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lobos

La orden milenaria

Un cuento de Eduardo Rabasa.

La historia de la ciencia se encuentra repleta de felices descubrimientos accidentales. Mientras se buscaba otra cosa, a menudo irrelevante, la torpeza y el azar produjeron un avance asombroso. Miles de vidas se vieron beneficiadas. El errático científico pasó a los anales como un héroe. Monumentos. Avenidas. Aulas magnas. Me pregunto si en mi caso ocurrirá precisamente lo contrario.

Sea como sea, ambos tendremos que vivir con nuestra conciencia de lo sucedido. Quizá las consecuencias tampoco sean tan desastrosas. Supongo que aún es demasiado pronto para saberlo. Puede que el destino nos reserve una última jugada y un inopinado día tan sólo nos desplomaremos simultáneamente, donde quiera que se encuentre cada uno, como moscas sincronizadas para dejar de existir al unísono.

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Desde muy pequeño el poder me resultaba incluso hipnótico. Jugaba con mi hermana menor a la dictadura militar, utilizando como insignia para condecorarla por su obediencia los pines con retratos de superhéroes que mi padre coleccionaba. Dadas las inclinaciones ñoñas de mi progenitor, se horrorizó cuando le comuniqué que pretendía estudiar derecho. Me leyó la hoja de vida de varios supervillanos que a la postre utilizarían sus conocimientos en la materia para llevar a cabo su proyecto de dominación del mundo. Intenté persuadirlo entonces para que me permitiera ser politólogo. Argumenté que deseaba comprender los enredados caminos que conducían a los hombres hacia ejercer el don de mando para el bien o para el mal. Resultó inútil. Entre las opciones que a su juicio me convertirían en un paladín de los necesitados, medicina fue la que más se aproximó a mis inclinaciones.

Gradualmente me convencí de lo venturoso del asunto. ¿Qué mayor poder sobre los otros que incidir sobre su vida y muerte? Desde que era un simple residente en una clínica de equipamiento precario, disfrutaba la anticipación del paciente y sus deudos ante la proximidad de mi incuestionable veredicto. No niego que gasté más de alguna broma un tanto sádica. Combinaba mi práctica médica rigurosa con la exploración sicológica experimental, a fin de familiarizarme con un rango de posibilidades que iban desde la gratitud por salvarles la vida hasta el sufrimiento por la conciencia de su próxima extinción, según fuera el caso.

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Con posterioridad decidí indagar en sutilezas más profundas. Aún si mi consistencia siempre ha sido sólida, existe un claro límite en cuanto a los pacientes susceptibles de ser atendidos en persona. En cambio, si uno se involucrara con las sustancias que finalmente determinarán si viven o mueren, podría afectar el destino de millones de existencias. Así que después de inagotables horas de lecturas e hipótesis arrojadas al bote de la basura, de pronto vi con claridad cuál habría de ser mi llamado. Reuní a un equipo compuesto por científicos y diseñadores industriales para darnos a la tarea: crearíamos un supositorio recargable, diseñado expresamente para ser utilizado por hombres en posición de mando.

El camino para llegar hasta ese punto había resultado en extremo tortuoso. Leí tantas biografías y discursos de los déspotas más implacables como me resultó posible. Me obsesionaba encontrar como punto de partida un elemento común a todos ellos. Tracé en la pared de mi estudio un diagrama visual compuesto por decenas de fotografías que los mostraban en sus momentos de mayor exaltación. Las contemplé durante horas con la mirada entornada hasta que un día se confirmó un patrón difuso que parecía mostrar la forma del vacío. ¡Por supuesto! ¿Cómo no lo había visto antes? El elemento común que los vinculaba —¿incluso quizá los definía?— era una prodigiosa rigidez de ano que habría mandado al hospital en poco tiempo al más curtido de los mortales comunes y corrientes.

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Al mismo tiempo, razoné convencido, ahí se había cifrado su derrumbe. La misma rigidez despiadada que los encumbrara había sido el factor decisivo de la pérdida de contacto con la realidad, que finalmente producía sus ignominiosas caídas. Si yo lograra hallar la forma de atemperarla, dosificándola de manera intermitente sin atentar contra su esencia, lograría crear al déspota más acabado que fuera capaz de producir nuestra especie.

