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¿Cómo fue la vida de las Farc mientras el acuerdo de paz estuvo en vilo?

Pese a la desconfianza, la guerrilla nunca dejó de prepararse para la entrada en vigor de los acuerdo. Crónica.
Foto por Gabriel Herrera

"Por qué no los pararon, por qué no les dijeron alto. Por qué los tuvieron que matar", dice Sandra Ramírez, mientras desvía la mirada. Hoy es 23 de noviembre y faltan pocas horas para la firma del nuevo acuerdo de paz entre el Gobierno y las Farc, pero ella no puede dejar de pensar en ese episodio, el del 12 de noviembre, en el que dos guerrilleros murieron en Santa Rosa, un municipio pequeño del sur de Bolívar. Hacían parte de redes de delincuencia, asegura el Ejército; fueron ultimados por francotiradores, afirman comandantes de la guerrilla y miembros de la comunidad.

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Sandra lleva 34 años en la guerrilla. Paradójicamente nació en un pueblo que se llama La Paz, en el sur de Santander, pero comenzó su vida insurgente en las montañas del Sumapaz. Se ha caminado Colombia varias veces, tiene la voz alegre, como pocas veces se la escuché a un guerrillero; es amante de las fotografías de paisajes y naturaleza, y tuvo una larga relación sentimental con el fundador de las Farc: Manuel Marulanda Vélez.

Ahora está metida entre las cuatro paredes blancas de una oficina en la Policía Nacional de Colombia, en el occidente de Bogotá. Luce una chaqueta de cuero negro y recuerda los días en que andaba de camuflado, sin preocuparse por cómo vestirse en el trabajo: "en las Farc teníamos dos o tres uniformes, y si los cuidaba hasta podía repetir. Ahora me toca pensar todos los días en qué ponerme", dice.

Sandra hace parte del capítulo nacional del Mecanismo de Monitoreo y Verificación al Cese al Fuego (MMV). Diseñado en La Habana en enero de este año, el organismo pretendía, antes de la derrota del Sí en el plebiscito, acompañar y garantizar la estabilidad del proceso de dejación de armas por parte de las Farc. Ahora, sin día D a la vista, hace tareas logísticas como llevar comida a los campamentos, trasladar guerrilleros heridos y, por supuesto, velar para que las partes no entren de nuevo en combates.

Si el Estado resulta culpable, lo van a sancionar

Justo antes de comenzar la entrevista, Sandra organiza el movimiento de algunos guerrilleros que necesitan atención médica. Ella hace parte del área de operaciones, y debe coordinar este tipo de situaciones todos los días. Tuvo que prepararse durante meses —en La Habana primero y en Popayán después— en "metodologías de verificación, aspectos logísticos, de seguridad, de los procedimientos operativos para las Zonas Veredales Transitorias de Normalización y los Puntos Transitorios de Normalización, y temas de género". Eso dice un comunicado de las Farc publicado a finales de agosto, en el que cuentan cómo se capacitaron 80 guerrilleros para liderar el MMV.

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Ver a estos guerrilleros en acción es, en su acepción más literal, un experiencia extraordinaria. Luego de años de tomas de pueblos y destrucción de bases militares, este grupo de diez miembros de las Farc, liderado por Marcos Calarcá, trabaja desde hace dos meses custodiado por la Policía, compartiendo pasillos con ellos, en sus instalaciones. Pocos colombianos son conscientes hoy de este hecho: mientras el país continúa tratando de resolver el limbo político y jurídico en el que quedaron los acuerdos de paz, las Farc, un sector de la Fuerza Pública y la comunidad internacional no han dejado de trabajar un día para poner en marcha el mecanismo que les permitirá vigilar la eventual implementación del acuerdo.

En otras palabras, la paz ha continuado su marcha, aún con el acuerdo en el limbo.

Sandra trabaja codo a codo con el teniente coronel Ignacio Gerenas Salazar —su par en el componente del Gobierno— y Hélmer Hernández, un militar salvadoreño que hace parte de los 208 observadores internacionales que escogió la ONU para su misión en Colombia.

