Instrucciones para caminar en San Salvador
Ilustración por Clementina León, basada en foto de EPA. 

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Instrucciones para caminar en San Salvador

En la capital de El Salvador existen dos mapas: el administrativo y el que definen las pandillas a través del asesinato y la extorsión. Sus habitantes aprenden reglas y códigos para sobrevivir mientras cruzan decenas de fronteras invisibles cada día.

Capital Criminal es un viaje por siete ciudades de los siete países más violentos de América Latina. Brasil, Venezuela, Colombia, Honduras, El Salvador, Guatemala y México concentran un 34 por ciento de los asesinatos que se cometen en todo el mundo. Esta serie no es otro ranking sobre tasas de homicidios. Es una investigación del proyecto En Malos Pasos de Dromómanos e Instinto de Vida con VICE News para entender por qué y cómo se mata en nuestras calles.

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Cuarta parada: San Salvador (El Salvador).

Territorio : espacio físico dominado por un grupo social.

Frontera: zona territorial de tránsito entre dos culturas.

Las distancias en El Salvador, el país más pequeño de América Latina, son relativas: desde su capital bastan poco más de dos horas para llegar a otro país, pero cruzar una calle puede ser una cuestión de vida o muerte. Los sansalvadoreños necesitan aprender dos mapas para moverse por su ciudad, el oficial y el que han marcado las tres principales pandillas: La Mara Salvatrucha (MS-13), el Barrio 18 Revolucionarios y el Barrio 18 Sureños.

Las autoridades han tapado con pintura decenas de los graffitis con los que las maras marcan su territorio, pero los habitantes guardan en su memoria la calle, el parque o el local donde se juega lotería que separa el mundo de unos y de otros. Es la diferencia entre transitar colonias o cruzar fronteras invisibles de una guerra que enfrenta a menos del 1 por ciento de la población (unos 60.000 pandilleros de 6.5 millones de habitantes) y que además de convertir a El Salvador en el país más violento de América Latina, ha cambiado el lenguaje, la manera de vestirse, los negocios, las relaciones familiares, la religión, la geografía y hasta el amor.

Por eso Ricardo Langlois, un joven abogado, elige el asiento del bus pegado al pasillo porque en la ventana hay más posibilidades de que lo asalten y Carmen Martínez, una entrenadora de fútbol, siempre lleva un celular barato y guarda el bueno en casa. Cada día la periodista y activista Tatiana Alemán, duda si agarrar el DUI, la identificación oficial que dice que es Tatiana Alemán y vive en Altavista, una comunidad en el área metropolitana controlada por el Barrio 18. Si la paran en un territorio de la MS-13, la pandilla rival, le pueden pedir el DUI y tendrá problemas; si no lo lleva y la detiene la policía, la pueden arrestar. Cuando Will Preza, un ex pandillero de la MS, va a su negocio en el centro de la ciudad parece que tiene un GPS integrado en la cabeza. “Nunca es peligroso… si uno sabe dónde está”. Kriscia Landos, cantante de un grupo de rock, compró una moto para evitar el bus y siempre tapa sus tatuajes cuando visita a su padre, que vive en un territorio de la 18 o a su madre, en una colonia de la MS-13. Cada uno tiene un gimnasio. Su padre paga renta (extorsión), su madre no paga porque conoce al palabrero (el jefe de la pandilla en su barrio) desde que era un niño.

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San Salvador es una ciudad de reglas y códigos para la supervivencia. Muchos evitan decir el nombre de las pandillas y se refieren a Números cuando hablan de la 18 y a Letras para hablar de la MS-13. La regla principal está pintada aún en muchas paredes: “Ver, Oír, Callar” y para un civil quitar esa advertencia, incluso en la fachada de su casa, es una sentencia de muerte. Policías y militares patrullan encapuchados por la ciudad para evitar que los reconozcan. Tigo, la compañía más grande de telefonía celular, cable e internet, no presta servicio en algunas zonas rojas. Los jóvenes tienen claro qué está prohibido para vestir: Nike Cortez, Adidas Concha, pantalones Dickies o Ben Davis, gorras y camisetas de Los Ángeles o colores como el blanco, el amarillo y el rojo. Hay una serie de mitos sobre los orígenes y sobre lo prohibido. La mayoría de las personas no sabe qué pandilla usa qué, pero tiene claro que es mejor evitar estas prendas.


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Todos los comercios tienen un vigilante armado. Algunas empresas utilizan el polígrafo para contratar; otras se arman con pequeños ejércitos privados. A un empresario de Soyapango, algunos empleados le renuncian para cobrar la indemnización y rendir cuentas a la pandilla y no sabe por qué aún no lo han extorsionado. Dice que su ciudad, la de los ricos, es también cada día más pequeña. Cada año, cientos de familias amenazadas se desplazan internamente por todo el país —solo la organización Cristosal ha atendido a 1.200 personas en los últimos dos años— pero normalmente, cambian de un barrio dominado por una pandilla a otro dominado por la misma pandilla. Cuando encuentra un cadáver, Israel Ticas, un criminalista forense que ha visto más de 500 cuerpos, sabe si lo mató un grupo u otro por el lugar donde lo dejaron. Acude a las fosas armado y a veces el Ejército tiene que auxiliarlo, porque la territorialidad de la pandilla llega más allá de la muerte.

