 años descubrió a policías agrupados en las cercanías que se disponían a desalojar a los inconformes que bloqueaban la vía. Corrió para alertar a los pobladores y avisar sobre el posible desalojo. No lo logró. Su cuerpo cayó bruscamente después de recibir un balazo. Uno de los agentes policiales le disparó a escasos metros. Cortó su vida, con un simple movimiento de sus dedos; aunque nunca se procesó a nadie, agentes policiacos aceptaron su culpa anónimamente en medios de comunicación. Así fue como se originó uno de los capítulos más violentos de la historia contemporánea mexicana.

Policías de espalda en Atenco, los días de la represión. (Imagen por Don Bartletti/Los Angeles Times via Getty Images).

Cuando la orden llegó

Al llegar a Atenco, Jorge encontró un pueblo que se cuidaba entre la soledad de la noche. Había fogatas instaladas en varios puntos. Barricadas improvisadas con autos que aguardaban un posible ingreso de la policía a la comunidad. Durante la madrugada, decenas de estudiantes, trabajadores y campesinos iban y venían de un lado a otro, tomaban café, compartían historias, hacían guardias.

Mientras, a varios kilómetros de ahí, cientos de policías se hallaban escondidos entre los sembradíos, tirados en las milpas, para evitar ser ubicados, esperando la orden de actuar. Por esa razón no fueron vistos en ninguno de los recorridos de vigilancia que realizaban en varios autos los campesinos.

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La orden llegó al filo de las 6 de la mañana. Miles de policías de los tres niveles de gobierno [federal, estatal y municipal], después se supo que eran aproximadamente 3.500, enfrentarían a 250 civiles.

No era un simple operativo policíaco. Parecía ser una venganza gubernamental contra un pueblo rebelde que cuatro años antes, en 2002, logró echar abajo la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México porque los privaría de sus tierras de cultivo. El proyecto se había considerado como la obra más importante del entonces presidente Vicente Fox.

'Lo que pasó cambió mi vida… pero la solidaridad salva vidas'.

El claroscuro de aquélla mañana apenas permitía vislumbrar un gran número de sombras que portaban toletes y escudos. Avanzaban hacia la entrada de Atenco. Caminaban en formación. A cada paso, daban un golpe sincronizado a sus escudos. Los rebeldes somnolientos los esperaban.

De pronto, una luz naranja iluminó la noche que empezaba a convertirse en día. Era un proyectil de gas lacrimógeno que se usa para afectar el sistema respiratorio. A éste le siguieron decenas. El cielo se iluminó con chispazos naranjas que dejaban una estela blanca a su paso. Los policías los arrojaron directamente a los cuerpos y rostros encapuchados que buscan improvisadamente una estrategia de defensa.

Uno de los proyectiles dio en la cabeza de Alexis Benhumea, un estudiante de economía de 20 años. El joven pasaría más de 12 horas con el cráneo expuesto sin recibir atención médica porque la policía le bloqueaba el paso a la Cruz Roja. Moriría en un hospital más de un mes después.

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La batalla continuó. Se acabaron las bombas molotov. Las fuerzas de seguridad siguieron avanzando. Habían pasado casi dos horas desde el inicio del ataque.

La última línea rebelde finalmente cedió ante el avance incontrolable de los cientos de cascos que ingresaron por la calle.

La exhibición de un cuerpo

Jorge intenta resguardarse en las oficinas de la casa ejidal del pueblo que está justo en la plaza, pero no lo logra, es alcanzado por varios policías. Corre, logra tirar a dos. Finalmente, se tira para evitar una caída estrepitosa que lo lastime. Decenas de uniformados se abalanzan sobre él. Uno, dos, tres, cuatro, cinco golpes…

Minutos después los policías exhiben el cuerpo agraviado de Jorge como una advertencia para los rebeldes. Él no puede ponerse en pie, lo van cargando y su sangre va pintando todo de rojo: como si fuera un sello, su cuerpo va imprimiendo en el suelo las huellas del abuso físico del que ha sido víctima. Su chamarra negra y su pantalón de mezclilla, pero también las manos y los uniformes de los policías, son cubiertos de rojo. Apenas es la antesala del infierno.

Jorge Salinas Jardón, quien da su testimonio para VICE News diez años después de los hechos, fue brutalmente golpeado por la policía. (Imagen por David de la Paz/EPA).

Su cuerpo es arrojado a un camión. Ahí ya hay varios cuerpos apilados. Todos golpeados, todos heridos. El hedor de la sangre penetra y pica en las narices. Los obligan a ir tirados con la cara cubierta, para no identificar el rostro de quien los castiga. Más golpes, pero ahora sin identificar de dónde vienen. Es imposible saber qué parte del cuerpo será maltratada esta vez. No se les permiten hablar.

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Comienza la tortura sexual. Jorge se percata auditivamente de que los policías comienzan a violar a las mujeres detenidas. Son violaciones tumultuarias. En no pocas ocasiones, los agentes del orden, que dicen proteger a la población, se turnan para transgredir los cuerpos sometidos de aquellas madres, hermanas, novias, esposas, que se atrevieron a revelarse.

"Puta", "perra", son los adjetivos misóginos que complementan el abuso sexual. "¿Te gusta, verdad?", es una pregunta a la que recurren los policías federales para burlarse de la situación, ya de por sí denigrante. Ellas sólo piden que se detengan los atropellos contra su cuerpo, contra su dignidad. Eso no va a ocurrir.

