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Cultură

"¡Somos cuatro!"

Cada noche, los cadeneros de los antros más concurridos de Cancún reciben abrazos y putazos de borrachos nacionales y extranjeros.

Más o menos así se ve el lugar de trabajo de cientos de cadeneros en las playas de México.

Hallarlos es simple. Aunque lo ideal sería no tener que pararse frente a ellos, no estar de este lado de la cadena, es decir: afuera. Ellos son los cancerberos de los antros más visitados del país. Sus patrones les exigen discriminar a la gente a partir de ciertos rasgos físicos, códigos de vestimenta, de actitud, nivel de alcohol en la sangre y dinero en el bolsillo. Sin embargo, ellos intentan trabajar lo mejor que pueden y ser lo más amables posible por una sencilla razón: son los primeros a los que les tocan los chingadazos.

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El corredor norte del Caribe mexicano está lleno de luces intermitentes y sonidos atronadores. El autobús en el que viajo, llega ahí adesde el centro del municipio Benito Juárez, mejor conocido como Cancún, y se detiene, en pleno centro gravitacional de la zona hotelera.

Ahí se encuentra un nodo de menos de una hectárea donde se levantan las principales catedrales del carnaval perpetuo, fiesta hedonista y excesos. A lo largo y ancho del cuadrante hay puertas abiertas a la diversión y al desmadre. Franqueando o negando el paso ante esos umbrales, prácticamente reinan ellos: les dicen cadeneros, algunos de ellos también se autodenominan guardias de seguridad o hosts.

En su área de trabajo huele a varios perfumes, mezclados con los aceites de coco o zanahoria de miles de litros de bronceador embarrados en la piel de los turistas (estos productos no sólo minan el aire sino que acaban en las aguas caribeñas y destruyen los corales).

Si te paras a mitad de la calle, con un simple giro de 360 grados puede observarse la espiral dinámica de la fiesta perpetua de Cancún, sólo detenida abruptamente en dos ocasiones: el huracán Wilma en 2005 y contingencia sanitaria por la influenza AH1N1 en 2009. La vista se complace aquí con una rubia, allá con una morena, o pelirroja, o mulata, o negra; delgada, alta, baja, exuberante. Maquillaje elaborado o caras lavadas. Vestidos cortos, minifaldas o shorts de mezclilla; tacones altos o medios, tops, tenis, sandalias, sobre todo sandalias. En contraste pasan los torsos ampliados por las horas del gimnasio, bíceps tatuados y casi amoratados de sol. Las sonrisas impostadas. Para la garganta el recorrido es amplio: cerveza, ron, whisky; y el ritual del desenfreno asegurado: tequila, el shot estupidizante.

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Justo en el centro de la zona hotelera, la enorme palapa que cobija el bar Congo sirve para rebotar y amplificar el sonido que emerge de las bocinas en su interior. La cerveza y el tequila corren como ríos de tormenta. Animan, exaltan o de plano obnubilan, desinhiben a la rubia que entre risas trata de alcanzar los glúteos en movimiento de una bailarina a go-go sin jaula.

Alex se ha enfrentado a reacciones de todo tipo: desde besos hasta putazos.

De pie en la puerta o caminando afuera del bar, Alex pasa de cadenero a enganchador o vendedor, como prefiere describir su labor. Persigue a los turistas ofreciendo promociones y obteniendo comisiones a partir de los que logre meter al sitio. No tiene empacho en decirlo, si hay alguien que da problemas al trabajo de un cadenero es un mexicano o latinoamericano: “los nacionales, sí, los nacionales son los peores”

Lo dice con toda seguridad, sin corrección política: “nosotros somos los peores. Clásico: los prepotentes que te dicen que son influyentes y esas cosas. Luego ni son y no hacen nada. Casi siempre terminan yéndose, pero si no, pues sólo hay madrazos si ellos empiezan; y no mucho. Los contenemos, nada más. Llamamos a la policía y ellos que se encarguen”.

Entre tanta música es difícil distinguir no sólo de dónde proviene cada ritmo o quién suena, sino la propia voz del cadenero de Congo, bar abierto de bailarinas en balconcitos a pie de banqueta. Trata de ser discreto para responder: “bueno, no es que los extranjeros sean los más buenos, luego a veces es el miedo”. ¿Miedo?, ¿miedo a qué?

