Ángeles, la fotógrafa de la nota roja en Tijuana
Los operativos de la Policía Municipal son comunes en Tijuana, donde se registran altos indices de violencia. Imagen vía Cuartoscuro.com.

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Ángeles, la fotógrafa de la nota roja en Tijuana

Ella fue la primera mujer en ser contratada para hacer este trabajo en la zona. El retrato de su vida es un esfuerzo por entender cómo se hace periodismo en regiones de violencia. Un adelanto del libro 'Romper el silencio, 22 gritos contra la censura'.

Sonó su celular mientras conducía hacia la escuela de sus hijos. Ángeles García contuvo el volante con una mano, con la otra agarró el teléfono y con el rabillo del ojo miró hacia el espejo retrovisor para vigilar que los niños no se pelearan.

Ángeles, de 50 años, era en aquel noviembre de 2008 una fotógrafa sin empleo fijo y apenas divorciada. Al marido, también fotógrafo, lo había dejado por borracho y mujeriego. Del trabajo se salió por culpa de las miradas e intenciones bragueteras de los jefes. Ángeles trabajaba en la sección de sociales de El Mexicano, un diario oficialista cuyo dueño es líder sindical priista. Por más de una década, Ángeles fotografió las fiestas del jet-set tijuanense. Pero ahora estaba desempleada y sin marido.

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—¿Bueno? —contestó Ángeles el celular.
—¿Todavía quiere el trabajo?

La voz era del director de El Sol de Tijuana, un ex funcionario de la PGR que había sido acusado de corrupción, pero era protegido por el propietario del periódico, Mario Vázquez Raña.

El director usaba un bigotillo recortado, cuadrado, igual que Hitler. Ángeles había conocido al Hitler tijuanense tres meses antes, cuando acudió al diario a pedir empleo. Aquella ocasión, después de subir los cinco pisos del horrible edificio color rosa, Ángeles entró a la oficina de Hitler, le expuso sus virtudes y necesidades y éste le contestó: "Mire: a mí no me gusta trabajar con mujeres; a menos que se muera uno de mis fotógrafos, la busco".

—Sí, todavía ocupo trabajo —le respondió Ángeles a Hilter por el celular.
—Pues, ¿qué cree? Sí se murió un fotógrafo.

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El tambo, de donde aún se desprendía humo y un olor a carne quemada, fue abandonado poco antes de las seis de la mañana sobre el bulevar El Florido. El Florido es una calle infinita al Este de Tijuana, donde decenas de maquiladoras cambian de turno a la misma hora en que fue abandonado el tambo. Por eso, antes de que la policía se presentara y anunciara lo que entonces era poco visto en Tijuana, los obreros se acercaron y concluyeron que adentro del contenedor había un cuerpo calcinado. Se alcanzaban a ver lo que parecían unas piernas, unas rodillas, unos dedos.

Al principio, la fiscalía del estado llamó al desconocido como El entambado y se asumió que era un hombre: quien o quienes lo habían asesinado, le cortaron los testículos y se los metieron a la boca.

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El Entambado se llamaba Gerardo Martínez, pero todos le decían el Monstro (sic). Tenía 24 años y trabajaba de fotógrafo para El Sol de Tijuana. Sobre su asesinato se han dicho muchas cosas: que fue un asunto de drogas, que no, que fue un pleito de faldas, que no, que fue por un dinero que le debía al Cártel de Sinaloa. En los mundillos reporteriles y en la policial la muerte del Monstro fue tomada como un mensaje para el Cártel de Tijuana: la gente de Sinaloa venía por la plaza y calcinar a las personas sólo era una de las tantas formas para conseguirlo.
Ángeles sustituyó al Monstro y así se convirtió en la primera mujer en el periodismo bajacaliforniano que fue contratada como fotógrafa de nota roja.


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Hallazgo de dos cuerpos calcinados en Tijuana. (Imagen vía Christian Serna/Cuartoscuro.com).

