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Cultură

La seta, la enfermedad cutánea y el fiasco del pase de moda islandés

Lo que importa es que se supone que en Islandia hay campos infinitos de Psilocybe Semilanceata, -la legendaria seta de la libertad- y, según un amigo, preparan “los mejores perritos calientes del mundo”, hechos con cordero y cebollas preparadas...

DÍA 1 Me estaban empezando a salir unas rastas que no había manera de eliminar ni con un cepillado a conciencia, así que decidí que ya iba siendo hora de que cortarme el pelo. Tras pasar por el barbero me localicé en el cuello unos sarpullidos rojos y misteriosos, de forma redondeada. Es extraño, pero creo que llevaban meses ahí sin que yo hubiera notado nada. Por la pinta, estoy casi seguro de que se trata de psoriasis. Procuro olvidarme de tan asqueroso descubrimiento mientras acudo a mi cita con Peter Sutherland en el aeropuerto JFK. Nos mandan a ambos a Islandia con los gastos pagados para cubrir la semana de la moda. Nunca había oído hablar de la semana de la moda de Islandia; de hecho, no creo que nadie la conozca, pero eso da igual. Lo que importa es que se supone que en Islandia hay campos infinitos de Psilocybe Semilanceata, -la legendaria seta de la libertad- y, según un amigo, preparan “los mejores perritos calientes del mundo”, hechos con cordero y cebollas preparadas especialmente o algo así. ¿Cómo era? No me acuerdo. El encargado de facturación se fija en que llevo en la mano una guía para reconocer setas que contienen psilocibina. Me clava una mirada de reojo y dice, “La mierda está en la mierda”. Asiento para que vea que le he entendido, pero él se siente obligado a repetir la misma frase una y otra vez; es inquietante. Llegamos a la puerta de embarque y el responsable de revisar las tarjetas es el mismo tipo; me echa otra miradita y pregunta, “¿Ya vas colocado?” “¿Qué?”, pregunto yo a mi vez, a lo que él responde: “Coge una por mí”. Sonrío, aunque lo encuentro todo escalofriante; es como un presagio de que mi avión va a explotar en pleno vuelo. Viajamos en un vuelo nocturno que llega a Islandia a las ocho de la mañana, fundiendo el día de ayer con el de hoy; convirtiéndolo, a todos los efectos, en el día más largo de mi vida. El cielo tiene ese dispéptico, confuso color grisáceo típico del amanecer que sólo se aprecia si no has pegado ojo en toda la noche. El paisaje en el exterior del aeropuerto es lóbrego y deprimente, increíblemente inhóspito: una extensión sin fin de desesperanzadora roca gris y una sucesión de casas iguales, todas construídas con los mismos materiales y con ventanas del mismo tamaño exacto, diferenciadas únicamente por los (apagados) colores en que están pintados sus tejados de aluminio corrugado. Antes de salir de Nueva York, alguien me dijo que Islandia presentaba la tasa de suicidio más alta del mundo; el dato no es cierto, pero bien podría serlo. Contrariamente a lo esperado, no nos alojamos en un hotel sino en una base abandonada de la OTAN que tiene el bonito nombre de Barracón 747. En mi habitación hay una caja de bombones típicos de Islandia y un imán para la nevera con forma de troll tradicional islandés. La nariz del troll está rota. Me habían dado el contacto de Geri, un pescador que haría de guía en mi búsqueda de setas. Peter y yo conducimos hasta su apartamento y allí él nos da una charla sobre el panorama de las drogas en Islandia, o más bien de su ausencia. Geri es, sin duda, un descendiente directo de los vikingos; tiene el pelo largo y rubio y una cabeza cuadrada enorme. Su aspecto es, a grandes rasgos, el de un guerrero. Dice que las setas crecen en Islandia, sí, pero que llegamos demasiado pronto para cogerlas. Oculto mi decepción y él remacha el baño de agua fría diciendo que las posibilidades de no encontrar setas son del 99,9 por ciento. Al dejar el apartamento pasamos con el coche por delante de un local de la cadena Quiznos. Está fabricado de aluminio corrugado y es, sin lugar a dudas, el Quiznos más triste del mundo. Las actividades programadas para la prensa empiezan con una visita guiada a una fábrica de agua embotellada. Peter