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Así afectó la guerra a los empleados de VICE Colombia

¡Que se venga la paz!
Foto por: Santiago Mesa.

Ayer, 22 de junio de 2016, nos enteramos de la noticia: el último día de disparos cruzados entre el Estado colombiano y guerrilla de las Farc se viene en serio. La guerra, esta guerra nuestra de la que todos somos parte, ha durado más de 50 años, desplazado a 6.542.222, secuestrado a 41.382 personas y matado a 230.000. Las cifras son contundentes, grandes, elocuentes. Los muertos, los hermanos nuestros, se nos fueron apilando en la trastienda mientras se mataban entre ellos. El fuego de bando y bando nos fue desangrando. Hoy, 23 de junio, se acordaron los términos del cese bilateral del fuego y la entrega de armas por parte de la guerrilla.

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Cuando anunciamos la noticia en nuestra plataforma hermana ¡Pacifista!, muchos de los miembros de esta casa editorial compartieron por Facebook el artículo, acompañado casi siempre por sus anécdotas familiares y personales. Muchos de ellos, yo no lo sabía, sentados al lado mío en un edificio de Chapinero, en Bogotá, tuvieron un contacto directo con toda esa realidad.

Para mí, sin embargo, la guerra no estuvo presente en cuerpo propio: la sentí a través de las noticias. Me acuerdo ver con mis papás desde muy chiquita cosas: muertes interminables, una violencia omnipresente en el noticiero. Nunca entendí muy bien qué era lo que pasaba. Con la ola de posts de Facebook, comentarios en las redes sociales e imágenes esperanzadoras, empecé a ver qué significaba realmente "el último día de la guerra".

El conflicto le llegó a los colombianos por distintas rutas, los tocó de distintas formas: sutiles o brutales, directas o indirectas, traumáticas o borradas de la memoria.

Acá, en todo caso, es mejor cederle la palabra a mis compañeros.

Estuve en una pesca milagrosa

Nathalia Guerrero, redactora de Thump

Mi familia construyó una casa en los Llanos, en un pueblo que se llama San Juan de Arama, que queda antes de Vista Hermosa, una de las zonas más problemáticas de los Llanos. Es un pueblo pequeño que queda cerca de la Sierra de la Macarena.

La casa la construyeron mis papás. No sé por qué a mi papá le dio por comprar un terreno ahí.

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A principios de 1998, fuimos a ver la casa y a pasar un fin de semana allá. En el paseo estábamos mis papás, mi hermana de dos meses de nacida, mi abuela y mi primo. Cuando nos estábamos devolviendo a Bogotá, caímos en la primera "pesca milagrosa" que el país registró como tal. Todo el operativo estuvo al mando de alias Romaña.

Había un trancón enorme. Lo que ellos hacían era poner unos barriles enormes llenos de cemento en la vía y empezaban a hablar de la revolución y del Che Guevara. Esto duró por ahí cuatro horas. Fue muy largo. Yo no entendía realmente lo que estaba pasando, era muy chiquita.

De pronto vimos que del monte venían bajando un montón de militares. Mi mamá empezó a gritar que nos botáramos debajo de los carros y todos empezamos a hacer eso. Ahí empezó la balacera.

Duramos seis horas debajo de los carros y nosotros, al tener un carro muy bajito, nos tocó dividirnos. Mis papás quedaron juntos con mi hermanita en un carro, mi primo en otro y mi abuela y yo en el que íbamos. Pero como no cabíamos nos tocó pasarnos de una fila de carros a la otra en medio de la balas. Pasamos gateando y yo sentía los silbidos de las balas pasando por encima de mi cabeza.

Llegamos a una camioneta. Ahí debajo estaba un señor solo. Mientras esperábamos, la gente ya estaba hasta contando chistes debajo de los carros, porque la balacera iba bajando su intensidad. En esas, nuestro compañero del carro se paró a orinar. Pasó mucho tiempo y nunca volvió.

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Tuve un amigo que se enlistó en las FARC y que luego murió desatendido en una cárcel

Andrés Páramo, jefe de redacción de VICE

Yo conocí a Juan Camilo Lizarazo en el barrio Belén de Ibagué, donde vivía mi papá. Juan Camilo y yo nos queríamos mucho, nos teníamos cierta admiración, éramos confidentes. Cuando teníamos 18 años hablábamos todo el tiempo de política. Una noche los dos dijimos que íbamos a estudiar derecho. Él en la Nacional, yo en Los Andes.