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“Obvio: un gringo, un inglés o un español no quieren problemas. Le tienen terror a pasar una noche en una cárcel mexicana. Si arman desmadre nomás se los decimos: ‘ándale, ahorita llamamos a la policía y te vas a pasar la noche en una de nuestras cárceles’. Inmediatamente con eso se calman”, lo cuenta y suelta una sonrisa maliciosa. También él tiene orgullo nacional.

Unos metros al norte del Congo está una de las más conocidas discos de Cancún. Prácticamente es una institución en el ambiente de los antros mexicanos. Al inicio de la alfombra roja que conduce al interior está Martín Zurita. Quince años detrás de la cadena o como elemento de seguridad conjuntan toda una serie de anécdotas:

“Yo estaba tranquilo, aquí como siempre, atrás de la cadena. Y ahí la chava; igual, como tú, donde estás parado. Pero como que no hacía nada más que estar ahí parada, ni me dijo nada. Ni que yo fuera adivino”, relata Martín Zurita mientras se toca el rostro quizá haciendo uso de alguna memoria táctil que le provoca una amplia sonrisa. “Ya llevaba un rato. Y le digo: ‘oye, ¿qué?, ¿quieres entrar?’ Y que me suelta una bofetada durísima la cabrona y me grita: ‘¡pues claro, pendejo, ¿no ves que me estoy orinando?!’”

Cada mañana, mientras otros salen de sus casas, departamentos o algún hotel a donde llegaron sin saber exactamente cómo, Martín desanda el camino trazado la noche anterior desde su vivienda hasta la puerta del antro.

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El sol lo pone de regreso en el camino y lo acompaña hasta su puerta donde no hay cadena que le impida el paso o por su gracia se lo conceda. Ahí comerá algo, descansará unas horas o atenderá otros pendientes como cualquier persona más en la ciudad, quizá ir al supermercado, pasar un rato con la familia, pagar la luz o el agua. Vicisitudes del diario.

Cuando algún cliente extranjero se pone más necio de lo normal, algunos cadeneros lo amenazan con que pasará la noche en una cárcel mexicana.

Poco antes de llegar la noche, un baño reanimador y algo para el estómago, mientras se acomoda en el uniforme clásico: negro de pies a cabeza. Color de respeto, que impone autoridad, que incluso inspira temor. Y remata con una sonrisa el outfit, porque “esto no se trata de estar siempre mal encarado o con pose de ojete y esas cosas. Uno está aquí nada más para evitar que haya problemas, no para discriminar o tratar mal”.

“En los 15 años que llevo en esto me ha pasado de todo”, comenta mientras sonríe a una morena y una rubia que se desgastan en coqueterías a la entrada de la discoteca. Martín me hace a un lado, retira la cadena y les permite el paso. Un movimiento de bienvenida con el brazo libre y una mirada que las sigue, centrada en la parte baja de la espalda, deslizante.

La más rara ha sido la de la bofetada. Lo recuerda claro de nuevo y comienza a reír sin hacer mucho ruido. Mientras platica no pierde la posición: el compás semiabierto de las piernas y los brazos que van de cruzados al pecho a la cadena y vuelven. En algún momento se toca el pelo o la barbilla. Otro pone las manos atrás. Marcialidad presente.

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Pero también le han tocado besos y abrazos “de sorpresa”. “Sí, de eso también hay, claro. Luego vienen las chavas y algunas ya están bastante tomadas y tú les das el paso y como si fueras algo más, como que nomás a ellas las hubieras seleccionado y te lo agradecen. Sí, me han brincado encima y pues acá, con el abrazo rico y el beso y todo”. Ahora sí ríe abiertamente.

Al igual que Zurita, Ángel Villaseñor pasa la mayor parte de las noches en el punto más activo de la zona hotelera de Cancún. Ahí están Daddy’O, Sweet, The City, Mandala y CocoBongo. La espiral de fiesta y desastre se reúnen ahí cada noche.

Mirando hacia el norte del corredor turístico, Sweet, Daddy’O y Congo reúnen a la mayoría de los visitantes en sus puertas. El ejemplo es la multitud apiñonada frente al primero. Manos alzadas pidiendo turno, mostrando boletos de promociones, brazaletes de paquetes turísticos, sonrisas o incluso empujando los escotes por delante.

Pero no se compara con lo que sucede a la entrada del CocoBongo. Por eso se dice que no es cualquier sitio en el cuadrante de la fiesta. Con todo y su capacidad para 1,200 personas bajo la norma de seguridad, puede llenarse en tan solo un par de horas.