y yo nos la perdemos, pero llegamos a tiempo de asistir a un cásting de modelos que tiene lugar en la zona de restauración de unos grandes almacenes, cerca de un Panda Express. Ver un numeroso rebaño de aspirantes a modelo resulta excitante al principio, pero bien mirado todas son bastante raras y dan algo de miedo. Llevan varias capas de una especie de maquillaje grumoso y, por la expresión de sus caras, parecen tensas y nerviosas. Pese a llevar casi 30 horas despierto, su nerviosismo es contagioso, así que empiezo a masticar las pastillas de Valium que heredé tras la muerte de mi querido bulldog francés, Jackpot Jr. (padecía insomnio crónico). Siento una mezcla de gratitud y culpabilidad a medida que los ansiolíticos empiezan a hacer efecto. Las modelos llevan cartelitos numerados al cuello y caminan en círculos. La número 47 tiene la piel naranja. La número 22 mueve mucho los brazos. El número 36 es un modelo masculino con labios en forma de ano y corte de pelo asimétrico. Empiezo a pensar que todas estas chicas apenas deben tener más de 13 años de edad. Los diseñadores apuntan números y sacan fotos furiosamente mientras se susurran cosas al oído. Una de las diseñadoras, sentada a mi lado, me pregunta si soy Hamilton Morris. Dice que le encantan mis artículos, a lo que sólo puedo responder, “Oh, vaya, es increíble”. Se llama Jules. En todo esto hay algo que me hace sentir como si estuviera en séptimo curso de una escuela de danza. Jules trabaja con un diseñador llamado Agi. Los dos son de Londres. Podría describir con detalle a todos los diseñadores que hay aquí, pero en aras de la brevedad me limitaré a decir que Jules y Agi son los únicos que no parecen insoportables. Para cuando el cásting ha finalizado, tanto a Peter y a mí nos han pedido que hagamos de modelos de distintas líneas. Me como un filete de un sospechoso salmón blanco que huele como Chinatown. Dejamos el cásting de bastante buen humor y nos encaminamos al primer desfile. La pasarela, en realidad un montón de cajas alineadas, está instalada en el expositor de un concesionario. A estas alturas son ya las 2 de la tarde de este día interminable y yo me pongo a beber vino blanco en copa alta y a zampar entrantes, mezclándome con lo que el panfleto promocional describe como un “selecto grupo de diseñadores, miembros clave de la prensa y luminarias de la comunidad islandesa”. El alcohol y el Valium para perro me ayudan enormemente. De repente empieza a sonar un feroz ritmo techno-orquestal. Las cabezas se giran, las conversaciones de los asistentes se transforman en un reverente rumor sordo y lo que identifico al instante como la banda sonora de The Matrix Revolutions inunda el recinto. Las modelos desfilan por la pasarela, sus rostros reflejándose en los pulidos azulejos; todas llevan bañadores elásticos Lexus y una especie de cornamentas de peluche. Los fotógrafos sacan fotos frenéticamente con fondo de cantos de ópera enlatados. Los modelos masculinos pasean por el salón el bulto bajo sus deslumbrantes Lexus, deteniéndose momentáneamente a pasar un dedo por el espejo retrovisor de un sedán plateado como si fuese una polla erecta. A continuación suena la música de King Arthur. Es evidente que he viajado casi cinco mil kilómetros desde Brooklyn para ver el anuncio de Lexus menos elegante del mundo. Breves aplausos de cortesía. Abandonamos el salón y vamos a comprar quince gramos de una maría islandesa que huele a pino. Me falta tiempo para metérmela en los pulmones; mientras lo hago, voy liando, de forma bastante chapucera, otro porro, que más que eso es una bola de maría. Empiezo a darme cuenta de que el tono grisáceo del cielo no cambia nunca, haciendo que se borre cualquier sensación de transcurso del tiempo; esto me provoca una ligera náusea. Vamos a cenar. Me atiborro de cordero al hojaldre y para cuando termino de cenar me encuentro obscenamente borracho. Buscando el lavabo ruedo escaleras abajo; en el sótano del restaurante descubro una gran bodega sin vigilancia donde veo centenares de botellas de vino. Corro hacia ellas y a medio camino me estampo contra una enorme pantalla de vidrio