Testimonios de mujeres zetas: Cecilia, 'La contadora'

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Testimonios de mujeres zetas: Cecilia, 'La contadora'

"Más que los golpes, lo que más duele y trauma es el acoso sexual, el tocamiento, el estar a punto de ser violada".

Dibujo hecho por Cecilia.

Dos árboles navideños de cartón flanquean a Cecilia. Atrás de ella la pared tapizada con imágenes de ladrillos rojos persuade a sentir el frío propio de una cabaña en la tundra. Cecilia sonríe. Está en cuclillas abrazando a su hija. El piso está cubierto de bolitas de unicel simulando una nevada. Viste pants gris, sudadera, tenis y una banda en la cabeza: todo el conjunto en color blanco.

"Esa foto es de la navidad pasada, vinieron a visitarme", dice con acento regio cuando le platico que entré al Facebook de su mamá como me lo pidió. Se presenta ―con la cabellera extensa, ágil y sedosa― en la sala de audiencias donde la espero. En esta prisión bajacaliforniana el cuidado estético y la marca del calzado es símbolo de distinción y autoestima entre las internas. De ahí que el cuidado que Cecilia da a su pelo sea el mismo que una madre da a su hijo.

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"Si andas con la ropa sucia o con el cabello maltratado, sin peinarte, no te respetan porque eres una dejada. Si traes buen calzado y siempre estás limpia te tratan diferente. Por los tenis sabemos de dónde vienes y quién te procura allá afuera". Cecilia usa calzado Lacoste, lo que le vale cierto respeto entre sus compañeras. Según sus palabras ―dentro de la organización Zeta― ella era harina de otro costal. En la calle no estaba su lugar de trabajo como lo estaba para las halconas. Junto al dinero y los jefes, estaba su lugar, por lo tanto tampoco recibía tablazos y chiricuasos (golpes fuertes en la nuca con la mano abierta), pedagogía destinada a los eslabones finales de la cadena delictiva.

Este es el testimonio de Cecilia realizado desde una cárcel bajacaliforniana. Cecilia no es su nombre verdadero. Tiene encarcelada cinco años. No ha recibido sentencia. Su abogado habla de entre cinco y diez años más de encierro.

CONTADORA

Entré a los Zetas por mensa, no tenía la necesidad. Pude haber trabajado en lo que sabía hacer, poner uñas y cosmetología, pero quería dinero rápido para tener una vida mejor. A los 15 quedé embarazada, me casé y me hice ama de casa. A los 17 me separé de mi esposo y yo me hice cargo de la niña. Para mí primero está mi hija, después andar bien vestida, con buenos zapatos, buena ropa, y pues, tener un futuro económico. Yo no era como otras chavas que dentro de la organización nomás en cuanto había una oportunidad se drogaban o emborrachaban y no llegaban a su casa en muchos días. Podría decir que yo era hogareña.

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Recuerdo mi primer día de trabajo. Llegué a la casa de seguridad como una extraña sin conocer a nadie. Apenas estaba cumpliendo los 20. Me miraba muy chica, todos los demás andaban entre los 28 y los 30 años. Hasta eso que todo era muy respetuoso, nadie te acosa. Dentro de la organización no puede haber relaciones de noviazgo, más que nada por respeto, no puedes mezclar el amor y el trabajo. Yo andaba de novia, pero él nada tenía que ver con la organización; es el hermano de una amiga, un profesor de primaria. "Ya salte de eso, ponte a trabajar con tu mamá", me decía mi novio, porque mi mamá es dueña de unas recicladoras de metal.

"Aprendo rápido, soy buena para los números, pero no me gusta que me manden, me gusta llevar el mando", le dije a amigo que había sido federal de caminos y que ahora estaba de contador de la plaza de Nuevo León. "¡Ah! ¿No te gusta que te manden? Pues ponte a estudiar o pon tu propia empresa", me dijo mi amigo, pero en buena onda.

JORNADA LABORAL

El trabajo podía empezar a cualquier hora durante las 24 del día. La casa de seguridad donde trabajábamos estaba en Saltillo, Coahuila, pero era la contabilidad de los puntos de venta de droga en Monterrey. Por seguridad el dinero se mueve de estado. También administrábamos la nómina para pagarle a los policías y a veces los ingresos del cobro de piso de los negocios. Manejábamos como 11 millones de pesos a la semana.

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Mi sueldo era de 20 mil al mes más 2 mil de viáticos semanales. Luego ganaba 7 mil 200 al mes y 2 mil de viáticos, también semanales. Como vivía en Monterrey, pero trabajaba en Saltillo, los viáticos eran para gasolina, tarjeta de teléfono, comidas y hotel ocasional. La mayor parte del tiempo tenía una vida normal junto a mi hija y mis papás, y a veces vivía en un departamento que me había dado la organización.


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Manejaba un auto que me prestaron. Pude haber rentado mi propio departamento y andar en taxi, pero lo adecuado es estar donde ellos sepan. El auto era robado, pero no había problema porque los de tránsito están comprados. "Voy a pasar, ando de rápido", les decía cuando me detenían. Cuando las cosas se ponían complicadas porque no me dejaban ir pedía que me permitieran hablarle a mi jefe y mi jefe le hablaba al jefe de tránsito, le daba el número de la patrulla y todo se resolvía. Y no es que todos los tránsitos trabajaran para nosotros, pero, ¿qué otra les quedaba si sus jefes sí andaban metidos? ¿A quién le van a hacer caso?

