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Emboscados en Sudán, cuatro veces

Los soldados corrían con sus rifles, disparando a ciegas hacia los arbustos con armas anti-aéreas y cohetes.

Fotos por Phil Caller

El día comenzó bien para las fuerzas del sur del gobierno de Sudán. Dos batallones de infantería habían sido mandados al Nilo en una barcaza a la siguiente base, a unos 20 kilómetros del altamente disputado pueblo de Bor. Llegaron trotando, cantando canciones de guerra, antes de por fin reunirse en el centro del campamento a escuchar cálidos discursos del general al mando.

Cuando terminó de hablar, agitaron sus Kalashnikovs en el aire mientras hacían gritos bélicos antes de salir trotando a las barcazas para ser embarcados a la guerra. "Cenaremos en Bor", nos aseguró el general a mí y a mi fotógrafo. "Ya verás, después te regresaremos a Juba en helicóptero para mostrarla al mundo lo que hemos hecho". Mark, nuestro chofer, estaba menos ansioso de que comenzara el combate. Pasó la mañana tomando de una botella de un litro de Ginebra, y cuando le hicimos la señal tardó un poco en meter la llave para encender el coche. "Solo llevo dos semanas siendo soldado, sabes", dijo mientras acelerábamos para unirnos al convoy. "En mi vida normal, soy periodista. Pero cuando empezó la guerra me dieron un uniforme y me hicieron unirme al ejército. Los rebeldes están matando a mi gente; tenemos que luchar por ellos. Pero no es tan malo. Mi tío, ahí, dos coches en frente, es el general, la persona más popular de todo el ejército. Entre ellos y nosotros, un Land Cruiser con el séquito del general avanzaba por el camino empinado, con su silla personal de plástico y su bañera personal golpeando contra la defensa.

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Podías oler la línea de batalla antes de poder verla. Mientras más nos acercábamos a Bor, más cuerpos veíamos a lado del camino, inflados y apestosos en el duro sol. "Estos son los rebeldes que matamos hace dos días, cuando atacaron la base. Pero les ganamos", me dijo Mark con orgullo. "Y aquí, mira, una mujer". Sus piernas extendidas debajo de su colorido atuendo, su cara y su torso eran irreconocibles. Los soldados hacían gestos mientras aguantaban la respiración para evitar la peste. "Es terrible, todo lo que hacen los rebeldes", murmuró Mark.

Íbamos en el convoy, y una larga línea de camionetas con aire acondicionado para los generales se intercalaba con Land Cruisers que llevaban a sus guardaespaldas, su infantería, artillería, y tropas de suministros, así como la acabada milicia improvisada de hombres de la tribu Dinka, a quienes les dieron uniformes, rifles, y los mandaron a luchar. Frente a nosotros, la División Comando tomó posiciones para rodear la ciudad, y la primera ola de infantería avanzaba lentamente a través de los arbustos para abrir el paso al convoy que la seguía. Al menos, ese era el plan.

La primera emboscada fue solo una probadita, una pequeña ráfaga de fuego golpeando sobre nuestras cabezas desde unos arbustos a nuestra derecha. Los soldados brincaron de las camas en sus camiones y apuntaron sus armas a la línea de árboles en un fallido intento de buscar un blanco. Después de unos minutos de confusión, un coronel ordenó a todos que regresaran a sus vehículos y que siguieran su camino, en el que pasamos tanques quemados que habían sido abandonados por las fuerzas del gobierno que huían de Bor unos días antes. "Ni si quiera son soldados reales", gritó Mark, "solo jóvenes Nuer con armas y uniformes que nos robaron. En serio, me enoja tanto lo que le hicieron a mi pueblo. Saquearon todo Bor y quemaron todas las casas y las tiendas. De verdad, ni si quiera quieren pelear con nosotros; solo tomaron cuanto pudieron de Bor y regresaron corriendo a los arbustos".

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Bor ya cambió de manos tres veces desde que comenzó la guerra hace solo dos semanas. Es la capital del alterado estado Jonglei y se encuentra entre el Nilo y un gran camino sin pavimento que recorre 200 kilómetros hacia el sur para llegar hasta la capital Juba, lo que la hace un lugar estratégico tanto para los rebeldes como para el gobierno. En teoría el que posea Bor cuando llegue por fin el fin de las hostilidades tendrá mejores posibilidades a la hora de negociar. Pero mientras el gobierno controla la logística de la ciudad y el espacio aéreo, los rebeldes Nuer siguen controlando los arbustos.

