“Pinn blár armband?”, pregunto.
“Já pinn blár armband!” Entro en las duchas y dejo que el agua tibia se derrame sobre mi cabeza como si fuera la yema de un huevo. Cuando tenía diez años solía nadar en verano dos veces al día en una piscina pública, y ya entonces me resultaba extraño ver tanta carne en decadencia. Puede que las duchas colectivas representen alguna especie de rito de paso: escrotos cubiertos de manchas y lunares, testículos sin pelo, penes decolorados. Pieles con la textura de la superficie de una rosquilla. Mi mente se expande hasta el infinito. Geri me dice que algunas personas acuden a la laguna con el propósito de morir; que la laguna está conectada directamente con el manto de la Tierra y que de vez en cuando una lengua de magma brota debajo de los bañistas, cociéndolos vivos al instante. Me adentro en las paradisíacas aguas termales. Sumerjo la cabeza y nado, dejando que los minerales se introduzcan en mi boca abierta y hagan arder mis ojos. Diátomos mariposean a mi alrededor. Intento extraer sentido a la situación. ¿Qué ha sucedido? ¿Ha sido todo un engaño? Sea como sea, a mí no me han timado. Sólo he sido testigo. ¿Ha sido ésta, después de todo, una semana de la moda como otra cualquiera? Como en el cuento de Hansel y Gretel, sólo que sin Hansel y Gretel. Salgo del agua y me dirijo a una cesta con cajitas de gel blanco de sílice. Un cíclope se aplica el potingue en su frente, nariz y barbilla. Un mustio guardia de seguridad equipado con walkie-talkie vigila que nadie se exceda cogiendo gel. Yo agarro un puñado y se lo arrojo a Jules y Peter. El guardia me fulmina con la mirada. Todo el mundo tiene el rostro cubierto de blanca jalea geotérmica. Ésta debe ser la mayor fiesta del maquillaje de toda Islandia. El gel que Peter se ha aplicado parece una inquietante máscara veneciana. Pequeñas gotas caen de la punta de su nariz sobre su barba. “Oye, tienes un moco”, me dice él. Sí, estoy sacando hebras de mocos como pañuelos de seda se saca un mago de la manga. El flujo no parece tener fin ni tampoco solución. No hay cura. El chasco de la psoriasis. Un géiser de fibra de vidrio expulsa columnas de vapor que después llueve sobre mí como si fueran zapatos de niño. Cojo del suelo un puñado de la viscosa pasta blanca. Semen de troll. Se acumula en los recodos de la laguna, está por doquier. La extiendo por mi mano y examino sus contenidos como si fuera una egagrópila: limo, sapropel, vellos púbicos, hebras de un material orgánico verde que no logro identificar. Hay gel por todas partes. Me llevo una gota a la boca. El sabor es complicado, pero hace que me sienta lleno de gratitud.