Así es crecer siendo hija de un espía en España

Datos necesarios para entender este artículo:

1. Mi padre es espía.

Iba a poner una lista más larga pero, vaya, que no.

No ha sido fácil llegar a la treintena siendo hija de un padre espía. ¿Habéis visto a Robert de Niro en 'Los Padres de ella'? El asunto del espionaje es complejo (sobrellevar la filiación con un espía, digo) y hace que tu mente viaje sola. A veces me imagino en casa de mis padres descubriendo alguna palanca oculta entre la enciclopedia Larousse (toda casa de más de 20 años debe tener una) y la foto de mi graduación (debidamente enmarcada en plata). De golpe la estantería se abre y puedo entrar a un cuarto secreto con frascos de colores que echan humo y bolis arma. Sobre todo con bolis arma, por favor.

En el cole tenía que decir que era "funcionario"

Durante los noventa, bueno, y a finales de los ochenta (no pregunten la edad a una mujer, aunque sea feminista y tal) teníamos que rellenar fichas en el cole. Nombre/Apellidos/Nombre de los padres/Profesión. Para mí era toda una hazaña. Mi padre me decía que pusiera "funcionario" y yo, que nunca recordaba aquella palabra indescifrable, me debatía entre poner "sus labores" o una cruz a lápiz, que es lo que pones en los colegios de monjas si eres huérfano ¡NUNCA CON BOLI! Por eso de la resurrección, supongo, porque el tema me parece bastante definitivo ¿no?. Si hacía esa cruz a lápiz me miraban con condescendencia y punto (qué fácil lo tenían esos huérfanos). El caso es que, hiciera lo que hiciera, parecía una niña un poco limitada (y rara, para qué negarlo, parecía podidamente rara) a la que sus padres intentaban insertar en la sociedad. Malditas fichas, así os lo digo.

Recuerdo que durante unos años mi padre empezó a decir que estaba preocupado por sus sueños, tal cual. "Estoy preocupado porque últimamente tengo sueños muy realistas, tengo miedo de haceros daño". A mi todo aquello me sonaba extrañísimo porque mi padre es un buen tipo, un tipo serio, así que decidí investigar un poco. Un día me colé en la habitación de mis padres para vigilar aquel supuesto comportamiento temerario. En ese momento (os lo juro) mi padre se giró sobre sí mismo y dijo, totalmente dormido, "el microfilm…" (los puntos suspensivos los pongo por el silencio dramático posterior). Podría dibujar mi cara de asombro, aterida y agarrada al pomo de la puerta, mientras él roncaba sobre su costado izquierdo indiferente a su revelación.

Otra vez, cuando yo tenía once años, volvió de trabajar muy nervioso. Me llevó al salón de la mano y me dijo, "hoy en casa hay un arma, bajo ningún concepto entres en nuestro cuarto". Yo lo recuerdo como chillando y muy serio ¡NO ENTRES, HAY ACCIDENTES CON ESTOS TRASTOS, PUEDES MORIR! Estuve con miedo toda la tarde y como no me atrevía a salir del salón, tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no mearme encima. Igual lo hice, no sé, la verdad es que fue una tarde terrible. Y así transcurrió mi infancia.

Mientras otros padres jugaban a baloncesto o iban a patinar con sus hijos, el mío me daba clases de orientación en el campo. Llevaba brújulas, mapas y kits de supervivencia con comida en píldoras y tubos que sabían a rayos. Una vez nos perdimos mientras seguíamos el rastro de heces de un jabalí, que eran "recientes". No sé qué demonios tiene de interesante seguir mierda, pero supuestamente te puede salvar la vida en caso de accidente nuclear. Qué divertido volver de madrugada al campamento base (porque la tienda de campaña siempre era el campamento base) y ver a mi madre con un cabreo de esos de madre en los que es mejor escaparse y dejar a los adultos discutir tranquilamente. Tras aquel incidente, dejamos de hacer excursiones a la montaña y pasamos a charlas en casa. Cada mes me daba una conferencia sobre seguridad, las Naciones Unidas o la OTAN. Temas la mar de interesantes para una niña. Las más divertidas tenían transparencias y power-point.

Lo cierto es que nunca le di mucha importancia a todo esto, al hecho de tener un padre espía me refiero, y eso que viví momentos muy intensos. En una de nuestras múltiples casas (no he vivido más de dos años en ningún sitio), teníamos el teléfono en mi cuarto. Una noche llamaron y lo cogí medio dormida, supongamos que era ya adolescente.

-¿Está el señor S?

No me dio tiempo a contestar, mi padre entró corriendo en mi cuarto y cogió el auricular. Estuvo como dos minutos con el cacharro gris en la oreja, contestó afirmativamente tres veces y colgó con un "Gracias, mañana lo haré".

Por supuesto, no me dio ni la más mínima explicación, salió de mi habitación y cerró la puerta. Pero como me había despejado, me escapé de la cama y le seguí hasta su cuarto (mejor dicho, hasta la puerta). Pegué la oreja todo lo que me permitía la anatomía y oí "Tendré que mirar el coche, puede que tenga una bomba, estoy en la lista". NOCHE EN VELA.

Pues bien, ahora mi padre está en el extranjero, no puedo decir dónde. Mi madre, que en esta historia es el personaje ausente, se ha mudado con él. Durante un par meses, antes de irse a esa especie de Erasmus suyo, hacían pruebas en casa utilizando Skype a modo de walkie-talkies despertándome los domingos a las siete de la mañana, para que les contara si "se oía bien". Ser una mujer adulta y tener a tus padres de aventuras por el mundo es un tema, pero no saber qué diantres hacen ya le da un toque a orfandad (cruz a lápiz). Cada vez que le llamo por teléfono y le pregunto, me dice "ya sabes que no puedo hablar por aquí" y cuelga. Yo pienso que está vestido de neopreno y suspendido de un cable en una sala del centro del CNI, probando algún dispositivo muy pequeño con asuntos supersecretos dentro. Hace sólo un par de semanas me llamó desde un número oculto para preguntarme la dirección de mi casa y mi trabajo, "me lo piden" fue su colofón explicativo.

No sé, tener un padre espía es complicado casi siempre, pero al menos sé que los microondas inteligentes son Satán. Los hay con acceso a Internet y pueden captar mucha información. Mi padre los odia.