La verdad, yo me inspiré en él para estudiar derecho. Me le copié.

Cada vez que lo veía, pues perdimos un poco el contacto cuando entramos a la universidad, él llegaba con nuevas teorías de izquierda. Al principio, nada fuera de lo común. Pero cada vez que nos veíamos ––cuando acababan los semestres–– los discursos se le fueron radicalizando.

Una vez tuvimos una discusión sobre el valor de la vida. Matar gente, me decía, puede ser necesario, puede ser normal.

Una vez fui a Ibagué, más o menos en 2007, visité a sus papás para verlo y me dijeron que Juan Camilo les había mandado una carta desde las "montañas de Colombia", contándoles que se había enlistado en las Farc. Con el tiempo, empecé a ver su nombre en publicaciones de prensa, con un alias que ahora no recuerdo, y leí que su rol en la guerrilla era dirigir una célula urbana y reclutar gente.

Pasó algún tiempo y volví a Ibagué en 2013. Me encontré con un amigo del barrio que me dijo que ocho días antes había ido al funeral de Juan Camilo. Yo me puse a llorar. Él se había muerto, me vine a enterar luego leyendo informes de prensa, en la cárcel Picaleña de Ibagué, luego de que lo cogieran en Barranquilla, por una desatención médica a una enfermedad muy rara que le había aparecido.

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Sin la guerra, él seguiría vivo. Estoy seguro.

Mi bisabuelo fue perseguido político

Camilo Segura, editor de ¡Pacifista!

A finales de la década de los 20 y comienzos de los 30, mi bisabuelo (el papá de mi abuela materna) era un farmaceuta autodidacta que vivía en Medellín. Era una persona que aprendía lo que quería de manera empírica. Por ejemplo, solo había terminado primaria y aprendió alemán leyendo libros.

Un día le llegó El Capital de Marx y decidió traducirlo al español. Se empezó a vincular con los sindicatos de las bananeras, de las petroleras, pues era una persona que le interesaba mucho la política.

Como era farmaceuta y tenía droguerías en Medellín y en Barranca, decidió empezar a regalar medicamentos a los trabajadores. Duró regalando medicamentos por mucho tiempo, en solidaridad con el movimiento sindical.

Raúl Mahecha era un líder obrero. Contra él empezó una persecución por su actividad sindical y a mi bisabuelo, que era su gran amigo, le tocó parte de ella y mandó a su familia a Bogotá. En el trayecto, que fue navegando el río Magdalena por ferry, perdieron sus pertenencias y llegaron a la capital sin nada en los bolsillos. Vivieron en El Olaya, que por la época era uno de los lugares a donde llegaba la gente de otras ciudades.

Un día apareció muerto en una de las farmacias. Todavía está la incertidumbre sobre qué fue lo que pasó realmente.

Ellos son los primeros desplazados por la violencia política en Colombia. Al menos yo crecí oyendo eso.

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Vi el asesinato de un líder de la Unión Patriótica

Sara Kapkin, redactora de VICE

Un día, cuando era pequeña, nos dijeron que no podíamos entrar al colegio porque había amenaza de bomba. Todos estábamos dichosos porque no teníamos que ir.

A pesar de eso, desde ahí empecé a relacionar todas las cosas que pasan alrededor mío. Como la vez que estaba caminando con unos compañeros por Medellín y de repente "tas tas tas: tiros". Seguí caminando sin saber realmente lo que pasaba, cuando de pronto vi que la gente se estaba botando al piso asustada. Corrí como nunca había corrido en mi vida.

Cuando salimos, esto era cerca de la Universidad Nacional, en el barrio Carlos E. Restrepo, había muchos restaurantes por ahí, y habían matado a Heliodoro Durango, un dirigente de la Unión Patriótica. Ese fue el primer muerto que vi. Con una sábana blanca que ya tenía manchas de rojo.

La bomba de una célula guerrillera estalló enfrente de mi casa

Tania Tapia, redactora de VICE

Yo tenía como seis años y vivía en un apartamento, en un cuarto piso, en el barrio Timiza, de Bogotá, a tres cuadras del hospital de Kennedy. Era un barrio residencial. Estábamos un día en la casa y sonó un totazo. La policía empezó a llegar a la casa de al frente, con la gente de antiexplosivos, y unas ambulancias: nadie sabía muy bien qué estaba pasando. Nos evacuaron del edificio y nos llevaron al parqueadero. Estuvimos hasta las 10:00 de la noche esperando.