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La violencia y la movilidad han estado ligadas íntimamente para los salvadoreños, al menos desde que en los años 80, en plena Guerra Civil, huyeron en masa, sobre todo hacia Estados Unidos. Un cuarto de siglo después del final de la Guerra, unos dos millones y medio de salvadoreños viven en el extranjero. Los que siguen en el país sufren hoy otro conflicto. “Yo creo que hay una guerra social más mortal hasta cierto punto que la Guerra Civil, porque antes eran dos ejércitos, ahora no se sabe dónde está el enemigo. Están las pandillas y la policía y el Estado, pero falta mucha información. Las políticas de mano dura lo que han hecho es fortalecer a las pandillas”, dice Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.

En El Salvador, según la Fiscalía, existen cinco pandillas: La Mara Salvatrucha, que recientemente tuvo una escisión conocida como 503, el Barrio 18, dividido en Revolucionarios y Sureños y otras tres mucho más pequeñas dedicadas principalmente a la venta de drogas y robo de autopartes: Mao Mao, La Máquina y La Mirada Locos. Varios expertos consultados, sin embargo, consideran que existen cuatro pandillas, tres grandes —La MS-13, Barrio 18 Sureños. Barrio 18 Revolucionarios— y una más pequeña: la Mirada Locos. Consideran que la 503 es una escisión inflada por el gobierno para dividir a la Mara Salvatrucha y que tanto la Mao Mao como La Máquina son sólo bandas delictivas, desprovistas de la identidad de las maras. Cada pandilla se divide en clicas, su unidad mínima. De las 629 que hay en el país, más de un tercio se concentran en la capital, cuya tasa de homicidio es de las más altas mundo: 100 por cada 100.000 habitantes. San Salvador es el principal escenario de una guerra entre estos grupos que sobreviven principalmente de la extorsión. El territorio no es sólo el lugar en el que están, es su medio de supervivencia. Las fronteras no son un lugar de paso, sino un lugar prohibido. Por eso además de aprender a cruzar la calle, los salvadoreños tienen que aprender qué calle cruzan.

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Ver, Oír, Callar. El nombre de aquellos que han violado la regla aparecerá en cursiva para proteger su seguridad.

Amor que no cruza fronteras

Acaban de cumplir su primer aniversario.

Él creció en el centro de San Salvador, entre bares, restaurantes y un prostíbulo en la casa vecina. Ella en la tercera casa que se construyó en una colonia camino al aeropuerto, rodeada de mata. Él, aunque recuerda la algarabía de su infancia, nació durante la Guerra Civil de El Salvador. Ella, después de los Acuerdos de Paz de 1992 y recuerda, sobre todo, tranquilidad.

En el centro de la capital pequeñas bandas de barrio se peleaban por un partido de fútbol, por pertenecer a cierta escuela. Por aquellos años, él, Carlos, se reencontró con dos amigos de la infancia, deportados de Estados Unidos: jóvenes que como miles más habían huido de la guerra y volvían como miembros de la Mara Salvatrucha. Vestían ropas holgadas, hablaban inglés y escuchaban la música de moda en Los Ángeles. Caminaba con ellos. A veces fumaba marihuana. Otras, robaba una botella de licor en el supermercado. Le gustaba dibujar diseños de la MS-13 en el cuaderno del instituto. Pero la fascinación juvenil se fue desvaneciendo con la violencia.

Primero mataron a su tío, un líder de la comunidad que siempre andaba armado y había contenido a los impetuosos jóvenes que querían ocupar su lugar como autoridad del barrio. Después, una noche en la que bebía con tres amigos y un cabecilla de la CLS (Centrales Locos Salvatruchos), una de las clicas de la MS-13 que todavía hoy controlan el centro, cinco chicos de la Colonia Ferrocarril, un barrio vecino, pertenecientes a una pandilla rival, mataron al líder. Él se salvó porque minutos antes fue a buscar un DVD.

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A medida que Ana crecía, se construían más casas y llegaba gente nueva a la comunidad, que fue extendiéndose a las dos orillas de una quebrada. En su lado se estableció la Mara Salvatrucha, en el otro, el Barrio 18. La tranquilidad de su infancia se acabó. La quebrada, además de una división geográfica, se convirtió en un territorio en disputa en el que los tiroteos son un sonido ambiente cotidiano. Un día, Ana cruzaba una calle en la que el año anterior había habido una gran balacera entre pandilleros cuando recibió una videollamada de Carlos. Ana le enseñó por el celular con naturalidad el lugar en el que había crecido.