El tiempo se hace lento. Cada segundo es un calvario dentro de ese camión. Jorge sigue escuchando los abusos sexuales contra sus compañeras. Tal vez los quejidos fueron de Norma Jiménez Osorio, una muchacha de 22 años que había llegado a Atenco horas antes del ataque.

La primera en subir al camión

Norma es una de las 11 de las 40 mujeres que sufrieron agresiones sexuales y que 10 años después se mantienen firmes para denunciar los hechos de aquel día. El caso se encuentra en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) debido a que las autoridades de México no le hicieron caso.

Aquel día, ni los organismos internacionales, ni la protección de los derechos humanos prevista en las leyes mexicanas, pudieron proteger a las 217 personas detenidas oficialmente, muchas de las cuales denunciaron haber sido torturadas.

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Ella es una mujer risueña, a pesar de que sus lentes le dan cierta rigidez a su rostro. VICE News habló con ella también 10 años después de los hechos, en las instalaciones del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, institución que acompaña su caso. Va narrando cronológicamente lo que vivió aquel día. A veces se detiene para precisar detalles, a pesar de lo difícil que le resulta contarlos debido a la carga emocional.

Norma fue la primera en subir a un camión. Minutos después ya había alguien herido debajo de sus pies. Otro sobre su espalda. Otro sobre su cabeza. Y encima de ella un policía sentado no dejaba de repartir golpes. Los agentes pasan lista a cada uno de ellos, en tono burlesco y les dicen que "es para ir contando cuántos se nos van muriendo en el camino".

"Los vamos a desaparecer, su familia nunca los va a encontrar", les comentan los policías en tono amenazante. Norma teme que la persona herida que va junto a ella se muera en sus piernas. Está segura de que los van a asesinar, lo único que puede hacer es tomar a la persona de la mano, apenas rozar sus dedos. No quiere mostrar su miedo a los agresores.

¿Podría repetirse la historia del ambicioso proyecto del aeropuerto de la Ciudad de México?. Leer más aquí.

El camión se detiene varias veces fingiendo que alguien ha muerto y se han parado para arrojar un cuerpo. El cansancio, la violencia, el estrés, la asfixia, provocan que Norma pierda el conocimiento. Despierta minutos después en la misma pesadilla.

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Los botas de los policías en su cráneos son el reflejo de que la orden recibida, era no sólo controlar a la población, sino humillarla, dar un mensaje de fuerza excesivo, provocar miedo, y secuelas físicas y psicológicas permanentes.

Un trayecto que dura una hora y media, los policías lo alargaron durante seis. Ni Jorge ni Norma pueden precisarnos si iban en el mismo camión. Porque no sólo había uno, y no sólo en uno las cosas fueron similares. Aquellos vehículos y aquella carretera son los testigos mudos de un infierno que parecía no tener final. Ambos pensaron que morirían ese día. Sólo se sintieron aliviados cuando el camión se detuvo y lograron ver las puertas de una cárcel. La vida que parecía irse les había regresado.

Un golpe, dos golpes, tres golpes… ahora son recibidos por los custodios del penal. Los obligan a pasar entre una fila de ellos que no deja de golpearlos.

Jorge fue liberado doce días después con varias fracturas en su cuerpo. Norma pasó un año en la cárcel. Los acusaban de secuestro y ataques a las vías de comunicación. Otros detenidos estuvieron presos más de cuatro años en un penal de máxima seguridad.

Hoy Jorge y Norma se conocen. Se ven. Como cientos de hombres y mujeres, comparten una misma historia que ha marcado su vida.

Pobladores de San Salvador Atenco son sus típicos machetes, símbolo de su lucha. (Imagen por Mario Guzmán/EPA).

Diez años y no hay culpables

Han pasado 10 años, 120 meses, 3.650 días y ningún mando policiaco o funcionario público ha sido enjuiciado por estos hechos que quedaron asentados en cientos de denuncias oficiales. Once mujeres llevaron su caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Wilfrido Robledo Madrid, titular de la policía estatal, y uno de los responsables de comandar el operativo nunca fue juzgado. Eduardo Medina Mora, jefe de la Policía Federal, cuyos elementos fueron acusados de abusar sexualmente de 26 mujeres ese 4 de mayo, ocupó después el cargo de embajador de México en Washington; ahora es ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Enrique Peña Nieto, exgobernador del Estado de México, ahora es el presidente de la República.

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El año pasado el gobierno anunció de nuevo la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México en las tierras de Atenco. Ha desplegado al ejército para cuidar las obras.

Jorge comenta que tiene desde aquel entonces una denuncia, contra quien resulte responsable, por intento de homicidio. Cuando estaba en el camión pensó que esa forma, luchando por algo justo, era la más digna para morir.

— ¿Va a estar de nuevo defendiendo las tierras del pueblo?

— Por supuesto. Ya les ganamos una vez, tal vez con costos muy altos, pero podemos hacerlo de nuevo.

A Norma le preguntamos lo mismo. Ella responde: "Claro que sí. Lo que pasó cambió mi vida pero con ello pude asumir en mayor medida el compromiso de solidarizarme con ese tipo de situaciones. La solidaridad salva vidas. Salvó la mía".

Un golpe, dos golpes, tres golpes… que no serán olvidados en México.

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