limpia hasta la invisibilidad. Muy poco digno. Peter y yo perdemos el conocimiento en el vestíbulo del restaurante. DÍA 2 Para hacerme sentir aún más como si estuviera en séptimo curso, nos invitan a ver un espectáculo de ballenas que empieza a las ocho de la mañana. En Nueva Inglaterra las ballenas son simpáticas; se arriman a los flancos de los barcos como un cordero a una oveja. Yo suponía que las ballenas, en Islandia, se mostrarían algo más recelosas de que las disparasen con un arpón mecánico, pero se nos asegura que podremos, como mínimo, echarles un vistazo. Subo al barco. “Knockin’ on Heaven’s Door” suena por unos altavoces de mierda a un volumen capaz de reventar la cóclea. A las 10 AM me digo que es “el momento de relajarse” y empiezo a beber. La cerveza es lo único caliente que se puede tomar en muchas millas a la redonda. El mar tiene un color turquesa que da frío sólo con verlo; da la impresión de que, si en pleno ciego cayese al agua, dispondría de unos 45 segundos para chapotear antes de morir de hipotermia aguda y que una ballena se tragara mi cuerpo. El barco está empapelado con cientos de fotografías de sonrientes personas sujetando los peces que han pescado. Parecen las típicas fotos que vienen de muestra cuando compras un marco nuevo, y eso me abruma, porque en conjunto todo desprende una fuerte sensación de irrealidad. ¿Saldré yo alguna vez en una foto como esas?, pregunto para mis adentros. Me fumo un porro y al poco rato me encuentro a mí mismo explicando con detalle cómo sintetizar metcatinona a una periodista del Travel Channel; una explicación vacilante con profusión de, “Mmmm… ¿usando un agente oxidante, como permanganato de potasio?”, plenamente consciente de que ella no entendía nada de lo que le estaba diciendo. Su operador de cámara se cae por las escaleras, derramándose comida por el pecho. “No estoy borracho”, dice. De repente, subiendo a cubierta desde la plataforma inferior, las modelos aparecen y organizan un pequeño desfile. Tambaleándose, hacen lo que pueden por mantener el equilibrio entre las filas de sillas plegables. Llevan chubasqueros de Gortex y pantalones de algodón sin forma. ¿De verdad esto es un desfile de moda?, me pregunto. Sus prendas me recuerdan sospechosamente a la ropa normal y corriente que venden en L.L. Bean. Me fumo otro porro y decido preguntar al capitán si me dejaría coger el timón un rato. Sintiéndose obligado, el capitán me pasa el timón y una lata de tabaco rapé. Me recomienda que tome el rapé “como si fuera coca”. El barco se detiene para que podamos pescar y yo inhalo una buena cantidad de lo que a mis fosas nasales les parecen algo parecido a posos del café. Una modelo con cazadora plateada captura un pez y besa uno de sus globos oculares. “Knockin on Heaven’s Door” empieza de nuevo a sonar a volumen atronador; me parece a mí que, como balada para acompañar sesiones de pesca, se pasa un huevo de trágica. Todo el mundo se hace fotos con sus capturas con cámaras digitales; de alguna forma, como preveía, yo me quedo al margen del ritual. Jules y yo nos arrimamos a una chimenea en la parte alta del barco para no morir de frío. En algún momento me desmayo y al despertar compruebo que el barco está completamente vacío. Sólo quedamos Peter y yo. Nadie vio ni una ballena. La cosa cambia cuando vamos a una comida organizada para los diseñadores y la prensa, donde sólo hay sashimi de ballena y tartar de ave: sospechosamente, ambos platos son del mismo color carmesí. La carne es aceitosa y me hace sentir algo culpable. El camarero retira mi plato intacto y lo tira a la basura. Por la noche me emborracho una vez más, en esta ocasión en un edificio con una reproducción de un barco vikingo del siglo X en su interior. De las paredes cuelgan fotos de políticos con aspecto de estar encantados con la habilidad demostrada por los constructores del barco. Bill Clinton, en concreto, parece estar pasándolo especialmente bien. Por la noche se respira en la calle cierta hostilidad. La gente se mueve en grupos por los bares y me palmean repetidamente en el hombro: una procesión interminable de tocadores de