Más de 30,000 refugiados Dinka huyeron de sus aldeas hacia la seguridad relativa que ofrece Médicos Sin Fronteras en su clínica al otro lado del Nilo, y el convoy pasaba lentamente por sus chozas abandonadas mientras aves de rapiña y perros en la calle los miraban. Una aldea, a media hora manejando al sur de la aldea de Pariak, estaba en llamas; era el último gran asentamiento antes de Bor. Una iglesia en llamas creaba una enorme hilera de humo blanco. Uniformes, zapatos y sartenes abandonados se veían por doquier. El silencio inquietante nos arrullaba mientras platicábamos, hasta que las ametralladoras comenzaron a disparar.

De nuevo, los rebeldes nos dispararon desde un arbusto a nuestra derecha, pero esta vez con más fuerza. El convoy fue detenido por las ráfagas de los rifles automáticos. Mark se congeló, y lo empujamos por la puerta hacia el agujero a lado nuestro, el único refugio. Los soldados corrían con sus rifles, y los camiones con las armas de apoyo subían y bajaban por el camino, disparando a ciegas hacia los arbustos con armas anti-aéreas y cohetes, de lo que solo resultaron estallidos y ruidos chirriantes.

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Después de unos minutos de confusión entre el ruido, el arbusto quedó en silencio. Nos unimos a los soldados que caminaban hacia Pariak, nuestra parada de descanso, entre vehículos y el hostil bosque. Hacia calor, y el olor a sudor impregnaba el aire mientras los soldados los soldados caminaban a grandes pasos con cinturones de balas al rededor de sus cuellos, mientras sus rifles se balanceaban a su lado. Nos encendíamos los cigarrillos unos a otros, saludábamos a soldados que pasaban a nuestro lado, y gritábamos "¿Quays? ¿Tamam?", que todo iba bien, todo estaba en orden, alhamdulillah. Podíamos ver Pariak a poca distancia y aceleramos el paso para llegar a la sombra de los árboles de mango. El coche del general aceleró y rebasó al camión de en frente, yendo hacia la aldea dejando un rastro de polvo. Casi llegaba a Pariak cuando la primera ráfaga de metralletas lo alcanzó.

Esta vez los rebeldes nos atacaron por adelante y por la derecha. Ametralladoras y tiradores atacaban el convoy, agujerando los vehículos desde los arbustos y las paredes que rodean Pariak. El general estaba herido de la mano; su coche, inmovilizado; y su chofer, muerto. Cuando sus hombres lo movieron a otro vehículo, ese también fue alcanzado por el fuego, y el general murió junto con dos hombres. Los soldados corrían al rededor de una polvosa aldea de cabañas con miedo y confusión, tratando de encontrar un blanco, mientras lo reclutas sin entrenamiento disparaban ráfagas de sus rifles automáticos hacia el aire, o a la espalda de soldados en frente de nosotros. Un soldado sostenía una herida de bala en  el cuello cuando una bala entro por su espalda y salió por su hombro. Era difícil saber si las balas que pasaban venían de posiciones enemigas o de nuestras tropas de más atrás.

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Un vehículo policial armado se fue hacia Pariak y regresó después de unos minutos, con tres llantas reventadas por las balas y su parabrisas en pedazos. El chofer nos preguntó absurdamente si teníamos llantas de repuesto para su camión. Después nos fuimos con los soldados hacia las cabañas de lodo por un poco de refugio. Un columna de humo salía de Pariak mientras los lanza cohetes golpeaban la posición enemiga y armas pesadas destruían los árboles frente a nosotros. A nuestra derecha, el ruido de los rifles y las ametralladoras se hacía más y más fuerte antes de convertirse en el chirriante chiflido de un oficial reagrupando a sus hombres. Un joven comandante de tropa que aseguró la posición de los rebeldes me dijo después que seis enemigos habían sido matados, dos por su propia mano. "Yo le di al tipo que mató al general, y a otro a su lado", dijo. "Incluso tomé su metralleta. Es nueva. Hijo de puta".

Cuando Pariak estaba asegurado, caminamos hacia la aldea, a través de lo que quedó de las chozas y hacia la sombra de los árboles de mango por el río. Los soldados cargaron a sus muertos y a los heridos en la camilla de nuestro camión, su sangre pegajosa chorreando en nuestro equipo. Los heridos sentados en la sombra pedían agua, mientras otros gorroneaban cigarros, algunos mareados, otros riendo con euforia. "¿Llegaremos a Bor esta noche?", le preguntamos al general a cargo.

"¿Hoy? No creo", contestó. "Tal vez mañana en la tarde, ahora ya es muy tarde. Pero nuestras tropas están adelante, y mañana escucharemos buenas noticias de Bor".