“Me puse muy nervioso, me da miedo. Vivo con la paranoia del centro y pienso que un bicho (joven) va a hacer algo”, dice Carlos, que nunca ha entrado a la colonia de Ana porque tendría que pedir permiso. “Requeriría una llamada, que me investiguen, pedir un favor. Yo los saludo, pero busco la manera de no deberles nada”.

Aquel barrio bullicioso de la infancia de Carlos y la tranquila comunidad de Ana, dicen, se han convertido en colonias privadas, pero en vez de que las proteja un caro sistema de seguridad, la privacidad la ha impuesto la pandilla. Para evitar cruzar fronteras, el año pasado Ana se fue a vivir con Carlos al centro cuando llevaban dos meses de novios.

Nos encontramos con ellos un mediodía de noviembre los dos están en la casa familiar, situada en un pequeño callejón a pocas calles del Mercado Central. Carlos dice que su familia es la única de las de antes que queda: “El 99.99 por ciento de las personas de mi vecindario se fueron, la gente que quedó son pandilleros o colaboradores”. Enfrente hay una vecindad atestada de gente. La casa vecina que había sido un prostíbulo es ahora una casa de seguridad de la MS-13. A la derecha, a la izquierda, arriba y abajo, el territorio pertenece al Barrio 18. A los pocos pasos de salir de casa, Carlos cruza la primera frontera invisible. Calcula que cada día cruza unas diez. “Hay poca gente que tenga esa libertad, pero yo crecí aquí y me conocen desde pequeño”. Su infancia le permite ir a vender a colonias donde ve a chicos de 10 años, que apenas levantan dos palmos del suelo, armados con 9mm. Eso sí, “hace dos años que no voy a ningún lugar donde no me conozcan”.

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Carlos y Ana (casi siempre acompañada por él) se dedican a vender ropa y zapatos, por eso, como miles de salvadoreños, tienen que cruzar fronteras para sobrevivir. La gente dice `no se puede ir al centro porque es peligroso’, pero el centro está lleno cada día. Hay muchos puestos y poco espacio para caminar. Hay señores de piel curtida, señoras de ropas amplias y jóvenes que empiezan a trabajar mucho antes de la edad legal. Hay animales muertos y vivos. Olores intensos. Un grupo de militares camina entre puestos de ropa. Un hombre lee Mi Chero, un periódico de nota roja que titula: “Recibidos a balazos”, que pone la foto de un joven muerto sin camisa.

Detrás de esa superficie caótica hay control, extorsión, desaparecidos y muertos. Los miembros de la pandilla no son sólo hombres cubiertos de tinta, hace años que muchos se dejaron de tatuar para camuflarse entre los civiles. Y la pandilla no son sólo sus miembros, sino también su base social, sus colaboradores. “La red de inteligencia de las pandillas es mucho mayor que la de la policía”, explica Rodolfo Cardenal.

Carlos y Ana cruzan, pero han aprendido a cruzar. Él, que fue rockero y skater, dejó las ropas ostentosas. Ella nunca se pone su mejor calzado y aunque durante mucho tiempo se quiso tatuar, ha desistido. Dicen que no pagan extorsión, pero de vez en cuando, él regala alguna prenda. Aunque los Nike Cortez no están en su catálogo, los consigue por encargo. Cuando camina, como este mediodía, lo hace “tranquilo porque no debo nada”. Carlos y Ana llegan a un pasaje, al lado de la Basílica del Sagrado Corazón, uno de los templos emblemáticos de la ciudad. “Ay Dios antes era una libertad total. Los amigos vivíamos en colonias cercanas, había fiestas y carnavales, ahora ya nada existe, cada colonia es un mundo”. En la entrada del pasaje, donde casi todos los negocios están cerrados, un chico apoyado contra la pared saca su celular y nos graba sin disimulo.

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Los siempre sospechosos

El 10 de enero de 2017, Daniel Alemán se convirtió en un supuesto pandillero mientras jugaba al fútbol. Tenía 21 años y quería ser bartender. Vivía con su madre y hermanas en Altavista, una zona marginada y superpoblada del municipio de Ilopango, dominada por el Barrio 18. Su madre le había pedido que trabajara con ella en su panadería y renunciara a su anterior puesto en un bar, en una colonia de la pandilla rival, porque a un compañero ya lo habían asesinado. Cuando lo intentaron reclutar más joven, su mamá le pidió a los pandilleros con los que había crecido que lo dejaran tranquilo. Aunque la policía lo había detenido unas diez veces en busca de información, Daniel Alemán, afirma su familia, nunca se metió en problemas. Pero aquel día, la policía lo arrestó y lo acusó de posesión de drogas. Sus 22 años los cumplió en la cárcel.

Días después de su detención, la cara de labios gruesos, ojos achinados y cejas marcadas de Daniel Alemán estaba en cientos de carteles en San Salvador con la frase “Los siempre sospechosos de todo”. Tatiana Alemán, una de sus hermanas, había fundado ese movimiento junto con otras personas para denunciar que los jóvenes pobres, que viven en barrios dominados por las pandillas, sufren la persecución y el abuso policial. “A los jóvenes nos sitian las pandillas y también la policía. Los policías torturan, aplican choques eléctricos. A mi hermano lo consideran inmediatamente pandillero por ser joven”, dice Tatiana Alemán, 27 años, de voz muy aguda, que nombró al movimiento así por un poema de Roque Dalton, el poeta salvadoreño más célebre, asesinado durante la Guerra Civil por sus propios compañeros de armas.