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De repente, se empezó a rumorar lo que había pasado: que una bomba fue lo que sonó y que ahí, en esa casa, había una fábrica clandestina de artefactos explosivos. A pesar del terror, del miedo, mi papá me dijo que la gente empezó a hacer chistes. Luego nos dijeron que podíamos entrar. Días después confirmamos que en la casa, en efecto, en el segundo piso, una pareja se dedicaba a fabricar bombas. El día del incidente, una de ellas se les explotó mientras la fabricaban y mató a uno de los miembros de la pareja.

Al final se supo que la pareja era parte de la guerrilla de las Farc.

Para mí, siendo muy chiquita, toda la percepción que tenía de dónde vivía, del ambiente en el que estaba, cambió. Era la ventana de mi sala: toda la vida vi las mismas casas de al frente y luego, después del incidente, le di un nuevo significado al barrio. Era un sentimiento distinto hacia todo. Era una presencia muy fuerte: cambió como yo veía la ventana de mi sala.

Me crié en Buenaventura en medio de bombas y casas de pique

Juan Felipe Rubio, diseñador de VICE

Yo viví en Buenaventura hace 13 años, cerca de la zona roja. Un día, a los ocho años, iba caminando por la calle. De pronto se me acercó un hombre y me cogió el hombro. Me dijo: "chino, está cruzando una frontera invisible. ¿Quiere que le peguen un tiro?".

Esa fue una de muchas, pues en Buenaventura no era fácil. Al año de esa experiencia, pusieron una bomba cerca de mi apartamento que casi destruye mi casa. Después nos pasamos al centro, porque supuestamente era más seguro. Nos pasó lo mismo.

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Otra: en el colegio nos fuimos en una clase a dar vueltas por ahí. De pronto empezamos a oír a un man gritando de dolor. Las personas alrededor se tapaban los oídos como si no quisieran oír, como si no quisieran saber. El profesor nos dijo que nos fuéramos rápido, porque estábamos muy cerca de una casa de pique.

Otra: estaba con un amigo caminando. Nos robaron. Poco después del robo llegó un niche gigante, intimidante. Nos preguntó lo que había pasado. Le dije: "nos robaron", me dijo: "tranquilo que ese man no va a volver a robar". A los dos días me lo encontré y me mostró una foto del ladrón muerto.

Allá, si voy, no puedo salir del centro. Todavía están allá las bandas criminales. Todo es un régimen de ellos. Mi pelo largo, mis piercings, mis tatuajes les ofenden. Si no es la guerrilla, son los paras. Si no son los paras son las bacrim. Todo es así en Buenaventura.

Dos familiares míos fueron víctimas de la violencia

Juan Sebastián Barriga, redactor de Noisey

Era la época de La Violencia. Mi bisabuelo trabajaba en una empresa de café en Tolima, en el departamento administrativo. Un día llegaron los godos y los acribillaron a todos en los corrales del lugar. Como mi abuelo tenía un buen rango, le dijeron que él y los demás directivos iban a ser perdonados. Les dieron entonces unos caballos y cuando salieron cabalgando los emboscaron a mitad del camino, por ser liberales.

Sus cuerpos terminaron en una fosa común que, de hecho, queda en un territorio que fue dominado por mucho tiempo por las FARC. Nunca se recuperó el cuerpo y no sabemos dónde está la fosa.

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Otra historia cercana es que mi padrino, Julio César Sánchez, alcalde de Bogotá, senador de la República, ministro del Interior, fue secuestrado en el 94 por las FARC. Fue uno de los primeros que secuestraron. Yo tenía por ahí cinco años, mi familia es de Anapoima y en el pueblo hicimos una marcha para exigir su liberación. Llevábamos banderas blancas y letreros.

Mi padrino, que era muy pilo, logró, no sé cómo, enviar una carta a su esposa diciéndole con un código su ubicación. Aunque ella no entendió nada y lo creyó de loco, el ejército sí lo encontró gracias a eso.

Me tocó la explosión del centro comercial El Tesoro

Juan Pablo López, jefe de redacción de Thump

Fue en el 2001, cuando yo tenía nueve años. Creo que era un día entre semana y mis amigos y yo estábamos jugando pig pong en mi casa. Mi unidad quedaba en El Poblado, el lugar más pudiente de Medellín.