Ahí no solo hay cadeneros. Hostess, representantes de relaciones públicas, un módulo de información y reservaciones forman parte de un miniejército al pie de The Mask y Spiderman. Entre ellos se mueve de un lado a otro Ángel Villaseñor, quien a pesar de negarse a ser fotografiado, es explícito en la charla: “no se trata de ser elitista, aquí puede entrar quien venga, prácticamente como venga, siempre y cuando no llegue mal. Tú sabes, te queda claro: [alguien que esté] muy borracho, que se ponga impertinente, que sabemos que puede dar problemas luego allá adentro”.

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“Por eso se tiene que ser una persona con carácter fuerte. No es que seamos muy serios. Es un papel que se maneja. La gente luego se aprovecha, quiere todo y a su manera. Un perfil serio genera respeto”, añade mientras da órdenes por el comunicador prendido en un ojal de la camisa tipo polo que lo uniforma: negra.

Los cadeneros también tienen que ser vendedores, agentes de relaciones públicas y, pareciera que también niñeras.

“¿Golpes? Pues aquí nomás una vez me dieron un madrazo, en este ojo”, se toca el izquierdo. “Pero cuando trabajaba en el Bulldog ahí sí me madreaban a cada rato”.

“Los nacionales”, dice para interrumpir rápidamente a la siguiente pregunta: ¿quiénes son más impertinentes? “Los hispanos, los nacionales. Quieren trato preferencial, que porque son de casa. Luego vienen y te dicen que son hijos de aquél o de este otro, o que el funcionario tal es su amigo o su tío, o su padrino. Le encuentran a todo y se convierten en un problema”, agrega.

Apurando la entrevista reitera la aclaración: “[a quienes se les niega la entrada] no porque los discriminemos o algo así. Lo que pasa es que o vienen muy pasados ya, o ya estamos llenos y por políticas de la empresa cuando se llena, se cierra; no hay más acceso y eso puede suceder desde temprano. La semana pasada abrimos a las nueve de la noche y a las once ya habíamos cerrado el acceso”.

De vuelta unos pasos al sur, la música techno sale con la misma intensidad con la que decenas de turistas y fiesteros manifiestan su interés en entrar a Mandala. Con sus luces de neón rojas y el constante hielo seco contrastando su entrada es como un avispero al que llegan grupos o individuos solos, se quedan o abandonan.

A un costado está The City, donde el cadenero pasa de restringir o dar bienvenida a convertirse en un manejador profesional del turista impertinente. Una labor que implica el talento atrayente y astuto del host: “si no hacen caso y se quieren pasar a como de lugar no los maltratamos, tratamos de dialogar. Si no hay cupo los invitamos a regresar incluso dándoles cortesías; si están muy borrachos, pero no son violentos, buscamos cómo seguirlos complaciendo. La atención, el servicio, esa es nuestra política”.

“Aquí los tratamos bien, no se trata de menospreciar, ni discriminar a nadie. Además es parte de la labor de ventas”, señala Pepe mientras se toca el pelo engominado y acomoda las solapas de la camisa, con los botones abiertos hasta el tercer ojal, pantalón de mezclilla a la talla y mocasines. “Los consentimos, les decimos: ‘mira, ¿cuál es el problema? Puedes pasar, pero tranquilo’. Y los llevamos a una buena mesa, los atendemos especialmente, son clientes, son la gente que quiere venir a divertirse”.

“Tienes ahí al tipo, o al grupo de amigos, turistas o nacionales. Ellos lo que quieren es entrar y pasársela bien. Nosotros tratamos de lograr eso. Entonces los miras y les dices: como que tú eres el tipo de persona que merece tomar esto, y le dices una marca de licor en especial, una botella cara. Se quedan tranquilos, se sienten a gusto y mientras ya les pasaste una cuenta grande”.

Una vez dentro, la cadena será tan solo un recuerdo. El que la sujetaba tal vez ni memoria deje. Pero seguirá ahí, en el ambiente nocturno, liado entre golpes y jaloneos, o abrazos y besos que sorprenden de igual forma. Este personaje siempre será el más incomprendido por quienes no lograron traspasar la entrada y debieron retirarse con la frustración de una noche sin fiesta. También será el hombre incomprendido en una sociedad donde la discriminación racial y económica sigue dando de comer a muchas familias.