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A su hermano, dice, le sembraron una libra de marihuana, lo acusaron de tenencia de drogas. El cargo fue retirado por falta de pruebas y los policías que lo acusaron son actualmente investigados por privación de la libertad y robo. Meses después, un testigo denunció que fue extorsionado por Daniel Alemán. A la espera del juicio por este segundo cargo, él pasa sus días como bibliotecario en el penal de Mariona.

Tatiana Alemán cuenta que las pandillas siempre han estado en Altavista. Ella y sus hermanos crecieron con los jóvenes que después se incorporaron a una o a otra. “No te metés con ellos, vos hacés tu vida. Ver, oír y callar básicamente”. Con el tiempo, las fronteras se marcaron más. Las reglas se endurecieron y la policía comenzó a acosar a los jóvenes. “Lo que uno tiene que hacer es no cruzarse con uno ni con otro porque ya te fregaste”, dice en un centro comercial en una zona neutral de la ciudad.

En El Salvador, la principal causa de muerte entre jóvenes son los homicidios, según el último informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, en marzo de 2016. Pero más allá del asesinato, en una ciudad donde la mayoría de las calles pertenece a Números o a Letras, un joven no tiene libertad para ser joven. A veces tiene que esconder su nombre, cambiar su forma de vestir, ser lo más gris posible para no llamar la atención. “Debes aprender todos esos códigos si querés vivir en paz, en aparente paz”, dice Tatiana Alemán.

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En otro lado de la ciudad, Juan llega a un Mr. Donut enfrente de su universidad con una camisa de cuello y manga larga. Hace más de 30 grados, pero está acostumbrado a taparse todo el cuerpo para que sus tatuajes no le causen problemas. Juan tiene 31 años y es de esos jóvenes que resumen la vida de muchos pandilleros: era pobre, migró a Estados Unidos hace más de una década y ahí se unió a la pandilla para no estar solo, para defenderse de otros grupos, hasta que lo deportaron en 2011. Pero tiene una particularidad: estudia diseño y logró salir de la MS-13 cuando tenía 25 años.

La segunda vez que nos vimos fuimos en moto desde el centro de la ciudad hasta su colonia, en Soyapango, un territorio de la misma pandilla donde vive con su novia en una pequeña casa de unos 20 metros cuadrados por la que paga 50 dólares al mes. Recuerda que cuando se fue a Estados Unidos en 2005, se podría entrar a otras colonias, pero cuando volvió seis años más tarde, era imposible. “Ya se había marcado muy bien la diferencia entre una calle y otra, las fronteras. Entonces entrar a otro territorio donde ya sabías que era una pandilla contraria, era arriesgar tu vida”, dice Juan, que esconde debajo de su ropa una gran MS en el pecho . En sus brazos hay una Estatua de la Libertad y un ancla. También tiene en el cuerpo un barco pirata, el nombre de un hommie que murió y algunas palabras como “Respect, Courage, Loyalty”. Lo que, dice, encontró en Maryland cuando empezó a caminar con la pandilla.

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Mientras íbamos a su casa señalaba cada calle por la que no podía pasar. A veces la frontera era un parque, un puente, una pared con un graffiti manchado de blanco. Cuando llegó a San Salvador, tuvo que preguntar a sus amigos de quién era cada calle para no equivocarse. “En este camino la mayor parte es Números. Hay dos partes de Mao Mao y dos de Letras. Si alguien me detiene en una de esas me matan aunque ya esté calmado (fuera del crimen)”, dice. En su colonia hay postes —vigilantes— en cada esquina, donde son comunes los operativos violentos de la policía. Es territorio de tres clicas de la MS-13. Si uno busca en internet información de este lugar, encuentra fotos de pandilleros detenidos sin camisa, policías encapuchados tocando puertas, graffitis gigantes y noticias rojas de sucesos como la de una mujer estrangulada el año pasado, cuyo cuerpo fue tirado desde un bus.

Cuando acabó La Tregua en 2014 , un acuerdo entre ambas pandillas con intervención del gobierno para reducir los homicidios (entre 2012 y 2014, los homicidios pasaron de 15 diarios a 4), la policía comenzó una guerra sucia contra las maras, dice Juan. Es común que lo detengan en la calle y le levanten la camisa. Aunque ya no sea pandillero, sus tatuajes lo delatan. Dice que lo han golpeado y amenazado. “Me decían: ‘Si yo quiero te subo ahorita a la patrulla y te llevo a un cañaveral y te desaparezco’”. En alguna ocasión le intentaron plantar una bolsa de marihuana si no revelaba información de la clica que domina su barrio. “Si ellos traen droga y dicen que es tuya no hay nada que puedas hacer”. También pasa con los asesinatos. “Llegan a una escena y ellos dicen que hubo enfrentamiento y a veces los muertos ni siquiera son pandilleros. Pero ellos los matan y les ponen un arma y hacen como si lo fueran”.