De un momento a otro, oímos el estruendo más grande que hubiéramos escuchado. Quedamos totalmente paralizados. Cuando salimos, no sabíamos qué pasaba. Estábamos a 50-100 metros de El Tesoro, un centro comercial, y cuando llegamos allá nos encontramos con una realidad que un niño de nueve años no puede entender.

Yo creo que era la primera vez que la violencia llegaba así, directa, brutal, con un carro-bomba, a la parte pudiente y próspera de Medellín. Normalmente no nos tocaban ese tipo de cosas. No vimos esa guerra hasta ese día. Fue la primera vez que la guerra atentaba contra la prosperidad de Medellín. Al principio no se supo a quién adjudicarle la bomba, pero aparentemente fue una pelea entre las bandas La Terraza y La Oficina.

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Hubo 52 heridos y un muerto.

Estando allá, viendo la destrucción, el episodio empezó a generarme preguntas que a esa edad no tenía por qué hacerme.

Vi un acto de justicia guerrillera en medio de una labor investigativa

Juan Pablo Conto, jefe de redacción de Noisey

Hace un año estaba investigando para un proyecto de la Universidad de los Andes sobre minería en seis territorios, entre los cuales estaba el nordeste antioqueño, cuya zona urbana es un sector muy paraco. Después de viajar en moto por tres horas llegamos a Carrizal, una vereda donde la mayoría de los habitantes eran desplazados por el paramilitarismo.

La vereda está ubicada en un territorio controlado por el ELN y las FARC. Cuando llegamos nos dijeron que era zona roja y que era muy probable que nos encontráramos a la guerrilla.

Para poder estar allá, uno necesita pedir permiso con la asociación campesina quien, yo creo, comunica el ingreso de uno. Por la noche nos encontramos con un frente del Eln que había agarrado a un tipo y lo había amarrado a un árbol. Nadie respondía por él. La asociación campesina empezó a indagar por qué habían amarrado al tipo y los elenos dijeron que lo habían investigado y que tenían información de que era gatillero de los paras.

Ahí empezó una negociación donde se concluyó que la asociación campesina enviaría una comitiva para investigar si la procedencia del tipo era esa o no. Él no respondió nada. Pidieron que se le respetara la vida. Justamente en ese momento pasó una señora con un niño de unos cinco años. Alguien del comando dijo esto: "por qué le vamos a respetar la vida a un man que mata niños de esa edad".

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Se lo llevaron. Seguramente lo quebraron.

Mi papá fue policía de 1986 a 1996: más de 300 de sus subordinados murieron

Vanessa Velásquez, redactora de Thump

Esta historia es más de mi papá que mía. Mi papá fue policía en 1994 y estaba en la dirección de antinarcóticos en Puerto Asís, Putumayo. Esto es lo que me ha contado: 'Salí de la escuela en 1986 en pleno auge del cartel de Medellín, del cartel de Cali, cuando la guerrilla daba mucho plomo. Todo estaba lleno de violencia por todos lados. En esa época el gobierno pedía ayuda a Estados Unidos con el Plan Colombia, que contribuyó a fortalecer las Fuerzas Militares.

Fue una época muy dura, porque nunca pensamos que se podría llegar a una paz negociada. Pensábamos más bien que la única salida iba a ser por la fuerza. Murió mucha gente, más de 300 de mis subordinados, por ejemplo. La paz que ahora están negociando no es una paz justa para mí. Esa gente debe pedir perdón a muchas víctimas. No sabes el dolor que es decirle a una viuda que su esposo no volverá".

Mi papá perdió la audición por una mina antipersona

Camila Gómez, departamento de diseño

Mi papá estuvo más de 20 años en el ejército y creo que ha sido uno de los sobrevivientes de la guerra. Después de tanto tiempo de trabajar en lo mismo, en un trabajo tan desgastante como ese, quedó con muchas secuelas.

Él sólo escucha por un oído, porque una vez estaba en Antioquia pasando por una carretera. Allí lo saludó un campesino con una mula y cosas que estaba cargando. Justo después de su saludo, explotó el señor con su mula porque había pisado una mina antipersona.

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En esa época, la violencia estaba tan fuerte que mi papá le mandaba cartas a mi mamá cada vez que podía. Y en una de esas le dijo: "el niño que estás esperando es un regalo. Ponle Jorge Andrés, como yo, por si algo me llega a pasar".