Por razones evidentes, la fase de experimentación científica de mi proyecto no habría de resultar tan sencilla. Antes de pasar a la acción, procuré blindar la hipótesis de trabajo ante posibles obnubilaciones de mi juicio. De ahí que comenzara por interrogar muertitos. Estudiaba en la fosa común entre los pobres diablos que nadie reclamaba como suyos a aquellos que tuvieran expresión de haber conducido sus vidas según principios tiránicos. Después medía la rigidez con la que se disponían a apretar su orificio inerte por los siglos de los siglos, y la causalidad científica resultó inequívoca. En cambio, los que exhibían un rostro más bondadoso parecían estar hechos de un hule harto maleable. La conciencia de encontrarme en la antesala de un descubrimiento que cambiaría el curso de la humanidad prácticamente me impedía conciliar el sueño.

Proporcionándole a mi equipo la menor información posible sobre las aplicaciones del descubrimiento, los puse a trabajar en busca de un dispositivo funcional. Si el principio básico detrás de los supositorios —y Dios sabe que en una tierra como ésta los hombres los utilizamos, contra todo instinto biológico, tan sólo porque en la práctica resultan de suma efectividad— se fundamenta en la determinación con la que se propagan sus efectos, parecía una obviedad concluir cuál sería el mejor método para permitir a los poderosos relajar su ano a conveniencia, según lo exigieran las circunstancias políticas del momento.

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En épocas de relativa calma, cuando la prosperidad exigiera una faceta pública amorosa, tan sólo requerirían gobernar la mayor parte del tiempo con el dispositivo alojado en su cavidad, secretando la sustancia que produciría un efecto placentero para todo el pueblo. En cambio, si los acontecimientos exigían mano dura, lo mejor sería restringir su uso a la noche, a fin de procurarse un descanso distendido, pues además es sabido que el sueño de un ano apretado es proclive a producir pesadillas escalofriantes. De esa manera, por la mañana despertarían rejuvenecidos, preparados para regir con la dosis de implacabilidad que el desafío les exigiera.

Uno de los científicos destrabó nuestro mayor inconveniente práctico con un principio extraído de la jardinería, utilizado por amantes de las plantas caseras que se ven confrontados con el dilema de cómo regarlas durante una ausencia prolongada. Para cerciorarnos de no perpetrar un homicidio involuntario por una sobredosis de relajación anal, comprobamos en repetidas ocasiones que el medicamento emergía a cuenta gotas. Así que después de varias pruebas, al fin creamos un supositorio recambiable que funcionaba a partir de un micro mecanismo que liberaba la sustancia alojada en su interior de manera gradual. Yo fui el primero en probar sus efectos, y fue sólo mi inquebrantable compromiso con la verdad científica lo que alejó la tentación de no compartir mi creación con el mundo e instalarme en un placentero limbo egoísta por el resto de mis días. Entre palmadas de euforia y abrazos exultantes con mis subordinados, supe que había llegado el momento de pasar a la acción.

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Fue gracias al aura sacerdotal inherente a la profesión médica que conseguí abordar con facilidad al primer conejillo de indias. Era un político de poca monta que competía por un cargo de concejal. Había comenzado como favorito en las encuestas, pero su campaña iba en picada. Su omnipresente retrato era un close-up que lo hacía parecer un iracundo muerto viviente. Los niños del barrio se envolvían la cara con sus carteles para espantar a viejecillas o bebés despistados. Lo encontré sentado en la pequeña plazoleta, a un costado de la iglesia, ahuyentando el sudor frío con un periódico viejo recogido del suelo, tras un mitin cuyo número de asistentes coincidía con el número de tortas repartidas al comienzo. La concurrencia había ido menguando según la eficiencia relativa del sistema digestivo de sus partidarios.