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Juan dejó la pandilla cuando regresó a El Salvador. Calcula que ha perdido a unos 50 amigos, ya sea por la cárcel o porque los mataron. Dice que si siguiera activo probablemente estaría preso. Habló con los líderes de su clica en el departamento de San Miguel, donde llegó inicialmente, se acercó a la iglesia y empezó a cambiar su forma de hablar y de vestir. Los otros hommies lo veían como un cobarde. Pero lo dejaron salir, algo inusual en un joven pandillero, porque otros integrantes de la pandila apoyaron su decisión. Empezó la universidad. Pero aunque está fuera, la vida tiene algo de parecido con estar dentro. Está atrapado entre el camino de la universidad a la casa. Pasa gran parte del tiempo encerrado y cuidando siempre dónde pisa. “Cuando estás lejos de la pandilla y estás manchado (tatuado) es como andar con un letrero de que te pueden matar y eso me margina”.

Gatos y ratones

En la camioneta hay dos policías dentro y otros cuatro fuera. Todos encapuchados con los fusiles en mano. Recorreremos varias colonias de Soyapango en busca de pandilleros. Lugares violentos que ya son clásicos en San Salvador: Cima de San Bartolo, La Cumbre, Las Margaritas, La Campanera. Pasamos por territorio de Números y Letras. Pero cada vez que los jóvenes ven a la policía se echan a correr. “Ahora con las nuevas leyes no tenemos que esperar a que ellos saquen el arma. Prácticamente no se enfrentan. Ahora huyen. Antes de que llegue la patrulla ya están muy lejos”, dice el agente Rodríguez, de 41 años, que lleva más de la mitad de su vida en la Policía Nacional Civil. Es una especie de cacería sin presas a las que cazar.

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Pasamos por calles con dueños que se anuncian en las paredes. Hay graffitis gigantes, elaborados, obras de arte urbanas llenas de tumbas que narran su cronología. Están fechadas desde los 90 hasta el año pasado. Algunos muestran el 18 en números romanos o 666 para representar el mismo número. Otros expresan lo que es la vida en la pandilla como un mural con un homeboy con cara triste y otro con cara feliz donde debajo se lee: “Good times, bad times”. Rodríguez cuenta que las fronteras invisibles se hicieron más visibles después de La Tregua, pero el agente, conocido entre sus compañeros como El Indio, asegura que la policía puede entrar a donde quiera.

Hasta que se rompió La Tregua, explica la Fiscal antipandillas Guadalupe Quintana, la mayoría de los asesinatos estaban relacionados con las maras, pero ahora es muy difícil de categorizar quién es el responsable de las 11 personas que fueron asesinadas al día el año pasado (60 por cada 100.000 habitantes en el país). “Ahora no son sólo las pandillas, también está la policía y los grupos de exterminio”, reconoció la Fiscal, que ha investigado varios casos en los que los agentes son responsables de masacres. De hecho, su trabajo es investigar sólo casos en los que se haya asesinado al menos a tres personas.


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Cuando llegamos a Las Delicias, una comunidad de calles semi pavimentadas y casas abandonadas, la policía detiene a seis jóvenes. Los ponen en una fila frente a un graffiti en el que se lee “Ver, Oír, Callar. Putos”, mientras verifican si están fichados por algún delito previo. En la calle cuelgan luces de Navidad, aunque todavía falta un mes para las fiestas. Una mujer llega a identificar a dos de sus sobrinos. Ninguno tiene antecedentes. Los dejan ir. Cada vez que llegamos a una colonia diferente, los jóvenes corren. Los policías intentan atrapar a alguno, pero siempre se escurren entre callejones oscuros o entre la mata. Desaparecen. Rodríguez se encuentra con un niño cuando su madre llega corriendo. Le dice que no esté en la calle y la madre le pega con una cuerda. Rodríguez, un hombre de rasgos prominentes y piel morena, cuenta que su hijo no puede estudiar porque él es policía. “Si estudia lo matan. En este país ser policía es….”, comenta el agente que lleva dos años y medio en Soyapango y antes estaba en la Unidad Antipandillas. Él y sus compañeros ganan unos 420 dólares netos al mes.

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Los policías cuentan que tienen las mismas limitaciones que los jóvenes en otras colonias. No se pueden subir a un bus, no pueden llegar a casa uniformados, no pueden llevar su identificación en ciertos barrios cuando están fuera de servicio. Dicen que los abusos policiales, los escuadrones de la muerte, son casos aislados en la corporación, pero prefieren evitar el tema. Insisten que quien mata en El Salvador es la pandilla. “Antes eran pandilleros contra pandilleros. Ahora hay homicidios de pandilleros contra gente inocente”, cuentan los oficiales mientras recorremos La Campanera, una zona mítica del Barrio 18. Los demás coches entran con las luces apagadas y la luz interior encendida para que los puedan identificar.