hombros, probablemente el ritual social más molesto de la historia. No hay nada que yo pueda hacer; una vez me ha dado la palmada, el tocador se marcha. Incluso si se quedara un rato, ¿qué podría decir yo? Bebo sin tregua y en mi mente la realidad se convierte en un anuncio de ron European Bacardi Dragon Berry. Afortunadamente lo he eliminado de mi memoria. Lo que sí recuerdo es una, de nuevo, clara falta de dignidad. DÍA 3 Inexplicablemente, cuando me levanto tengo la ropa puesta al revés. El cámara de Travel Channel está haciendo volar un pequeño helicóptero por control remoto dentro del restaurante al que voy a tomar el desayuno. Algunas personas le ignoran y otras hacen fotos. Hoy les toca a Jules y Agi presentar su línea de ropa junto al resto de diseñadores. Vamos allá en coche y descubrimos que el desfile se ha organizado esta vez en un párking detrás de una hamburguesería, justo al lado de una enorme feria. Y que la pasarela consiste en varios palés de cajas de agua embotellada. A unos cuantos metros de distancia, en la feria, una de las atracciones, la Turbo Drop, iza a los niños hasta lo alto de una torre, los deja caer y a continuación repite el ciclo. Los niños gritan con regularidad metronómica. Del cielo gris empieza a caer lluvia a raudales, y a partir de ahí todo queda claro para mí. La “Semana de la Moda” ha sido hasta el momento increíblemente extraña. Ninguno de los pases tuvo nada de especial si exceptuamos el hecho de que se llevaron a cabo en párkings, comedores y depósitos de hormigón abandonados. Ahora ya es oficial: no es que ésta sea la peor semana de la moda del mundo, ¡es que es una estafa! Seis diseñadores deciden marcharse: recogen sus prendas y suben a sendos taxis con intención de irse directamente al aeropuerto. La organizadora les grita, “¡Está claro que no habéis visto nunca la semana de la moda de Milán! ¡Es exactamente así!” A continuación llama a la policía para que arreste a los diseñadores por abandonar el show. Después, según me contaron, la organizadora intentó arrebatarles a los diseñadores sus prendas, pero eso no lo vi. Un agente de policía llega al lugar. Parece desconcertado cuando dos diseñadores de Miami le dicen que él “¡no sabe absolutamente nada sobre moda!” Miro al Turbo Drop y veo caer un zapato del pie de un niño. El efecto es contagioso, porque en unos instantes todos los niños que penden de la atracción empiezan a soltarse los zapatos. Llueven zapatos. Los niños que esperan en la cola corren hacia ellos, los recogen y los lanzan con todas sus ganas a los de arriba. Empiezo a formular una teoría de la conspiración que implica a la compañía de agua embotellada que patrocina los eventos. Islandia es el único lugar en el que yo haya estado en el que no puedes comprar agua embotellada. Si pides agua en un supermercado, te miran como si quisieras comprar un tanque de oxígeno. ¿Quiénes podrían estar más interesados en que esto cambiara que los malvados propietarios de una compañía de agua de glaciar embotellada? Voy a la pasarela, cojo una botella de uno de los palés y, con algo de aprensión, bebo un trago. Aprensión injustificada: el agua está eléctricamente buena. Es como lamer el perineo de un iceberg de 10.000 años. Intenté figurarme si todo esto era un camelo, como antes creía, o sólo una semana de la moda increíblemente chunga celebrándose en un país en bancarrota. A fin de cuentas, concluí rascándome el cuello, se trata en realidad de una y de la misma cosa. Los diseñadores han dado un golpe de estado y organizado de forma independiente un desfile en el segundo club nocturno más grande de Islandia. “Rebel”, han bautizado el espectáculo. No hay suficiente Valium de perro en el mundo que haga esto tolerable. Me siento en los camerinos a observar a los maquilladores disimular imperfecciones y a los diseñadores, histéricos, dar órdenes a las modelos. El índice de Aqua-Net en el aire es enorme. Peter y yo vestimos sendos conjuntos de Agi que podrían describirse como “vagabundo hippie heroinómano chic.” Para completar el look, subo a la pasarela borracho y desaseado. Mi debut como modelo masculino es un éxito arrollador. Peter