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Hace diez años, Ángeles era una atractiva mujer de cuarenta años que, a fuerza de gimnasio, tenía todo para llamar la atención. Su pelo era largo, rizado, voluminoso y negro, brillantemente negro. Desde aquel tiempo las zapatillas altas ya eran su debilidad. La he visto trabajar entaconada en parajes pantanosos y en muchas más escenas del crimen. Pero sus tacones son otra historia.

Decía yo que Ángeles tenía todo para llamar la atención y que desde el primer día que entró a trabajar a un periódico aprendió a contener el coraje que le provocaba cada mirada acosadora o desafiante. La primera iba acompañada de invitaciones para salir a cenar o de ofrecimientos para mantenerla a ella y a los niños. Con la segunda mirada, la altanera, Ángeles siempre ha pensado que tratan de decirle: "Estás bien pendeja".

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Cómo aquella vez cuando, gritando y reclamando, llegó un reportero de la vieja guardia que se enorgullecía haber recibido el Premio Nacional de Periodismo de manos de Carlos Salinas de Gortari. "Ninguna vieja pendeja me va a quitar mis fuentes", bufaba. Su enojo era porque Ángeles había asistido a una conferencia de prensa en la fiscalía estatal que, según el reportero, a él le correspondía cubrir.

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En 2008, Ángeles retrataba entre diez y doce muertos al día. Ese año mataron a más de 800 personas en Tijuana. Ángeles entraba a las tres de la tarde y salía hacia al amanecer, cuando llegaba alguien para relevarla. Muy pronto, el vals de la quinceañera, el bossa nova de los desayunos de beneficencia, el mariachi en las fiestas de Jorge Hank Rhon se le fueron olvidado.

Los cambió por los gritos de aquella mujer que escuchó llorar cuando fotografió a su primer muerto. Los cambió por un costal de croquetas para perro que un hombre rafagueado en la garita traía en el asiento del copiloto. Ángeles imaginó toda la historia: el tipo había cruzado a Estados Unidos para mimar a su mascota y había terminado cocido a balazos.

Alrededor de ella había una decena de camarógrafos y fotógrafos, todos hombres, que la miraron con cara de 'Vieja tenías que ser'. Ángeles fingió que tomó una foto y pegó los ojos a la mirilla de la cámara lo más que pudo. Alguien se le acercó y, condescendiente, le susurró: "Ya te acostumbrarás".

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El sonido agudo e insistente de la radio Nextel, que Ángeles colocaba cada noche debajo de su almohada, la despertó poco antes de las cinco de la mañana. Una fuente de la policía municipal le llamaba para ordenarle que se levantara, que agarrara la cámara y se dirigiera al bulevar Cuauhtémoc.

Cualquiera que fuera lo que Ángeles estaba por fotografiar no estaba lejos de casa. Se colgó la cámara y, en pijama, salió corriendo hasta llegar a un puente, donde forcejeó con unos policías que no la dejaron avanzar más. No había más fotógrafos.

Ángeles estaba sola debajo de un puente, esperando, cuando de pronto sintió que algo, una gota, o algo como una piedra, cayó cerca de su pie. Era sangre. Por instinto, Ángeles volteó hacia arriba y vio que de las rejillas del puente colgaba una cuerda de nailon que sostenía a un cuerpo desnudo con los genitales atados al cuello. El tipo había inaugurado la temporada de colgados en la historia del narcotráfico. El muerto era el funcionario municipal que había expedido licencias de conducir a Teodoro García Simentel, aka el Teo, un sanguinario sicario del Cártel de Sinaloa.

Ese 9 de octubre de 2009, Ángeles le dio click y dos cosas sucedieron:
Una: La foto viajó por el mundo y el director con bigote de Hitler tuvo que tragarse las tantas veces que el muy cabrón dijo a todo aquel que lo escuchó que Ángeles "era una pinchi vieja" y nunca iba a traer una buena foto para la portada.

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Y dos: la imagen exhibió a un gobierno municipal rebasado por el narco y eso no se lo perdonó Julián Leyzaola, el entonces jefe de la Policía Municipal, el teniente retirado al que no le importaban los derechos humanos, el que le declaró la guerra al Teo y a sus secuaces. Desde ese día, cuando Leyzaola la veía, se acercaba hacia el cordón amarillo que dividía a la prensa de los cadáveres, y le gritaba: "¡Quítate, basura!"