Hasta hace unos años, Rodríguez vivía en una zona de la MS-13, pero sus vecinos no sabían que era policía. Les decía que era repartidor de agua. Hasta que se enteraron. Un día su hijo bajó a la tienda y escuchó de casualidad que iban a matar a su padre. Había unos 12 pandilleros reunidos. “Tenemos que irnos. A las seis nos van a ir a matar”, le dijo su hijo por teléfono. Ese mismo día se fueron y no regresaron. Ahora Rodríguez vive en una colonia similar. También de la 13. En una situación exactamente igual a la de antes.

Mientras cuenta su historia pasamos por un muro lleno de tumbas pintadas, con dos 18 desde el suelo hasta el techo, que dice: “En memoria de mis homboys”. En este cementerio en la pared hay nombres como Pulga, Baby, Crazy, Snayder, Scrapy, Extraño, Dowsson. Abajo, 18 sureños y las siglas de la clica SPLS (Shannon Park Locos Sureños). El Nuevo, el compañero de El Indio, frena y le dice: “¿Ya viste la fecha de la muerte?” Señala la tumba de El Pulga, que murió el 3 de enero de 2017. Ahí también murió un compañero suyo, un policía al que le llamaban El Pachanga.

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El Vaticano

Dice que su oficina es como El Vaticano, porque entre sus paredes rige una ley distinta en la que no se paga extorsión. Dice también: “Yo soy partidario de que haya pena de muerte, pero que se exponga en los estadios. Que haya fusilamientos públicos por violaciones, por extorsiones, por el asesinato de gente humilde”. El hombre que dice esto se llama Catalino Miranda y es el mayor empresario de buses de El Salvador. En un país en el que en la última década ha sido más mortal ser chofer que policía, su empresa, Acostes, es la única que no paga extorsión a las pandillas. Pero, aunque sean nuestros actos lo que nos definen, en su caso es igual de importante lo que dice. La pena de muerte no existe en el sistema judicial salvadoreño, pero sí en la lógica de las pandillas. Y lo que Catalino Miranda repite a cualquiera que le quiera escuchar: “no les pago ni les pagaré” viola el mandamiento que pinta decenas de paredes en San Salvador: “Si tu vida quieres gozar. Ver, Oír y Callar”. Su fórmula para seguir vivo: fe en Dios, dólares y 9mm —y Ak-47, M-16 y Beretta—.

Su Vaticano se empezó a edificar hace 40 años, cuando empezó en el negocio del transporte. Hoy es una pequeña fortaleza de dos pisos situada en el centro de la ciudad, entre pequeñas tiendas de abarrotes, cantinas y puestos callejeros. A unas calles controla una clica del Barrio 18, a otras una clica de la MS-13. La central la vigilan hombres visiblemente armados y hombres invisiblemente armados. En el estacionamiento hay una quincena de microbuses de los más de 300 que conforman la flota de Acostes, que conecta 12 municipios del país, y en lo alto destaca una escultura de un águila sobre una piedra con la inscripción Salmos 103:5 — (Jehová) El que sacia de bien tu boca / De modo que te rejuvenezcas como el águila—. La oficina de Catalino Miranda está en el segundo piso. Es un hombre de cara cuadrada y pelo cortado al cepillo al que le gusta el oro: de su cuello de toro cuelga una cadena de oro, en su muñeca izquierda un reloj de oro, en la derecha una esclava de oro y en sus dedos dos anillos de oro. En una larga mesa con varios ceniceros, habla de números: de los 36 millones de dólares que mueve la industria del autobús, del 1.200.000 dólares que ha gastado en dotar a su flota con cámaras de seguridad y sistemas de localización satelital. Y de los 1.117 trabajadores del transporte que han muerto desde que fundó su empresa, en 2004, hasta 2017. El año pasado, según sus datos, murieron 31 trabajadores y 26 pasajeros.

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El Salvador es el país más pequeño de América Latina, más pequeño que el Estado de México. Algo casi unánime entre los que tienen coches particulares es que los cristales están tan tintados que en la noche es difícil ver la carretera. Los que se mueven en transporte público están expuestos a los asaltos y los asesinatos. Catalino Miranda, dice que sus clientes le agradecen el sistema que ha ido perfeccionando desde que en 2005, un año que empezó con más de 30 muertos sólo en su empresa, uno de sus asesores le aconsejó que pagara al menos una parte de lo que le pedían “los terroristas”: “Tenía una 9mm y le dije: ‘estas van a empezar a sonar’”. Lo amenazaron varias veces de muerte por teléfono. Doce años después, presume de que no ha cambiado el número de su celular, que hace dos años que nadie le llama para extorsionarlo y que el año pasado, ninguno de los muertos pertenecía a su flota.