Me senté a su lado y entablé una charla pautada por el tono confesional. Mi bata blanca alejaba toda posible suspicacia por su parte. Lo envolví mediante el señalamiento de síntomas diversos que le daban mal aspecto, haciéndole ver que alguna vez un gran hombre afirmó que no somos sino la proyección ante los otros de los humores de nuestro cuerpo. Le ofrecí una consulta gratis como modesta contribución a su campaña electoral. Una vez semidesnudo en mi consultorio, lo amedrenté con un repertorio de muecas y monosílabos que denotaban alarma ante su apariencia, de manera que no chistó cuando le solicité que se colocara boca abajo y se bajara los calzoncillos. Inserté el supositorio, encomendándome en una plegaria silenciosa a los dioses de la rigidez anal. El paciente respondió con un ligero arqueo de joroba, que me recordó a una foca que sacara a airear su aleta. Lo dejé descansar un momento largo, a fin de que pudiera dar comienzo la secreción interna de la sustancia relajante. Cuando volví lo encontré ya vestido sobre la cama de mi consultorio. No sé cómo explicarlo, pero era como si su rostro de vampiro malhumorado se encontrara en un movimiento en espiral hacia fuera. Los contornos de sus ojos se expandían, su quijada descansaba el peso sobre su abultada papada, provocando ese peculiar magnetismo de las personas obesas que muy a menudo despiertan el irresistible deseo de abrazarlas. Lo acompañé intrigado al mitin de la tarde, donde nuevamente lo aguardaba una multitud expectante por recibir una torta, a cambio de escuchar una arenga política en contra de todos aquellos que tiemblan de miedo ante el cambio que se avecina. Sus palabras eran como la versión sonora, rítmica, cadenciosa, de un lenguaje corporal de seriedad juguetona. Los asistentes devoraban la torta con enjundia para poder entregarse plenamente al trance producido por el discurso del candidato. Los curiosos continuaron agolpándose hasta colmar la pequeña plazoleta. Al terminar, el candidato tardó un largo rato en cruzar el mar de gente que lo abrazaba y besaba con el empeño de tomarse la foto del recuerdo, hasta que por fin logró alcanzar su auto compacto de campaña. Acordé verlo a la mañana siguiente para recargar la dosis del supositorio.

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De la mano de mi presencia cotidiana, la campaña continuó en ascenso hasta culminar en una apabullante victoria. En la noche del festejo, cada vez que le preguntaban a qué atribuía el milagroso viraje, me miraba en automático con unos ojos que oscilaban entre la amenaza y la súplica. Sin necesidad de mencionarlo de manera explícita, acabábamos de fundar la milenaria Orden de los Anos Relajados, regida principalmente por el principio de secrecía absoluta, así como por la imposibilidad de abandonarla una vez que se formara parte de ella.

Al poco tiempo, el flamante concejal me comunicó la urgencia de auxiliar a un viejo colega suyo que ostentaba un cargo de mayor rango. Había salido a la luz una operación de malversación de fondos del pasado, y el asedio lo tenía en un estado tal que la torpeza que exhibía en cada aparición pública empeoraba la situación.

—Si lo viera, doc. El pobre camina como esos dinosaurios de las películas viejas que parece que se mueven como en cámara lenta—, comentó imbuido de la risa que suele acompañar a la desgracia ajena.

Acudimos a su despacho, donde el concejal me presentó como un remedio mágico que pondría fin a todos los males del funcionario. Éste no pudo evitar mirar mi calvicie con desprecio, como insinuándole a su compadre que para traerle un remedio tan jodido no valía la pena hacerle perder su tiempo.

–Usted confíe en mí, compadre. Hágale caso al doc y ya verá.

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Sin tiempo para grandes explicaciones, me puse de pie y le solicité con frialdad profesional que se bajara los pantalones y se reclinara sobre su escritorio. Jamás he sido insultado de manera tan rabiosa. El concejal se interpuso en el camino de su compadre, que parecía dispuesto a descargar sobre mí la pesadumbre ocasionada por su linchamiento político. Para mi asombro, tras algunas palabras al oído el concejal consiguió no solamente tranquilizarlo, sino que el funcionario regresara a su lugar con actitud obediente, se desabrochara el cinturón, bajara sus pantalones hasta las rodillas y se empinara sobre su escritorio con el culo al aire, suspirando con resignación para conocer lo que se le prometía como la salvación a sus males. Me conmovió profundamente la solidaridad exhibida por el concejal, que sostuvo la mano de su compadre a lo largo del procedimiento para infundirle valor.

