Visitamos el paraíso hippie andaluz de los jubilados británicos

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Visitamos el paraíso hippie andaluz de los jubilados británicos

Sanlúcar de Guadiana es una especie de retiro idílico para expatriados británicos.

«Bienvenidos al culo del mundo», nos dice Robert* cuando nos ve llegar a su granja remando en un pequeño bote por el río Guadiana. A sus cuarenta y largos, Robert luce una camiseta sin mangas de un negro desvaído, gafas de sol oscuras y patillas a lo Elvis. De sus labios cuelga un cigarrillo a medio consumir.

A mi alrededor veo eucaliptos alineados en la orilla del río y onduladas colinas salpicadas por alguna que otra aldea de paredes encaladas y tejados anaranjados; a un lado, Portugal; al otro, España. Cielo azul, 38 grados. Un culo del mundo muy agradable, la verdad.

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Eso sí, está situado en medio de ninguna parte. Solo hay dos pequeños pueblos a ambos lados del río y grandes extensiones de tierra en desuso. Hasta ahora, la vida de Robert ha sido de lo más emocionante: disfrutó del panorama okupa y nocturno del Londres de finales de los 80, vivió el rock 'n' roll con una banda de punk alemana y conoció a Fela Kuti en Kalakuta Republic. Y ahora está en Sanlúcar de Guadiana, que, con sus 500 habitantes, es una especie de retiro idílico para expatriados británicos.

Uno de los clientes del bar del pueblo

Estamos muy lejos de la Costa del Sol y de los pubs ingleses que sirven fritanga y tienen televisores en los que se emite Eastenders en bucle. Se calcula que en España viven cerca de un millón de ciudadanos británicos, repartidos en distintos puntos del litoral, sitios en los que puedes ir con sandalias y calcetines y nadie te mira con cara de espanto. Allí se compran sus casas, pasan el día en la playa, van de compras y juegan a golf. Pero la pequeña comunidad de expatriados de Sanlúcar es otro cantar.

Si te dejas llevar río abajo, los verás en las orillas: sin camiseta, con gorros de paja, encorvados sobre sus huertos, pastoreando ovejas o lijando madera, todos cuidando de sus fincas construidas sobre terreno abandonado. Cultivan fruta y hortalizas, crían ganado y construyen sus propios hogares como si fuera lo más normal del mundo.

Una casa construida por un amateur

Puede sonar sencillo –ocupar una parcela de tierra, construir una casa, cultivar la tierra y tener unos cuantos animales-, pero para un chico inútil como yo, criado en la era digital, en una economía en la que todas esas destrezas básicas resultan superfluas y han caído en el olvido, esas personas son un ejemplo de valentía.

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La finca en la que me quedé era prácticamente autosuficiente. Producen la mayor parte de la comida que consumen y tienen unos cuantos pollos y ovejas para consumir su carne. Generan toda la electricidad que necesitan mediante paneles solares y generadores eólicos. Bombean agua del río mediante un sencillo sistema de irrigación, y toda el agua que se desecha por el desagüe de la ducha o la pila sirve para regar las plantas y los árboles frutales.

Ya había estado en unas cuantas aldeas ecológicas en el Reino Unido, pero en ninguna de ellas se lo habían montado tan bien como esta gente. Intenta vivir de la tierra con el clima inglés y pasarás la mayor parte del año recogiendo madera para mantenerte caliente durante el invierno, y la mayor parte del invierno maldiciendo la idea de vivir en una cabaña hecha de palés reciclados en lugar de estar en una casa con calefacción y aislamiento térmico.

Aquí, el precio del suelo y los permisos de obras son más baratos. «En Inglaterra no puedes cortar ni un árbol, no puedes siquiera pintar tu casa sin el consentimiento de las autoridades y mucho papeleo», explica Peggy. «Aquí estamos aislados y podemos hacer lo que queramos».

Peggy llegó a España cuando tenía treinta y pocos años. Una mañana se equivocó al coger el metro y acabó en Paddington. Lo interpretó como una señal y decidió seguir esos designios. Sin echar la vista atrás, cogió un tren a Bristol para recoger a un chico con quien una vez tuvo un rollete y juntos recorrieron el mundo hasta acabar aquí, donde echaron raíces.

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Ahora tienen dos hijos, dos perros, seis ovejas, muchos pollos y una preciosa casita a medio construir junto al río. Así, de la nada. Sin tener experiencia como agricultores o constructores. Simplemente lo hicieron. Merecen toda mi admiración por construir un hogar seguro y funcional, algo tan lejano para mí como una operación de cirugía cardiaca lo sería para un diletante.

Tony y Jan

Tony y Jan están unas cuantas fincas río abajo. Un día fuimos a visitarles con un kayak y pasamos la tarde tomando cervezas en su terraza, admirando el bungaló que habían construido y despotricando sobre Inglaterra. Tienen sesenta y largos años, de los cuales han pasado 42 navegando por el mundo antes de acabar aquí, hace tres años. Antes de construir la casa que vemos ahora, vivieron en una tienda de campaña y en un pequeño cobertizo.

«Si el ser humano puede hacerlo, tú y yo también podemos», afirma Tony, con su sonrisa mellada y soltando una risita silbante. «Antes de empezar esto nunca había mezclado cemento».

Un granjero de la zona le enseñó a hacer paredes de piedra seca y contrató a un profesional para que le pusiera el suelo, pero el resto lo hizo él mismo, transportando montones de ladrillos y arena río abajo y llevándolos hasta la parcela en una motocicleta. Un trabajo colosal para un viejo delgado y canoso con problemas en la espalda. Tuvo que dejar de navegar por su edad, ¿pero dónde está escrito que no puedas construir tu propia casa casi a los 70?

Por supuesto, lo de volver a Inglaterra, ni se lo plantean. «Un paquete de tabaco te cuesta 9 libras [12 €], una pinta, 5 libras [casi 7 €], el tiempo es un asco y nadie habla con nadie». Pues sí.

Cuando no están en sus fincas, los puedes encontrar en el bar del pueblo, pasando el rato entre sorbos de jerez barato e historias. La comunidad es una mezcla de marineros arrastrados a la orilla, hippies y viejas glorias. Incluso hay unos cuantos exmilitares para quienes la sostenibilidad y la autosuficiencia tienen más que ver con la supervivencia que con cualquier otra cosa. A todos los une ese ideal del regreso a la tierra madre. Todos escaparon –de las ciudades, de las complicaciones de la tecnología, de la política sin fin y de la vorágine de la vida moderna en general- para llevar una vida sencilla y tranquila. Construir una casa, cultivar alimentos, emborracharse, navegar por el río y pasar de lo demás. Maravilloso.

*Los nombres son ficticios, a petición de los entrevistados.