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Escena del crimen en Tijuana. (Imagen vía Cuartocusro.com).

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Ángeles era un fotógrafa solitaria hasta que llegué al Sol de Tijuana. Tenía 20 años de edad el día que entré por la puerta del periódico peor pagado en todo Baja California. Yo quería trabajar para la sección cultural, pero sólo había plazas en la nota roja. Acepté. Por las mañanas acudía a la universidad y por las noches me sentaba al lado de Ángeles, esperando a que sonara la radio para salir y corretear policías ministeriales, regresar a la redacción y escribir sobre los muertos del día.

Ángeles siempre se ha movido en un Nissan 1980. Es un auto viejo y enfermo que a menudo la deja tirada en avenidas de alta velocidad. En broma y medio en serio, yo le he dicho que queme la carcacha y que me dé el honor de encender el cerillo. Pero como en su trabajo ni siquiera le pagarían un vaso de agua, Ángeles se ha resignado a encontrarle el modo al Nissan: con un palo le pega al motor para que encienda de nuevo.

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La primera vez que me subí al Nissan fue también la primera vez que escribí una nota (un narcotúnel que construyó gente del Chapo Guzmán y donde esclavizaban a una decena de hombres). Pero me acuerdo más de la segunda nota: el asesinato de un joven que murió abrazando un cuerno de chivo. Esa noche, en medio del ruido de las sirenas, escuché un llanto que opacaba todo: era la madre del joven que corría desde un extremo de la calle, tropezándose. Solté unas lágrimas pero rápidamente me contuve. Asumí que ningún reportero experimentado lloraba y yo quería estar al nivel de ellos. Ángeles soltó su cámara, me miró y me dijo: "Llora, Laurita, no te aguantes, llora".

Fue Ángeles la que me enseñó a encarar a los directivos que me trataban de mijita y a los jefes que pedían notas tendenciosas. Me enseñó a alburear, a sortear los comentarios insidiosos de los colegas, y a compartir lo poco que teníamos: 20 y 20 pesos para gasolina; un taco de asada para ella, otro para mí; una cheve para las dos.

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Ningún comité la ha premiado por valiente. Ninguno de sus jefes le ha preguntado por el dolor de espalda que a veces la deja inmovilizada, inútil; se lesionó la columna vertebral cuando cubría un evento. Ninguna fundación de fotógrafos le ha reconocido su trabajo periodístico. Nadie le ha regalado los 20 o 50 pesos que a diario le echa de gasolina al Nissan.

Ningún policía municipal le ha aplaudido cuando ella llega antes a la escena del crimen. Y quizá nunca lo harán. Pero Ángeles está ahí, en el Oxxo que queda frente al horrible edificio color rosa del Sol de Tijuana. Todos los días compra lo mismo: un hotdog y una coca cola. Cuando no trae los 18 pesos, se compra una bolsita de semillas de girasol para matar el hambre. O para obligar al cerebro a olvidarla porque, me ha dicho, la sal en exceso le provoca náuseas.

La última vez que nos vimos me contó que tiene miedo de que el banco le embargue la casa y de que llegue el momento en el que no tenga siquiera para comer. Desde hace ocho años, Ángeles dejó de pagar la hipoteca. El salario no le alcanza: 6 mil 700 pesos al mes, pero le descuentan la mitad por un crédito que le facilitaron en el periódico y con el que compró una cámara. Porque, ante todo, Ángeles es fotógrafa y cubre la nota roja.

***Este texto pertenece al libro "Romper el silencio, 22 gritos contra la censura" que recoge las historias escritas por 22 periodistas que trabajan en regiones de violencia y ataques a la libertad de expresión. Publicado por la Brigada para Leer en Libertad y Periodistas de a Pie, el libro se distribuirá gratuitamente en su lanzamiento, el 21 de octubre a las 18:30 horas, en el foro Javier Valdez de la Feria Internacional del Libro del Zócalo. Se autoriza su reproducción citando a la fuente.

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