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Las barcazas habían llegado a Pariak, y la infantería salió de ellas, salpicaron y corrieron para asegurar los arbustos mientras que los muertos y los heridos eran subidos en lanchas de motor para ser llevados al Nilo hacia Juba. Los generales se sentaron en sillas plásticas de jardín mientras los soldados caminaban por la aldea atrapando y matando gallinas para comer, o pescando en el río. Se sintió cierto orden cuando los camiones de municiones llagaban a Pariak, escoltados por un tanque. Mientras los soldados descansaban y hablaban en la sombra, o dormitaban, o discutían, o destripaban pescados, nosotros caminábamos por el río donde un rebelde muerto flotaba en el agua azul. Tenía 16 o algo así, y tenía un uniforme camuflado de SPLA. Una sola bala había atravesando su sien, y se formaba una mancha de sangre que salía de su cabeza. "Ves", dijo el oficial, "usan el mismo uniforme que nosotros, ¿cómo puedes saber si es un rebelde o uno de los nuestros?". A lado nuestro, se bañaban soldados desnudos, salpicándose unos a otros con alegría en el Nilo.

Pariak está dividido por el camino que lleva a Bor, y mientras los soldados se sentían como en su casa en la parte de la aldea que da al río, la otra mitad de la aldea estaba como si nada. "¿No deberían asegurar esa parte de la aldea?, le preguntamos a un soldado, que recién había regresado de vivir 13 años en Iowa. "Debo decirte, amigo, que es una gran idea. Es precisamente lo que vamos a hacer, justo eso. Asegurar todo este lugar, así como así". Y se recostó en su silla a disfrutar de la sombra. "Es justo lo que vamos a hacer". Pero nadie lo hizo, estaban ocupados en sus tareas domésticas: cocinar, hacer té, y descansar en la sombra. Y cuando el sol se comenzó a poner, los rebeldes nos atacaron por la parte no asegurada de la aldea.

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Pariak era el cuartel de todo el frente y de el cerebro del asalto a Bor. Los rebeldes debieron haber sabido que todos los generales estaban concentrados aquí, y los camiones y la infantería pasando por los arbustos más adelante. Era el punto más débil de la división, y el más importante.

Llegó el ataque, y el ruido de rifles y metralletas más grueso y más cerca que las emboscadas anteriores, a solo unos 90 metros, y toda la tropa se paralizó por un momento para después entrar en pánico. Los oficiales huyeron primero, sus camionetas salieron rápidamente de vuelta a Juba, dejando a sus hombres sin dirección y asustados. Esta vez, casi nadie contestó los disparos. La tropa se desintegró mientras los soldados dejaban sus rifles y corrían o perseguían a los vehículos que se iban para intentar subirse y alejarse de la batalla. Con todo ese ruido a nuestro al rededor, nos alejamos en la camioneta hasta que un soldado detuvo a nuestro chofer con un rifle en la garganta, para pedirle que lo llevara, de manera que no era fácil negarse. Otros soldados abrieron a fuerza nuestras puertas y metieron a un soldado que sangraba del pecho y estaba en shock; se treparon y nos rogaron que los salváramos. Los lanza cohetes disparaban hacia las cabañas mientras nos alejábamos. Nuestros nuevos pasajeros temblaban de miedo, y uno vomitó por la ventana.

El ataque se contuvo después de un rato, pero fue demasiado tarde para dejar al convoy como una unidad coherente. Los camiones avanzaban lentamente mientras le preguntaban a quienes iban a pie si era más seguro ir a Juba o de vuelta a la aldea. Olas de soldados asustados rodeaban cada vehículo, pidiendo que los llevaran. Bor, que se veía solo como una densa pared de humo naranja, estaba en llamas. Recogimos a un oficial y a dos de sus hombres, así como al joven comandante de la tropa, cuyos hombres se habían alejado de la batalla en su vehículo. Negó con su cabeza por la ineptitud de su tropa mientras repetía, "Esto es ridículo, absolutamente ridículo". Unas horas más tarde encontramos el convoy en la base que dejamos esa mañana, los vehículos estacionados en formación circular. Todos parecían tranquilos cuando llegamos; nos pedían cigarros, agua, y sonreían, hasta que algo --nada-- los asustó y se subieron a sus coches y se fueron, rebasando unos a otros de vuelta a Juba.

Manejamos casi toda la noche; el convoy serpenteaba por kilómetros a través de matorrales solitarios, con luces cegadoras reflejadas en el polvo mientras cada vehículo intentaba ser el primero. Finalmente, nos estacionamos en Mangalla, un pueblo a 80 kilómetros de Juba. Había puntos de revisión en el camino para evitar que los desertores escaparan. Al amanecer, avergonzado, el convoy retomó su camino a Bor. De acuerdo con el ejército, la infantería del gobierno ya había llegado al centro de la ciudad. Esta vez no fuimos con ellos.

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