Esa misma tarde, el funcionario convocó a una conferencia de prensa para de una vez por todas aclarar lo sucedido. Con un talante desenfadado, como si fuera un niño confesando una travesura, reconoció que hacía ya muchos años, ni se acordaba bien cuántos, en efecto había cometido un pecadillo de juventud. Pero la verdad de las cosas era que a la luz de escándalos más recientes, por todos conocidos, el suyo había sido un error francamente minúsculo. Además, apelando a valores fundamentales como el perdón y la importancia de recibir una segunda oportunidad, quería comunicarle a la ciudadanía que gracias a su debilidad pasada hoy era una mejor persona, equipada para servirlos con la honestidad proveniente del que ya vivió el extravío en carne propia. Culminó su intervención dejando abierta la pregunta sobre si era preferible un político hipócrita, que se presenta ante la sociedad como la encarnación de la virtud intachable, o uno que reconociera ser falible como el resto de los hombres, pero determinado a obtener un gran aprendizaje de su pequeño tropezón. Salió de la sala sonriente, ante una nube de silencio por parte de los reporteros asignados para cubrir el evento.

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Las encuestas del día después resultaron tajantes: la ciudadanía absolvía al funcionario. Los diarios reproducían testimonios de oficinistas, amas de casa, jubilados y pepenadores que coincidían vagamente en la frescura de un político que en lugar de aferrarse a la mentira reconocía sus errores, colocándose hombro a hombro al nivel de la ciudadanía, en contraste con la burbuja de indiferencia en la que habitualmente se movían los de su estirpe. Los alcances del supositorio recargable estaban superando mis fantasías más extravagantes.

Durante los meses siguientes continuó la lenta expansión de la Orden de los Anos Relajados. Cada vez que algún poderoso deseaba ayudar a un colega caído en desgracia, o ganarse los favores de un potentado de mayor nivel, aparecía yo en escena. El resultado era infalible. Mi fama subterránea se acrecentó hasta convertirme en una misteriosa leyenda urbana. Se decía que existía por ahí un brujo de bata blanca, capaz de resucitar al político más moribundo, o encumbrar aún más a los ya poderosos. En retrospectiva, entiendo que no resultó azaroso sino más bien inevitable que terminara por ser presentado para prestar mis servicios frente al Jefe Supremo.

Los días anteriores a mi primer encuentro con él realicé incansables pruebas en mi persona con el supositorio que le administraría si finalmente se produjera la oportunidad. Durante los varios encuentros con subordinados de su círculo próximo –que me tendían trampas y acertijos en busca de hacerme incurrir en alguna contradicción que revelara mis intenciones malignas–, todos coincidían en el carácter incierto de la misión, debido al carácter impredecible del Jefe Supremo.

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Cuando finalmente me entrevisté con su mano derecha, lo que en el imaginario popular se conoce como el poder tras el trono, me confió que atravesaban por la mayor crisis de legitimidad desde el encumbramiento del Jefe Supremo. Una serie de coyunturas adversas, provenientes sin duda de grupúsculos enemigos de la estabilidad y del progreso –más ciertos excesos de la camarilla gobernante que por desgracia salieran a la luz–, habían ocasionado el desplome de su popularidad. Según la ley de los círculos viciosos, añadió el segundo de a bordo, el Jefe Supremo había reaccionado ante la adversidad mostrándose por turnos desafiante, timorato, soberbio, iracundo, vacilante y demás, manifestando una creciente descomposición que lo tenía situado al borde del precipicio político. Lo peor era que había entrado en una crisis personal que le impedía siquiera ir al baño sin cavilarlo largamente. Por eso, sentenció, habían tomado la decisión patriótica de presionarlo veladamente hasta que accediera a utilizar mis servicios. De momento, había accedido a que le fuera presentado para que pudiera calarme.