­—¿Les dijiste algo a los militares del MMV cuando supiste la noticia de los guerrilleros muertos?— le pregunto.

—Mmm… No.— me responde, y suelta una risa nerviosa.

Sandra tuvo ganas de hacerlo, pero no le salieron las palabras. No le salieron a pesar de tenerlos al lado, en un edificio en el que militares y guerrilleros se miran frente a frente, todos los días. La oficina del MMV está dividida en tres partes: en el primer piso está la delegación de las Farc —a la izquierda— y la del Gobierno, a la derecha. Arriba están las oficinas de los observadores internacionales y lo que todos llaman El Mecanismo, que no es más que una sala de reuniones donde discuten los temas importantes.

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Constantemente, comandantes de las Farc y coroneles de la Fuerza Pública se cruzan por los pasillos. "Al principio nos mirábamos de reojo, pero ya es normal", dice un guerrillero que también hace parte del MMV. Las oficinas de la guerrilla tienen casi todas las puertas abiertas, mientras que las del Gobierno están cerradas.

"Yo pude hablar con ellos, pero no quise", dice Matías Aldecoa mientras mira su computador de escritorio. Es el segundo guerrillero al mando en el MMV, y afirma que lo escogieron por su experiencia lidiando con militares. "Estuve dos años en La Habana haciendo parte de la Subcomisión Técnica del Fin del Conflicto, creo que hago bien esta tarea", señala.

Recuerda la "tristeza y la indignación" que sintió ese día, cuando prendió el televisor y vio a Humberto de la Calle aceptar que, en combates, habían muerto dos guerrilleros. Aldecoa recuerda la cara de preocupación de los hombres y mujeres del Gobierno, en la reunión que citó la ONU para hablar del tema —"ellos tampoco quieren que haya incidentes", cuenta— y la sorpresa de los observadores internacionales ante la noticia.

El MMV aún investiga cómo murieron los guerrilleros, si lo hicieron producto de un combate o fueron ultimados con tiros de gracia. Tiene la presión de saber que ese fue el primer hecho violatorio de cese —al menos así lo anunciaron muchos medios de comunicación—, lo que puede tener implicaciones en el futuro. "Si el Estado resulta culpable, lo van a sancionar", dice Matías. También sabe que, hasta que no arranque en forma la implementación de los acuerdos, el fin de la tregua bilateral está a un disparo de distancia.

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Mientras se acuerda de esos momentos entra a la oficina un hombre con acento argentino, le muestra un par de documentos y Matías los recibe.

—¿Es el reporte de hoy?—, pregunta.

—Sí— dice el observador y se va.

Matías le arroja una mirada de desconfianza al argentino y también a mí. Resulta evidente que aún falta mucha confianza por construir al interior del MMV, un reto que se hace más difícil y evidente cuando ocurren hechos como la muerte de los guerrilleros en Bolívar o el asesinato de líderes sociales en las zonas de influencia de las Farc. Matías está lejos de sentirse a gusto trabajando con los militares, sabe que estos hechos pueden seguir ocurriendo y que en el Mecanismo se construye una confianza estratégica. Nada más.

"Hablar no sirve para nada", concluye mientras vuelve su mirada al ordenador.

***

Quince días antes de la muerte de los guerrilleros en Bolívar, y a cientos de kilómetros de la oficina del MMV de Bogotá, Kevin se levantó de primero. Estaba de guardia en un campamento de las Farc en el norte de Cauca, hacía de oficial de servicio y entre sus funciones estaba hacer sonar el pito para que todos los guerrilleros pasaran a formar. No eran ni las cinco de la mañana y ya estaba despierto, tenía el camuflado intacto y unos guantes azules con la cara de Jacobo Arenas. Le dio un par de caladas al cigarrillo, agarró su fusil y se acomodó el brazalete que lleva en el brazo izquierdo: el que tiene los colores amarillo, azul y rojo, y en la mitad un mapa de Colombia con las letras "Farc-Ep" en el medio.

