FYI.

This story is over 5 years old.

final navideña

No soy Tigre, pero soy Regia: Así se vivió la final del futbol mexicano

"Que bueno que hoy, no fui Americanista".

Todo empezó como una broma: ¿Vamos a la Macro o qué? En menos de diez minutos ya estaba pidiendo un Uber y alistando para festejar un campeonato que no me pertenecía. Soy Rayada, o al menos eso me dijeron de chiquita.

Soy regiomontana de nacimiento, y aunque nunca he sido fanática del futbol, cuando llega a haber un clásico en mi ciudad le voy a Rayados por herencia. Crecí con un padre leal a los colores azules, el de los Cowboys de Dallas en el futbol americano, y el de las rayas en el mexicano. Y conforme fui creciendo, en cada carne asada, yo también apoyaba a esos equipos. Estaba en mi sangre.

Publicidad

Leer más: 2016 no fue tan malo para los Gallos Blancos

Siempre me ha causado curiosidad que mis conciudadanos vayan a la Macroplaza, en el centro de Monterrey, a festejar los triunfos de lo que sea. Esta vez, después de sólo sintonizar el partido para ver los penales, me dieron ganas de participar, de pertenecer. Llevaba horas tirada en la cama sola, consumiendo episodios de una serie en forma obsesiva, y al escuchar el estrépito ensordecedor después del último penalti, sentí que era tiempo de finalmente ir a la Macro.

"¿A la Macroplaza?" preguntó el conductor mientras su voz se mezclaba con el ruido que salía de la radio. Siempre me ha causado risa como los comentaristas deportivos sueltan sus gargantas cuando sus equipos ganan.

"Hasta se me salieron las lagrimitas", me dijo el conductor. "Esta vez sí vino Santa Claus, tantos años esperándolo".

Tuve que confesarle que yo no era una incomparable, ni siquiera una seguidora del futbol. No podía olvidar esas discusiones que tuve con mi exnovio por su santa obligación de ir al Volcán cada sábado de partido, ni mi decena de juicios sobre el tipo de hombre que se pone la camiseta. Pero como él me quería, él me hablaba del futbol diferente, y cuando hace unos días leí en su último texto que él quería que esta Navidad ganara Tigres para poder dormir más tranquilo, no pude dejar de desear que ganara su equipo.

En el camino, lo sucedido en el estadio ya era visible en las calles. Los claxon sonaban con alegría —y no con un "muévete, cabrón"—, los pasajeros saludaban al exterior con orgullo porque, al menos hoy, ellos eran los mejores. La ciudad se veía diferente y había certeza de que los estallidos eran fuegos artificiales y no balazos.

Llegamos a la Explanada de los Héroes, rodeada de monumentos y dominada por un palacio de gobierno, e invadida de miles y miles de victoriosos. Lo que pudo haber sido una noche silenciosa, de lágrimas y desconsuelo, había terminado en un triunfo para ellos. Más abajo en el país, la historia era otra, aquella donde los árbitros son vendidos, donde los minutos del partido se reviven para encontrar el error, donde la derrota se vive en silencio. Pero aquí, en el norte, los tambores vibraban, miles de personas uniformadas con su playera amarilla y azul, no dejaban de cantar sus himnos al unísono. Las banderas ondeaban, los fuegos artificiales humeaban el cielo nocturno, la cumbia colombiana movía los pies, y los puños se levantaban con euforia. "¿Dónde están? ¿Dónde están los chilangos que nos iban a ganar?" cantaban y cantaban, se volteaban a ver unos a otros contentos, los padres cargaban a sus hijos, los jóvenes reían, y todos éramos felices. Hasta una que no es Tigre.

Caminamos por las calles empedradas, esas mismas que hace un año sostuvieron a estos mismos hinchas que levantaban la copa. La gente no terminaba de llegar, algunos se desmayaban, otros permanecían parados esperando a su equipo. Las patrullas rodeaban la periferia, los vendedores vendían todo tipo de parafernalia, los goles seguían retumbando en los pechos. Sonreí. No podía dejar de ver lo contenta que estaba mi gente; por fin, entendí a la Macro. No puedo decir que hoy fui Tigre, quiero mucho a mi papá. Pero que bueno que hoy, no fui Americanista.