Me presenté en la residencia oficial en la fecha convenida. Conforme era conducido por una antesala tras otra, siempre acompañado por los intercambiables matones en turno, contemplaba absorto la misma fotografía oficial del Jefe Supremo que adornara las oficinas de los miembros de la Orden de los Anos Relajados a los que yo había visitado en ese periodo. Cuántas veces había fantaseado con la oportunidad de introducir el supositorio recargable en el Ano Primordial. En mi imaginación, libraba una batalla con su impenetrable rigidez –no en balde había logrado convertirse en el primer ano de la nación–, ideando maneras indoloras para acceder con mi método a sus misterios. Ahora que estaba cerca de convertirse en realidad, me resultaba imposible advertir la existencia de cualquier otro rasgo corporal del Jefe Supremo. La fotografía que tantas veces contemplara me devolvía la imagen de un ano bajito, con lentes y una amplia frente brillosa, mirando con sabiduría hacia el horizonte, como si cavilara sobre la grandeza histórica de su propia rigidez. Uno de los matones me asestó un manazo en la nuca para comunicarme que había llegado la hora de pasar al despacho del Jefe Supremo.

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Lo encontré sentado a su escritorio, revisando algún documento que supuse de vital importancia. El matón me ordenó con un gesto que me sentara, y rodeó el escritorio para susurrarle algo al oído. El Jefe Supremo alzó la mirada sin mover el cuello, mirándome por el espacio formado entre el borde de sus lentes y el comienzo de su frente. Permaneció así durante unos segundos, tras lo cual asintió con la cabeza en dirección del matón, que rápidamente procedió a alzarme del brazo para conducirme fuera del despacho. Supe al instante que había pasado la prueba. Salí embriagado por la emoción de poner en práctica mi invención con el Jefe Supremo, en lo que sin duda constituiría la cúspide de mi carrera. Su compostura contrastaba con la imagen desencajada que me había sido comunicada por sus esbirros, lo cual acrecentó mi admiración por la rigidez de ano que exudaba en cada momento.

Al cabo de unos días fui convocado nuevamente a la residencia oficial. Esta vez fui guiado por un laberinto diferente, hasta que me encontré en una suerte de quirófano donde aguardaba el Jefe

Supremo, enfundado en una bata de hospital, rodeado por lo que supongo eran sus médicos de cabecera. Parecía encontrarse de buen humor. Después de saludarme con educación, me lanzó una amigable advertencia:

—Si es tan bueno como dicen, doc, lo colocaré a mi servicio durante el resto de mi mandato.

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Acto seguido se giró para colocarse boca abajo, y comenzó una perorata acerca de los grandes sacrificios que exigía su posición. Su esfuerzo por parecer sereno era traicionado por unas ligeras patadas sobre la mesa de operaciones, propinadas por sus pies descalzos. Hasta el ano más impasible necesariamente presenta alguna fisura, pensé mientras me preparaba para el procedimiento.

Como suele ocurrir ante la presencia de expectativas descomunales, experimenté una cierta decepción ante la verdadera rigidez de ano del Jefe Supremo. Había imaginado su cuerpo entero como una confluencia de órganos, tejidos, músculos, fluidos, cartílagos, etcétera, expresamente diseñados para producir un ano de rigidez bíblica, y si bien era cierto que tampoco podía calificársele de blando en ninguna de las acepciones del término, ni siquiera era lo más portentoso a lo que me hubiera enfrentado hasta ese momento. Comprendí entonces que en la política el capricho del azar desempeña un papel mucho más preponderante de lo que yo le hubiera atribuido. Así que pude proceder a insertar el supositorio recargable con la misma naturalidad de las numerosas veces anteriores, aunque reconozco que el Jefe Supremo consiguió evitar la habitual contorsión de espalda, pues permaneció acostado sin inmutarse, como si se encontrara inmerso en un sueño profundo. Recogí apresurado mis cosas y fui conducido a la salida, donde se me informó que debía quedar pendiente de recibir noticias a la brevedad.

