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VICE World News

Ucrania, Rusia y el caos de las políticas del pueblo

La gente suele preguntar si Occidente debe proteger sus intereses o perseguir sus ideales democráticos en la formulación de la política exterior, pero esa es la pregunta equivocada.
Imagen vía Flickr

Escucha unos cuantos debates sobre política exterior, y obtendrás la impresión de que solo hay dos maneras de hacer del mundo un lugar seguro: Protege tus propios intereses o permanece fiel a tus ideales. El problema que tienen ambos puntos de vista es que se centran en reparar el caos político en lugares como Ucrania, Oriente Medio y otros focos de conflicto en todo el mundo, en lugar de aceptarlo.

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El debate que ha circulado desde las instituciones de poder a los pasillos de los comités de expertos (los llamados think tanks) desde que estalló la crisis de Ucrania, se ha basado fundamentalmente en buscar si el culpable de tal desastre ha sido Rusia u Occidente. (En su discurso anual ante el parlamento, Vladimir Putin dejó ayer pocas dudas respecto a quien considera culpable: Washington fomentó el caos en Kiev, sugirió, con el fin de provocar un conflicto perjudicial para Moscú y aislar a Rusia). Los idealistas en un lado del conflicto y los realistas en el otro, presionando a los responsables políticos en una batalla ideológica, aparentemente, sobre lo mejor para "la gente" en Ucrania. Pero realmente lo que desean ambas partes es que la gente termine yéndose — y en tanto que no lo van a hacer, nuestra política exterior está condenada a permanecer ineficaz.

Tomemos, por ejemplo, el razonamiento de John Mearsheimer, profesor de la Universidad de Chicago, que escribió recientemente un artículo titulado "¿Por qué la crisis ucraniana es culpa de Occidente?", publicado en la revista Foreing Affaris. Mearsheimer considera que Ucrania es un caos debido a que los líderes occidentales anteponen los ideales a los propios intereses, debatiendo alegremente a favor de la democracia y la autodeterminación, a sabiendas que estas cuestiones pueden derivar fácilmente en una vorágine además de una reacción beligerante por parte de Rusia.

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Si Occidente se hubiese centrado en intereses en lugar de ideales, sostiene Mearsheimer, Ucrania permanecería aun pacíficamente bajo el pulgar de Viktor Yanukovich, que era un esclavo de cualquier interés — ruso, occidental e incluso chino — que estuviese dispuesto a pagar el precio de la entrada. Y, por su lado, Vladimir Putin, se estaría ronroneando tranquilamente en su petulancia post-Juegos Olímpicos.

¿La gente de Ucrania estaría, en dicho caso, mejor que ahora? Tal vez, pero Mearsheimer, como no, cree que el juez para valorarlo debería ser él mismo, en lugar del hombre en la plaza Maidán de Kiev.

Los idealistas, por otro lado, también conocidos como constructivistas — idealismo es una expresión malsonante en política exterior —, se sirven ágilmente del razonamiento realista. Los realistas condenan la humanidad, dicen, a un mundo que nunca cambia, donde grandes potencias continuamente toman el control de los estados más pequeños, cuya soberanía y derecho a voto democrático se ven seriamente restringidos.

Pero detrás de la retórica liberal, los constructivistas también tienen un problema con el pueblo. Tienden a ver a la gente que exige democracia y que lucha por derrocar a los dictadores como portadores de ideas, normas y valores (Bien!). Pero cuando estas mismas personas rechazan a Occidente y votan a los autócratas, en cambio, en ese caso las consideran como manipuladas y oprimidas (Mal!).

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La verdad ineludible es que ninguno de estos métodos funciona porque la política es todo un caos. La gente tiende a aceptar este hecho dentro de sus propios países, porque es mejor que entiendan la complejidad de la gente que los habita, los que votan y debaten, y llevan a cabo una corriente interminable de malas decisiones, pero también los que mantienen la esperanza de que el futuro alberga cosas mejores que el pasado. Países como Ucrania o incluso Rusia, están llenos de los mismos tipos de personas. Tienen que soportar diariamente las malas políticas y la atroz gobernabilidad — a veces incluso el despotismo — porque así es la vida. Sin embargo, algunos diás hacen que sus líderes huyan aterrorizados por la frontera. Es frustrante. Es estimulante. Es un caos.

Cuando una democracia construye una relación con otra democracia, lo hace de institución a institución y de sociedad a sociedad. Por lo tanto, Estados Unidos tiene una relación con Francia y el Reino Unido, no con Francois Hollande y David Cameron. Esto puede implicar a veces alianzas un tanto extrañas, como demostró serlo la de George W. Bush con el Primer Ministro de Trabajo, Tony Blair, no obstante, dos sistemas políticos construidos sobre las bases de la rivalidad lo tienen más fácil para aceptar el caos de la política del partido contrario.

Los regímenes autoritarios, por otra parte, tratan de eliminar el caos de la política, controlándolo y alimentándolo aún más. Mientras gobiernan, los autócratas presentan al mundo una única e indubitable cara para representar a su país, confundiendo sus propios intereses con los de su nación. Otros gobiernos democráticos tienden simplemente a someterse y a trabajar solo para sus gobernantes, ignorando así la voluntad de los ciudadanos. Por consiguiente, América y Europa tienen relaciones con Vladimir Putin y Xi Jinping, no con Rusia y China. Cuando Putin y Xi ya no estén en el poder, la gente de Rusia y China no recordará este hecho precisamente con cariño.

La política exterior no debería comenzar con el planteamiento sobre como amoldarse u oponerse a un líder extranjero. Más bien, debería comenzar con la pregunta: ¿Qué tipo de relación queremos tener con la gente del país? ¿Hasta qué punto queremos tener relaciones comerciales con ellos e integrarnos con ellos? ¿Suponen una amenazada para nuestra seguridad? Tras haber respondido a estas preguntas, es cuando un país puede pensar hasta qué punto está dispuesto a invertir en esa relación, y cuánto tiempo está dispuesto a esperar hasta llegar allí.

Esta no es una política para evitar el conflicto y, en efecto, no va a llevar a la paz mundial. Tampoco es particularmente idealista. Pero reconoce que ningún gobierno puede apartarse de la voluntad de su pueblo por mucho tiempo, y que con la caída de los regímenes autoritarios — como inevitablemente acaba sucediendo — es muy probable que las democracias acaben totalmente destruidas. Así pues, mejor construir una política exterior que, al igual que nuestras políticas nacionales, adopte y acepte el caos en sí mismo.

Samuel Greene es director del Instituto de Rusia en el Kings College de Londres y autor de Moscow in Movement: Power & Opposition in Putin's Russia (Moscú en Movimiento: Potencia y oposición en la Rusia de Putin). Síguelo en Tweeter: @samagreene

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