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Llegaron diez, quince, veinte, cuarenta, cincuenta guerrilleros. Hombres y mujeres recién bañados, con el fusil al hombro y voz de dormidos. Kevin le "entregó" el mando al encargado del campamento, un guajiro que durante años ha combatió en el Chocó, pero que hoy está encargado de ese campamento.

El comandante pasó revista, le pidió a Kevin el reporte de la noche anterior e informó las novedades del día. Era sábado, y la guerrillerada, como los miembros de las Farc se refieren a la tropa, debería estar lista para irse a estudiar. Todos los días —salvo el domingo— tienen jornadas de preparación política que van de las ocho de la mañana a las dos de la tarde. Cuando vuelven al campamento deben hacer las tareas que les deja el profesor.

Ven clases de pensamiento crítico, economía política y —por supuesto— de marxismo y leninismo. El campamento estaba lleno de frases como "el capitalismo enseña a no pensar e impone la creencia", que se intercalaban con imágenes de líderes guerrilleros fallecidos y arengas revolucionarias. A Kevin no le gusta mucho escribir, "eso es para las mujeres", dijo. Por eso prefería dictar las oraciones y hacer chistes. Es evidente que los compañeros lo quieren.

Ese día no hubo clase. Parece que había un evento especial y que debían ir "todas las mujeres y los hombres que estén en los equipos de deporte", según informó el encargado ante la mirada de Kevin. Por esos días, los guerrilleros pasaban el tiempo entre el estudio y los campeonatos de fútbol y voleibol. Rompieron filas y fueron a buscar sus uniformes, mientras los que se quedaron pensaban qué hacer de almuerzo.

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"Si esta vaina se jode, pues volvemos a la guerra", dijo Kevin mientras íbamos al evento. "Más de uno piensa como yo", concluyó. Es verdad, si bien esperan que la implementación llegue pronto, nadie en este lugar descarta la idea de retomar las armas. Los fusiles están en silencio, pero en medio de la incertidumbre un disparo puede volver a despertar la máquina de muertos que ha significado la guerra en Colombia.

Kevin lleva 17 años en la guerrilla, tiene 32. Alguna vez supo que tenía un hermano en el ELN y sabe que es probable que haya combatido contra él. En medio de una trocha llena de charcos y piedras, afirma que le gustaría trabajar en temas de desminado. "Dicen que pagan mil dólares por metro cuadrado", bromeó.

Luego relató historias de compañeros que murieron mientras construían minas, sabe de memoria cómo fabricar estos explosivos utilizando un gancho de ropa, un contacto y un pedazo de hilo. Dijo también que con una argolla, una batería y un estopín puede hacer volar a una persona. Recuerda el día en que un amigo suyo se mató mientras terminaba de fabricar una mina: "se le estalló en la cara", se lamentó.

Ni Kevin ni los guerrilleros que van al evento saben que hoy, sábado 12 de noviembre, 'Iván Márquez' estrechará en unas horas la mano de Humberto de la Calle en el Palacio de Convenciones de La Habana para ratificar que el nuevo acuerdo de paz —negociado durante las últimas semanas por el Gobierno y los líderes del No—.

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Se bajaron del camión en medio de bromas, todos llevaban la camiseta que usaron en un evento por la paz que realizaron hace poco. Los hombres ayudaron a las mujeres cargándoles el fusil mientras ellas, a las malas, se tiraron del remolque. Dentro del campamento está Walter, el comandante del Bloque Occidental, esperándolos.

"Hoy es un buen día", les dijo a algunos.

***

Mireya Andrade fue concejal de la Unión Patriótica en 1988. Es una de las pocas mujeres, de las pocas personas, que saben qué es hacer política sin armas en las Farc. Tiene 48 años, una sonrisa vigorosa y una voz pausada. Parece caleña pero nació en Miranda, Cauca, y lleva más de 27 años en la guerrilla.

—¿A usted le gustan las armas?—, le preguntó el comandante Samuel en 1989, cuando ella decidió ingresar a las Farc.

—No— respondió Mireya.

"Ese señor se puso muy bravo y me gritó, me dijo que entonces yo qué hacía en ese lugar", recuerda, sentada en la silla de un salón en Popayán.