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Esa misma tarde sintonicé por la radio el discurso del Jefe Supremo. En el acto reconocí en su voz una inflexión que vinculaba mi futuro inmediato con el suyo. Cuando concluyó, me pareció que el aplauso de la concurrencia –compuesta principalmente por elementos de la comunidad gastronómica cuyo congreso nacional el Jefe Supremo acababa de clausurar– excedía al que correspondía para la ocasión. Fue ahí cuando experimenté con nitidez el aguijonazo de la ambición desmedida.

Para enorme abatimiento de los demás miembros de la Orden de los Anos Relajados, fui colocado al servicio exclusivo del Jefe Supremo, quien resultó de una insaciabilidad tal que requería recargar el dispositivo en repetidas ocasiones a lo largo del día. La velocidad inusual con la que pude familiarizarme con su ano me condujo a unos delirios de grandeza tales que me llevaron a pensar que podía incidir de manera decisiva en los grandes problemas de la nación.

Mi razonamiento fue el siguiente: hasta el momento, a lo largo de mi fulgurante trayectoria, había colocado siempre la misma sustancia en el supositorio recargable, sin realizar distinciones de raza, credo o inclinación sexual del poderoso en turno. Sin embargo, pensé, ¿qué pasaría si mi método admitiera otra vuelta de tuerca, y acompañara a la sustancia relajante de alguna adicional que predispusiera al Jefe Supremo a estar mejor equipado para afrontar problemáticas específicas? Tras darle largas vueltas al asunto, resolví que se trataba prácticamente de un deber cívico.

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Aguardé con paciencia hasta que se presentó la oportunidad idónea: la visita oficial de un dignatario procedente de la potencia que desde siglos atrás mantuviera subyugada a nuestra patria. Pasé la noche anterior en vela, ensayando innumerables combinaciones, hasta quedar convencido de haber dado con la mezcla justa para vengar la afrenta histórica.

Por simple precaución, evité comentar mi plan con el Jefe Supremo. Llegado el momento, me planté detrás suyo con el aplomo rutinario e introduje en su ano el supositorio experimental, con la mano temblorosa a causa de la incertidumbre sobre sus efectos. Al concluir la operación casi me desmayo, por lo que me excusé aduciendo malestar estomacal, y me dirigí a sentarme en la fila reservada para los allegados más íntimos, a la espera de la conferencia de prensa conjunta que culminaría la cumbre binacional. Los tranquilizantes que tomé me indujeron una suerte de duermevela en la que me vi juzgado y sentenciado por un tribunal de encolerizados anos rígidos, que me condenaban a la pena de muerte por mi tamaña insolencia.

En algún momento, tras los honores marciales correspondientes, aparecieron los mandatarios, flanqueados por una hilera de aplausos de la corte de subordinados nacionales y otros miembros distinguidos elegidos para la ocasión.

El Jefe Supremo apareció como toro en miniatura, impaciente por saltar al ruedo. Con un desdén manifiesto por el estricto protocolo observado en dichas ocasiones, pronunció un discurso impecable, una mezcla precisa de ira contenida, sarcasmo agudo y pragmatismo conciliador, que reivindicaba con elegancia los atropellos históricos sufridos por nuestra patria, al tiempo que proponía para el futuro unos nuevos

términos de relación, marcando un sutil hincapié en los puntos flacos del poderoso vecino. Cuando concluyó, todos menos yo se entregaron a un vitoreo anonadado. Yo tan sólo podía pensar en las infinitas posibilidades que nos deparaba este nuevo descubrimiento.

***

Los meses siguientes han quedado alojados en mi memoria como un nudo demencial del que conservo algunas imágenes inigualables. Recuerdo haberle infundido al Jefe Supremo el coraje necesario para desactivar un movimiento de protesta ordenando golpizas brutales. También lo veo ganándose a la juventud al subir de improviso al escenario a entonar una canción con un rockero contratado para amenizar una verbena popular. Cómo olvidar la sustancia que lo condujo al vértice de una epifanía religiosa en presencia de un jerarca eclesiástico. En fin. Son tan sólo algunos de los episodios más notables que sobreviven a la bruma de amargura en la que vivo desde entonces.