y yo y los demás modelos estamos todos de acuerdo en que la experiencia de desfilar por la pasarela “provoca escalofríos en la espina dorsal.” Todo el mundo recoge sus ropas y se emborracha a conciencia en una mezcla de celebración, confusión y poco disimulada decepción. Yo opto por fumarme un porro que he hecho con un papel que se supone que debería tener sabor a galletita de chocolate, pero que más bien, de forma harto sospechosa, sabe a refresco de frutas. DÍA 4 Geri decide llevarnos a buscar setas. Todavía llueve un poco; la humedad ambiental ha favorecido que las setas broten antes esta temporada. Geri se asombra de que en Nueva York la gente cultive sus propias setas en vez de cogerlas directamente de la fértil tierra. En Islandia, la Psilocybe Semilanceata, comúnmente conocida como “mongui”, brota en abundancia en primavera y en otoño. Yo nunca he cogido setas ni probado los monguis, y la perspectiva de hacer ambas cosas me llena de regocijo. Geri nos lleva a un lugar secreto, un cementerio al lado de un camino, y dice que debo fijarme en las zonas de hierba basta y color oscuro: en unos instantes ya estoy reconociendo pequeñas colonias de viscosas setas de sombrero cónico y tronco larguirucho. Geri aconseja que las corte a la altura de la parte baja del tronco pero con cuidado de no dañar el micelio. La conducta caballeresca y exquisita observación de las normas de etiqueta fungal de Geri compensan en buena medida las miserias que he sufrido en los últimos días por culpa de la moda. Hay algo tremendamente satisfactorio en esto de coger setas psicodélicas. Avanzo a gachas entre las tumbas, forzando la vista, peinando la hierba con energía y concentración anfetamínicas. Poco a poco voy llenando de setas los bolsillos de mi chaqueta. Me pongo una en la boca: el sabor es similar al de sus hermanas americanas, aunque químicamente la seta de la libertad, el mongui, sea una entidad fungal totalmente diferente. Un factor clave para identificar psilocybes son las manchas azules que se forman en el tronco al cortar. En los monguis no se producen tales manchas, ya que no contienen psilocina sino una forma de psilocibina más estable y resistente a la oxidación y una elefantiásica concentración de un misterioso alcaloide llamado baeocistina. La baeocistina siempre me ha fascinado, y no sólo a mí: es motivo de interminables debates entre los micólogos y los drogatas. Pese a ser uno de los componentes más comunes en las setas psicodélicas, nadie sabe exactamente qué hace ni si hace algo en realidad. Hay quien dice que es la responsable de los efectos chungos, como las náuseas y el miedo; otros dicen que sus efectos son idénticos a los de la psilocibina, y los hay que sostienen que no produce absolutamente ningún efecto. ¿Cómo pueden seguir desconociéndose las características de uno de los alcaloides más comunes en las setas? Lo ignoro, pero los monguis contienen más baeocistina que casi cualquier otra especie conocida. Por añadidura, hay algo extraño en las setas que crecen en las sombras de los cementerios. El suelo está compuesto de cientos de cadáveres humanos en distintos estados de descomposición. Puede que los neurotransmisores de los cerebros, con base de triptamina, y los tejidos de sus cuerpos, hayan estado alimentando los micelios de las setas, alterando su composición química. No parece descabellado. Dejamos el cementerio con varias bolsas de setas y cogemos el coche hasta el domicilio de Geri. El apartamento está atestado: espadas samurai, serpientes venenosas y una enorme colección de ratas en una gran pecera. Ponemos a secar cientos de setas sobre unas páginas de periódico que detallan el colapso del sistema financiero islandés. Sus compañeros de piso acaban de tomar Adderall por primera vez y se apiñan junto a un ordenador para ver vídeos de disturbios en el edificio del parlamento. “Hostia, tío, gas lacrimógeno, es terrible”, gruñe uno de ellos. Me doy cuenta de que una de las serpientes tiene un bulto en el estómago. Me parece que se ha tragado una rata. Se lo digo a Geri y él responde que no, que ese bulto es un cúmulo de tumores malignos. Vuelvo