Hace mucho tiempo no viste de camuflado, duró casi un año en La Habana como integrante de la Subcomisión de Género y la Subcomisión Técnica, y ahora es la encargada, junto a cinco compañeros más, de implementar el mandato del MMV en el occidente del país. Trabaja en Popayán, una de las ocho oficinas regionales del organismo, y dentro de sus funciones está poner en marcha las oficinas que monitorearán de cerca el proceso de pregrupamiento de sus compañeros de las Farc.

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Recuerda que el primer militar que tuvo frente a frente, fuera del campo de batalla, fue el general Javier Flórez, vocero del Gobierno en esa Subcomisión Técnica. Dice que la noche antes de la reunión, que iba a ser en un salón del Palacio de Convenciones de La Habana, ni ella ni sus compañeros sabían qué decirles. Sin embargo, de todos los miembros de la delegación, fue con Flórez con el que tuvo más empatía. "Desde el principio se mostró cálido. Siempre estuvo dispuesto a romper el hielo", afirma ante la mirada de sus colegas.

A fuerza de costumbre, se fue familiarizando con sus enemigos. Las primeras semanas fueron de análisis, no sólo de documentos sino de actitudes y comportamientos. Recuerda que apenas se saludaban y aunque los guerrilleros les daban la mano, los militares la estrechaban de mala gana. "Crear confianza en ese momento fue complicado. Pero el afán por terminar la guerra nos hizo sacar adelante la subcomisión", afirma.

Cuando llegó a Colombia, para liderar el MMV en el occidente de Colombia, Mireya tuvo su segunda prueba de trabajo con los militares. Esta vez no eran expertos coroneles y generales, sino miembros de la Unipep —una unidad de la Policía encargada de custodiar a los guerrilleros en el proceso de implementación de los acuerdos–. "Esos muchachos son muy buenos", dice. Ahora no se puede mover sin ellos.

Hace poco menos de un mes, cuando las Farc decidieron organizar una serie de Vigilias por la Paz en varios de sus frentes, Mireya y un par de comandantes del sexto Frente y de la columna móvil Gabriel Galvis llegaron a la vereda Monteredondo de Miranda, acompañados por efectivos de ese selecto grupo de policías, que ahora tiene como misión garantizarles la vida.

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De inmediato, los casi tres mil asistentes a la Vigilia guardaron silencio. Miraron hacia afuera al advertir la extraña presencia de camionetas de la Policía. Este sector de Miranda dejó de ser, hace mucho, una zona de control territorial de las autoridades. Aquí mandan las guardias campesinas e indígenas, y los procesos de autonomía están muy adelantados.

"Tengo que reconocer el valor de esos policías. Ya les habían dicho, metros antes, que no podían subir y ellos dijeron que se devolvían. Fuimos nosotros los que les dijimos que nos acompañaran hasta el lugar", dice Mireya. Así fue como una veintena de efectivos entró a la Vigilia, desafió con su presencia a los asistentes y posó para las fotos cuando entendieron que venían en son de paz, a proteger a los comandantes de la guerrilla.

Mireya recuerda, también, las palabras de varios de los oficiales de la Unipep luego de la derrota del Sí en el plebiscito. "Uno de ellos se me acercó y me dijo que confiara en él, en ellos. Que ellos también estaban empeñados en que esto saliera adelante", afirma. Ella y los compañeros que la miran hablar sienten ahora, luego de meses de trabajo, que la confianza en el adversario es tan fundamental como la certeza en su organización.

A pesar de que viaja en camionetas de la Policía custodiadas por militares, y hasta ha dormido en cuarteles, no se siente en manos del enemigo. "Es el proceso necesario para construir la paz", dice mientras mira a Francisco, otro de los miembros del Mecanismo.

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En el momento de la entrevista con ¡Pacifista!, la mesa de La Habana vivía la última gran crisis: a Colombia llegaban rumores de que las Farc se habían parado de la mesa porque no estaban "dispuestas a ceder más". Por eso Mireya esquiva las preguntas sobre el futuro, casi no habla de cómo funciona el MMV y hurga entre la mirada de sus compañeros a ver si están de acuerdo con lo que ella dice. Parece que ninguno está para hablar de confianza en estos momentos.