Ya he dicho que conocí de primera mano las caprichosas relaciones entre azar y política. Justo cuando nos encontrábamos en la cúspide, durante un recorrido para inaugurar un hospital concebido para tratar a niños discapacitados —y quisiera recalcar que jamás sabré si se debió al descuido o a la soberbia, pues lo cierto es que el Jefe Supremo no tenía conocimiento de mi oído prodigioso, aunque tampoco descarto que lo haya realizado con abierta intencionalidad—, alcancé a escuchar vagamente que conversaba sobre mí con su esbirro principal. Ante la aclamación popular por el hospital inaugurado, el segundo recalcó, con evidente intención de agenciarse el mérito de haberme presentado con el Jefe Supremo, cómo sus fortunas se habían transformado a partir de mi llegada. Desde entonces, las palabras exactas del Jefe Supremo me taladran los oídos sin cesar:

—Te equivocas. Ese doctorcito no es más que un talismán. Un placebo muy efectivo. Pero pronto lo pondremos en su lugar. Ya ha visto demasiado.

Apenas logré contener la rabia que hormigueaba por cada uno de mis poros. ¿Un talismán? ¿Un placebo muy efectivo? Eso estaría por verse pronto. Muy pronto en realidad.

Como miembro prominente de su círculo íntimo, no me resultó difícil maniobrar para quedarme en alguna ocasión a solas con el Jefe Supremo en el quirófano. Los límites potenciales de mi venganza eran bastante evidentes, pues cualquier daño que le infligiera palidecería con lo que me harían a mí sus matones en represalia. Por eso me inclino a pensar que nuestra ruptura fue causada por un acto de vanidad calculada por su parte. Él, el Jefe Supremo, orgulloso poseedor de un ano de rigidez legendaria, no estaba dispuesto a compartir ante la historia su legado con un miserable doctorcito de poderes ocultos.

El tema es que aquel día mezclé el relajante habitual con el más poderoso afrodisiaco del que tuviera conocimiento. Quería ver al Jefe Supremo jadeando tembloroso, conmigo enfrente como único objeto de deseo posible. Ya veríamos quién terminaría por desempeñar el papel de placebo y quién el de talismán. Introduje con precisión poética el supositorio del amor en el ano ingenuo del Jefe Supremo, y me retiré al baño contiguo a esperar los efectos.

Tras unos minutos, el Jefe Supremo empezó a desgarrarse la bata y a golpear la mesa de operaciones con unos pataleos desenfrenados. En ese momento salí del baño completamente desnudo. Nada más verme, el Jefe Supremo se me abalanzó hasta que nos estrellamos contra el espejo situado en una de las paredes del recinto. Comenzamos a besarnos con un frenesí que concentraba en nuestras lenguas el ansia mutua de poder —real en su caso, fantaseado en el mío—, de manera que durante esos instantes fui sucesivamente y al mismo tiempo cada uno de los déspotas por mí admirados, los que dieran origen a todo este episodio de demencia colectiva que recién había desembocado en su consecuencia natural.

El estrépito ocasionó la irrupción de los matones, que permanecieron pasmados frente a lo inaudito del espectáculo que contemplaban. Ante la presencia de los intrusos, el Jefe Supremo recuperó la conciencia horrorizado, propinándome un empujón que esa vez sí hizo añicos el espejo. Me tambaleé hacia el baño para vestirme y recoger mis cosas lo más pronto posible, y salí corriendo por las antesalas laberínticas de la residencia oficial, dejando detrás la escena del Jefe Supremo recubierto con sus harapos deshilachados, y a los matones que tan sólo atinaban a rascarse la cabeza con perplejidad.

Desde entonces permanezco en perpetuo movimiento, en una semiclandestinidad expectante, a la espera de los matones, o de la revelación pública del escándalo. A estas alturas, lo que ocurra me resulta indiferente. Después de probar el poder al desnudo, descarnado y condensado en un instante irrepetible, lo que más me lastra es la certeza plena de que nadie volverá a mirarme como lo hizo el Jefe Supremo cuando salí del baño para medirme frente a él.