El millonario sistema de seguridad de Catalino Miranda lo coordina un ex albañil que lleva 19 años en la empresa. Es el único de los 20 hombres que forman el equipo que no ha sido policía o militar. Se incorporó al trabajo porque le gustaba el sonido de las armas al disparar y, sobre todo, porque “ahora gano bien”, 800 dólares en comparación con los 300 que cobraba cuando se dedicaba a la obra.

Además de la seguridad de la central, el sistema consiste en cinco cajas de cobro en cada uno de los finales de ruta, donde un equipo armado recoge y traslada el dinero de regreso a bordo de un vehículo blindado. La idea es que el motorista nunca pueda tener la recaudación completa. Las cámaras de seguridad y los sistemas satelitales hacen el resto. Pero, para el ex albañil, lo más importante es una palabra que también es un dogma en la pandilla: “lealtad”. “Le digo a los que se incorporan que si no se quieren enfrentar, mejor se vayan a casa. Cada vez es más difícil. Ya no podés confiar en nadie. Muchos policías están en la renta, muchos fiscales”, dice. Ya ha intercambiado disparos varias veces y hace un año, cuando venía de pesca con su familia, un grupo de seis pandilleros le dispararon. “Iba con dos pistolas y una escopeta, herí a dos y afortunadamente sólo me hirieron”, recuerda mientras enseña tres cicatrices de bala.

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El ex albañil es un creyente de la política de su jefe: “Con la extorsión empieza la muerte”. También de que el armamento es la solución: “Tener un arma es tener comida. Si vos no tenés comida, te morís de hambre. Si no tenés un arma, te matan”. Pero el mundo propio que Catalino Miranda se ha construido también tiene sus fallas. Como él mismo explica hay dos tipos de extorsión: la que se acuerda con el dueño para poder trabajar y la que pagan los buseros en sus rutas diarias. En la cima, la empresa de Catalino no paga, pero en los caminos que vertebran el país y recorre la flota, la pandilla exige y los buseros continúan pagando.

En ocasiones, le renuncian al jefe de seguridad. Él les dice que lucha por ellos, pero que no les puede garantizar su vida. Algunos se van unos días, pero la mayoría regresa. Aunque en el pequeño país transportarse muchas veces es un ejercicio de supervivencia, la gente se tiene que mover y alguien tiene que conducir el bus.

Sólo Dios cruza la ciudad

Richard Chacón está a punto de hacer un viaje imposible. Son sólo 7 kilómetros, media hora de trayecto en coche si no hay demasiado tráfico, pero es imposible.

Nos espera en la Dina, una colonia en el sur de San Salvador que antes de llenarse de casas humildes era una gran hacienda. La historia popular que nos contó es que el hacendado tuvo dos hijas entre las que repartió su terreno. Una se llamaba Dina y dio nombre a esta colonia, la otra Luz y dio nombre a la colonia vecina. Cuando el hacendado murió, las hijas discutieron y la hacienda se dividió. Con los años, los habitantes de los dos barrios se comenzaron a pelear por la rivalidad del fútbol. Después, llegaron las pandillas y la Luz quedó bajo el dominio de la MS-13 y la Dina del Barrio 18, un muro en medio, y los hijos y nietos de los trabajadores que alguna vez servían al mismo patrón ya no pudieron cruzar a visitar a sus vecinos.

La Dina fue el escenario en el que el expresidente Francisco Flores declaró el Plan Mano Dura en 2003, rodeado de policías y militares, con toda la parafernalia que usan los políticos cuando más que un plan tienen una epifanía. Aunque las pandillas ya estaban consolidadas, el número de asesinatos era mucho menor que la tasa que convertiría a El Salvador en el país más violento del mundo. En esta colonia era donde Richard Chacón, después de migrar a Estados Unidos, hacerse pandillero, ser deportado, luchar en el Ejército, y visitar varias cárceles, despachaba en su casa “los problemas de la comunidad”. Ahora este hombre de 50 años, de pelo cano casi rapado y fino bigote, se mete en el coche con una Biblia bajo el brazo, vestido con una camisa azul cielo, pantalones chinos y zapatos. Parece un señor normal a punto de hacer algo extraordinario.

El destino de su viaje es la comunidad 22 de abril, uno de los bastiones de la MS-13 en San Salvador, una de esas colonias que la memoria de la ciudad siempre calificó de “peligrosa” y que ahora ha pasado a ser “impenetrable”. Hasta hace unos años para Richard sería un viaje hacia un suicidio tan seguro como si se tirara desde los 99 metros de la Torre Futura, el edificio más alto de San Salvador. Paramos el coche a mitad de camino para contactar a la persona que nos asegura el acceso a la comunidad. El teléfono suena durante unos minutos sin respuesta. Pero Richard Chacón se siente seguro y quiere continuar, porque dice, cuenta con un aliado: “Dios”.