Cuando se salió del ejército, le tocó dormir separado de nosotros porque nos decía que si algo lo despertaba en la noche él estaba entrenado para atacar. Las secuelas son muy fuertes y él decidió no hablar de eso nunca más.

Me mataron a mi hermano y a mi tío

Sait Arias, departamento de diseño y animación

Mi primer acercamiento a la guerra, cuando realmente sentí que había un conflicto en Colombia, fue hace como 16 años. Yo tenía 13. Ese año hice mi primera comunión y mi familia decidió hacer una celebración en mi finca, que quedaba en Mesitas del Colegio.

Yo no fui porque me emborraché con mis amigos y mi papá decidió irse. La fiesta fue un sábado y ellos se devolvían el lunes. Ese último día, en la noche, según mi papá, llegó la guerrilla a secuestrar a mi familia. "Somos del frente 43 de las FARC", le dijeron cuando llegaron.

Y en esas, botaron una granada a la puerta de la casa.

En la finca, mi familia tenía armas, por si pasaba algo de ese estilo, y salieron mi papá y mi tío a defender a los demás. Empezaron a disparar pero no sabían cómo. Entonces, cuando llegaron los guerrilleros al cuarto donde estaban todos, mi papá y mi tío siguieron disparando para distraerlos, mientras ponían a los demás a salvo.

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Mi papá volteó la cama y metió a mi hermano detrás. A mis abuelos los encerraron en un baño, y mi tío, al ver que habían lanzado una segunda granada, se le tiró encima. Mi papá hizo lo mismo.

Mi tío y mi hermano murieron. Mi papá sobrevivió.

No sé cómo.

Me mataron a mi padrino

Juan Camilo Maldonado, director de contenidos de VICE

El hermano menor de mi mamá se llamaba Juan Pablo Tovar. Era mi padrino. Fue muy cercano a mí y lo quise muchísimo. Me llevaba a fútbol, me convirtió en hincha de Millonarios cuando yo era de Santafé, jugábamos squash, éramos muy cercanos.

Mi tío era ganadero y tenía dos hijas, Andrea, de 4 y Laura, de año y medio. En 2003, cuando yo tenía 21 años, él viajó al Magdalena Medio a comprar ganado para la finca que teníamos en el Meta. Se fue y no volvió.

Lo último que supimos de él está escrito en un par de mails que mandó desde La Dorada. Duramos dos años buscándolo. En esos dos años mis abuelos se enfermaron. Yo siempre he dicho que ellos se murieron de tristeza porque nunca encontraron a su hijo.

Nosotros pusimos las denuncias en la Fiscalía, pero nunca nadie nos pudo decir nada hasta que contratamos investigadores. Poco a poco supimos que Juan Pablo fue asesinado por paramilitares miembros de las Autodefensas Unidas del Magdalena Medio, comandadas por Ramón Isaza. Ellos lo agarraron, se lo llevaron y lo mataron. ¿Su pecado? No ser de esa zona. Ser un desconocido. El cuerpo nunca apareció.

Durante muchos años esto fue lo que supimos. Ya luego, cuando arrancaron los tribunales de Justicia y Paz, mi tía que se declaró víctima, fue a una audiencia con los paramilitares en la Unidad de Víctimas, y los paramilitares la reconocieron y admitieron el asesinato de Juan Pablo. Admitieron que se confundieron.

Llevamos años llorando, hasta hoy.

Como duramos tanto tiempo sin cerrar el ciclo nos tocaba hacer una ceremonia para recordarlo, para llorar. Pusimos sus recuerdos en un cofre y lo enterramos. Lo bonito de toda esta historia es que desde que creamos ¡Pacifista! yo sentí que parte de este ejercicio editorial era un proceso de duelo y de perdón. Es un proceso de decirle adiós a mi tío, a mis abuelos que se murieron sin saber donde estaba su hijo.

La semana pasada, Laura, la niña chiquita de Juan Pablo que ahora tiene 14 años, escribió una crónica en el colegio en donde narra la historia de su papá. Al final, dice que perdonó a sus asesinos. Fue emocionante leerla. Me hizo caer en cuenta que yo también los perdoné.

***

Es necesario reconocer el dolor. Tenemos que llorar y sentir el dolor de los demás. Este acuerdo no es más que un primer paso para poder seguir adelante y afrontar lo que se viene.

¡Que se venga la paz!