al Barracón 747, llamo a la puerta de Jules y Agi y les convenzo de que vengan con Peter y yo a la famosa Laguna Azul islandesa. Conducimos hasta la laguna y, de camino, empezamos a comer setas. Me lleno la boca, mastico, con la lengua froto los pedazos contra la cara interna de mis mejillas. Entramos con el coche en el párking, sorteando la multitud de turistas asiáticos que toman fotos con sus cámaras digitales, y desde allí tengo mi primer atisbo de las majestuosas aguas azules de la laguna. Al igual que el Mar Muerto o los vórtices de Sedona, las aguas curativas de la Laguna Azul atraen a gente enferma de todo el mundo. Su concentración única de minerales y algas confiere al agua poderosos efectos terapéuticos contra prácticamente cualquier enfermedad cutánea. Hordas de personas con graves infecciones bacterianas, hipertricosis y lepra se aglomeran en las orillas. Ahora bien, si una afección hay que abunde aquí, una enfermedad en la que la laguna se haya especializado, esa es la psoriasis. La Laguna Azul es la meca internacional de los afectados de psoriasis. Ya no he de avergonzarme de mis círculos rojos en el cuello. Empiezo a tripar mientras nos registramos en el mostrador de los vestuarios. No logro cerrar la portezuela de mi taquilla y pido ayuda. De repente me encuentro rodeado de hombres desnudos afectados de psoriasis que gritan instrucciones sobre cómo hacer funcionar la llave electrónica mientras sus genitales me rozan los muslos. “Nota pinn blár armband!”
Pinn blár armband?”, pregunto.
Já pinn blár armband!” Entro en las duchas y dejo que el agua tibia se derrame sobre mi cabeza como si fuera la yema de un huevo. Cuando tenía diez años solía nadar en verano dos veces al día en una piscina pública, y ya entonces me resultaba extraño ver tanta carne en decadencia. Puede que las duchas colectivas representen alguna especie de rito de paso: escrotos cubiertos de manchas y lunares, testículos sin pelo, penes decolorados. Pieles con la textura de la superficie de una rosquilla. Mi mente se expande hasta el infinito. Geri me dice que algunas personas acuden a la laguna con el propósito de morir; que la laguna está conectada directamente con el manto de la Tierra y que de vez en cuando una lengua de magma brota debajo de los bañistas, cociéndolos vivos al instante. Me adentro en las paradisíacas aguas termales. Sumerjo la cabeza y nado, dejando que los minerales se introduzcan en mi boca abierta y hagan arder mis ojos. Diátomos mariposean a mi alrededor. Intento extraer sentido a la situación. ¿Qué ha sucedido? ¿Ha sido todo un engaño? Sea como sea, a mí no me han timado. Sólo he sido testigo. ¿Ha sido ésta, después de todo, una semana de la moda como otra cualquiera? Como en el cuento de Hansel y Gretel, sólo que sin Hansel y Gretel. Salgo del agua y me dirijo a una cesta con cajitas de gel blanco de sílice. Un cíclope se aplica el potingue en su frente, nariz y barbilla. Un mustio guardia de seguridad equipado con walkie-talkie vigila que nadie se exceda cogiendo gel. Yo agarro un puñado y se lo arrojo a Jules y Peter. El guardia me fulmina con la mirada. Todo el mundo tiene el rostro cubierto de blanca jalea geotérmica. Ésta debe ser la mayor fiesta del maquillaje de toda Islandia. El gel que Peter se ha aplicado parece una inquietante máscara veneciana. Pequeñas gotas caen de la punta de su nariz sobre su barba. “Oye, tienes un moco”, me dice él. Sí, estoy sacando hebras de mocos como pañuelos de seda se saca un mago de la manga. El flujo no parece tener fin ni tampoco solución. No hay cura. El chasco de la psoriasis. Un géiser de fibra de vidrio expulsa columnas de vapor que después llueve sobre mí como si fueran zapatos de niño. Cojo del suelo un puñado de la viscosa pasta blanca. Semen de troll. Se acumula en los recodos de la laguna, está por doquier. La extiendo por mi mano y examino sus contenidos como si fuera una egagrópila: limo, sapropel, vellos púbicos, hebras de un material orgánico verde que no logro identificar. Hay gel por todas partes. Me llevo una gota a la boca. El sabor es complicado, pero hace que me sienta lleno de gratitud.