Hace una década, sintió “que Dios me llamaba, porque yo no quería saber nada de Él, ni de Iglesias, ni de evangelistas”. Había brincado a la pandilla con 16 años y ya estaba harto. La fascinación juvenil que sintió en Estados Unidos por cómo vestían los pandilleros y por las mujeres que les rodeaban se había agotado. Sus cinco hijos crecían y empezaron a preguntar qué eran esos tatuajes que llenaban su cuerpo, esas bolsas (de droga) y las armas que siempre estaban a la vista. Una de sus hijas comenzó a ir a la Iglesia y le decía que siempre rezaba por su “papi”. En 2007 se acercó al evangelismo por primera vez, pero “había hecho demasiado desorden” y la pandilla rival lo vio débil y quiso matarlo. Al año siguiente volvió. Decidió dejar la pandilla sin pedir permiso, empezó a borrarse los tatuajes en secreto y “le entregué mi vida a Cristo”. En boca de Richard eso no es sólo un mantra, porque literalmente podía haber entregado su vida. Las pandillas no tienen un decálogo firmado en piedra, pero las promesas son para toda la vida, la fidelidad a los Números o las Letras es mucho más que pertenecer, es ser. Mucho más que cualquier otro grupo criminal en América Latina, la pandilla es tribu. Cuando Richard tomó esa decisión ya había sido baleado, acuchillado, y lo habían intentado secuestrar para matarlo, así que para él no era nuevo jugarse la vida, sólo que esta vez se la decidió jugar por Cristo en vez de por sus homeboys.


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La Iglesia evangélica es la forma más común de dejar la pandilla, incluso hay iglesias compuestas sólo por ex pandilleros, pero en muchos sentidos es cambiar una religión por otra. No es cuestión de ciencia, sino de fe. Es un terreno resbaladizo y no hay marcha atrás. “Hay muchos que han querido jugar las dos caras y han muerto”, nos dijo el pastor Luis González, un ingeniero de formación que hace quince años comenzó a trabajar en las comunidades y en las cárceles después de que se le acercara en una charla Ernesto Miranda, Smokey, uno de los fundadores de la Mara Salvatrucha que había dejado la pandilla y trabajaba con jóvenes para quitarlos de la delincuencia. Smokey fue asesinado en 2006 por otro miembro de la MS-13, el Camarón de Normandie, presuntamente por rencillas personales. Uno de los chicos que Smokey había rehabilitado lo vengó y mató a su asesino.

Después de la muerte de Smokey, González continuó su trabajo. Siguió predicando la palabra de Dios en comunidades de las dos pandillas, en velorios de personas asesinadas. Cuando le preguntamos por qué en un país donde la Iglesia Católica y la Teología de la Liberación habían sido fundamentales en la Guerra Civil, ahora la Iglesia Evangélica había ganado tanto terreno, respondió: “Honestidad y que la comunidad sabe que lo que tenemos es para ellos”. Lo cierto es que no hay una colonia en la que no se levante un templo evangélico, por muy modesto que sea. En lugares “impenetrables”, siempre hay un pastor. Eso es lo que le permite a Richard Chacón hacer su viaje imposible.

Llegamos a la 22 de Abril, situada arriba de una pequeña loma, y comenzamos a subir el serpenteante camino, el único de entrada y salida. Los postes están a la salida de cada curva. Aparcamos el coche lo más cerca posible de nuestro destino final. Cuando nos bajamos un grupo de chicos nos vigila desde un callejón. Son sólo unos pasos hasta la cancha de fútbol. Ahí, sobre el césped de hierba artificial hay montado un palco y varias hileras de sillas. Decenas de personas, todas cristianas, esperan a que el convivio inicie. Pastores y capellanes se saludan. Todos van bien vestidos. Alguno con corbata, pero con la cara tan manchada que casi no queda un milímetro de piel visible. Están representadas la MS-13, el Barrio 18, Revolucionarios y Sureños. Cuando el convivio comienza, se predica la palabra de Dios, se cantan canciones cristianas y se repite el “Gloria a Dios” una y otra vez. Es una especie de tregua divina. Pero fuera los chicos pegan sus caras a la verja para ver qué está ocurriendo. Cuando salimos no damos un paso cuando uno de los postes está hablando por el celular para avisar.

En su día a día Richard Chacón no camina por territorio MS y aunque su apariencia de señor normal le libra muchas veces de los interrogatorios de la policía, otros compañeros que tienen tatuada la cara no corren la misma suerte. Muchos llevan consigo una placa oficial de capellán, que les enseñan a la policía. A veces, de todos modos, acaban presos. En San Salvador Dios cruza fronteras que otros no pueden, pero su poder no es absoluto. El mapa de guerra que han instaurado las pandillas lo cruza la necesidad, el dinero, las armas, la policía y Cristo. Pero todavía ningún poder es tan grande como el Ver, Oír, Callar. En la capital de Pulgarcito, donde sus habitantes presumen de que todo queda cerca, una cuadra puede ser una odisea.

***Los datos de este texto provienen del Instituto Nacional de Migración, de la Unidad Fiscal Especializada Antipandillas y Delitos de Homicidio de la Fiscalía General de la República y del Observatorio de Homicidios Instituto Igarapé.

Todas las ilustraciones son de Clementina León.

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