***

—¿Vas a ir al evento de mañana?— le pregunto a Sandra.

—Claro —me dice— pero, como raro, no sé qué ponerme—.

Matías también irá a la ceremonia. Será en el Teatro Colón de Bogotá, jueves 24 a las 11 de la mañana. Estarán Timochenko y Juan Manuel Santos, Humberto de la Calle e Iván Márquez, Pablo Catatumbo y Sergio Jaramillo. Firmarán el nuevo documento, el de 310 páginas, ante la mirada de unos 800 invitados.

El presidente hablará del día D y se emocionará exclamando que 150 días después del inicio de la implementación, las Farc no tendrán una sola arma. El líder de la guerrilla dirá, por su parte, que quiere un gobierno de transición, saludará a Donald Trump y criticará al alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa por desalojar con policía, a las 3 de la mañana de un sábado, el Campamento por la Paz de la Plaza de Bolívar.

Sandra estará sentada en la última silla de la delegación de paz de las Farc, justo al lado de Marcos Calarcá, vocero de la guerrilla en el MMV. Matías los acompañará, seguramente con las mismas certezas que me ha confesado un día atrás: "a la hora de una decisión crucial, cada uno va a tirar para su lado. Ellos y nosotros —militares y guerrilleros— defendemos intereses distintos, y eso se va a notar".

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Mireya estará, mientras tanto, en una vereda del norte del Cauca trabajando en la instalación de las oficinas del MMV en los puntos de pregrupamiento de las Farc. En medio de reuniones, conocerá los discursos y las reacciones. Seguirá preocupada por los asesinatos de líderes y se enterará que esa misma noche, la del día de la firma, están siguiendo y amenazando a voceros de la Guardia Campesina en Miranda, su tierra natal.

Leerá reportes de prensa y seguirá constatando, como todos los guerrilleros que hacen parte del MMV, que trabajar con el Estado es someterse a la burocracia de los papeles y los trámites. Dirá que esto no avanza tan rápido como ella esperaba, pero sabrá que de ahora en adelante viene la parte más pesada.

En el campamento del norte del Cauca, donde ese sábado jugaron fútbol y voleibol toda la tarde, Walter seguirá desconfiando de las intenciones de paz del Estado, pues no en vano, dice, lleva 36 años en la guerra. La sonrisa de dientes blancos y grandes no se le moverá de la cara, porque este campesino parece tranquilo. A pesar de todo.

Kevin empezará, como hizo en el campamento, a hacer preguntas sobre el futuro de los acuerdos. Indagará sobre qué es el fast track, cuándo exactamente entrará en vigor la Ley de Amnistía y en qué momento tendrá que recoger su morral para trasladarse a la zona veredal. Sabrá, o probablemente no, que el lugar donde está parado es uno de los 25 puntos de preagrupamiento de su guerrilla, por eso no deberá moverse.

Tendrá dudas, como todos, de cómo van a ser esos seis meses de dejación de armas. Querrá saber qué los van a poner a hacer en ese tiempo y cuándo podrá volver a ver a su familia, que ahora le hace visitas periódicas en el campamento.

La incertidumbre seguirá presente, y latirá tan fuerte como la noche del 2 de octubre, cuando ganó el No a los acuerdos. Por unos días más, mientras el Congreso decide darle vida al texto pactado en La Habana, la zozobra inundará la oficina de Sandra, de Matías y de Milena ante la posibilidad de otro líder asesinado, de otro guerrillero muerto en situaciones confusas, de otro panfleto amenazante.

También llenará la cabeza de Kevin y de Walter, quienes esperan órdenes de sus superiores para caminar hacia la dejación de armas. "Tengo las mismas preguntas que hace 30 años, esta ha sido una historia de traiciones", dirá Walter sentado en una silla tomando tinto. "Sin embargo, le hemos metido el corazón a este proceso de paz".

Este artículo hace parte de la #CaravanaPacifista.

Este artículo fue publicado originalmente en ¡PACIFISTA!, nuestra plataforma para la generación de paz.