PENSAMIENTO ZETA

El poder te da la facilidad de hacer lo que quieras. Matar porque me caes mal. Levantar. Matarte porque te metes conmigo o mi familia. Desaparecerte. Matar sin que sea arrestada. Porque la verdad, hay mucha maldad en las mujeres que la gente no ve. Pero mira, yo no maté, no secuestré, no golpeé a nadie. Llevaba la contabilidad del dinero de lo que se obtenía de las ventas en las tienditas, del cobro de piso; de los sueldos de los miembros de la organización, los pagos a la policía. Pero no matar. En ese sentido no le hice un daño a la sociedad. Yo no merezco estar aquí.

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Los delitos de los que me acusan son: delincuencia organizada, drogas, cohecho, robo de auto, cartuchos y portación de arma.


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Tuve una infancia normal, feliz. No me golpeaban mis papás. Me daban lo que quería. La secundaria me gustaba, aunque me corrieron de dos y terminé estudiando en un internado de monjas donde salíamos los fines de semana. Era peleonera en la secundaria. Una vez le pegué a una compañera porque decía que yo era chochoca (fresa); también me agarré del chongo con una compañera del salón que denunció que me había perreado (irme de pinta) a un centro comercial.

DETENCIÓN

Una noche me fui con mis amigas en taxi de Monterrey a Saltillo a una casa de seguridad. Había DJs, cerveza y ceniceros con cocaína. La estábamos pasando bien cuando llegaron los marinos. Se supone que llegaron por una denuncia anónima. Así justifican entrar rompiendo todo a las casas. O dicen que los vecinos reportaron personas armadas, pero lo dicen para poder golpear, violar y torturar.

"¡Órale, hijos de su puta madre, ya les cargó la verga!", dijeron los marinos apuntándonos. "¿Son Zetas o son Golfos? Si son Golfos se podrán ir. Pero son Zetas, son mugrosos, ya mamaron, culeros", dijo otro marino.

Me hincaron y los ojos los vendaron. Nos amarraron las manos y la boca. Nos pusieron una bolsa de plástico en la cabeza. La bolsa se siente diferente a cuando nadas y tragas agua y sientes que te ahogas. Con la bolsa diez segundos se sienten como una hora. Después me arrastraron a uno de los cuartos de la casa. "¿Y tú qué haces, culera, a qué te dedicas?, ¿tienes hijos?, ¿dónde vives?", me preguntaba un marino, pero yo no veía nada. "Soy comerciante, tengo un negocio y soy de familia". "¡Ah! ¿Eres de familia? Pues vamos a matarlos a todos", gritaba el soldado. Oía la voz de dos militares. "¿Cuál es tu apodo?" Contestaba que no tenía apodo. "¿Cómo que no tienes, hija de tu puta madre?, ahorita vas a hablar".

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Completamente me desvistieron de pies a cabeza. Comenzaron a tocarme y me hicieron todo tipo de obscenidades, ¿cómo me defendía de eso si estaba amarrada? Primero me tocaban todo el cuerpo con los guantes, pero después sentí sus manos desnudas. Me agarraban las nalgas, los senos, la vagina y luego me pateaban. Estaban a punto de violarme cuando uno de los comandantes les gritó que me subieran a una de las camionetas. "Vístete", me ordenó uno de los marinos. "Pero, ¿cómo si no veo dónde está mi ropa y tengo las manos atadas?" El marino ayudó a vestirme, hasta los tacones me puso.

Nos llevaron al cuartel. Seguía con los ojos vendados, pero al caminar sentía muchas piedras y ramas en los pies. Me aventaron al piso y comenzaron a golpearme con patadas, en la cara no me pegaron. Golpean fuerte, como si le pegaran a un costal. Nunca me habían golpeado en mi vida. Llegó un doctor a checarme la presión y resultó que estaba bien. Un marino que escuchó que me encontraba bien me comenzó a golpear en la cabeza y el estómago. "¿Estabas muy mal hija de tu puta madre? Por mentir ahora sí vas a sentirte mal", me gritaba el marino y me pateaba más fuerte.

Más que los golpes, lo que más duele y trauma es el acoso sexual, el tocamiento, el estar a punto de ser violada; es impactante. Quedé en shock. El fin de la tortura es que digas lo que ellos quieren que digas, no importa que no sea verdad.

Hay militares buena onda. Cuando me estaban golpeando un militar se acercó y pidió que me dejaran porque me sentía mal. Siempre tuve los ojos vendados. Comenzaron a quitarme mis alhajas y yo traía una cadena con un San Judas Tadeo. "Toma, quédatela, él te va a ayudar, vas a ver que no vas a durar mucho en el penal; si quieres ir al baño me dices, aquí voy a estar", me dijo el militar. En ese aspecto me dejaron de golpear.

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A los días de estar en el cuartel me llevaron en helicóptero al DF, al arraigo. El arraigo es en un hotel, bueno, era un hotel. Los cuartos tienen puertas de reja con imán. Para que nos abrieran y poder salir veíamos a una cámara y gritábamos: "bunker, la reja", y se abría la reja. Es menos seguridad que una cárcel. Te dejan tener televisión, películas DVD y CDs de música. Te dan oportunidad de trabajar la papiroflexia con hojas de papel y grapas. En mi cuarto éramos ocho mujeres, yo la pasaba durmiendo o escuchando música. A las siete de la mañana te levantan para el desayuno, a las dos comes y a las siete cenas. La comida es deliciosa y abundante. Por ejemplo en el desayuno nos servían café, licuado y atole; fruta, leche normal y deslactosada. La comida se sirve en el comedor y tienes 15 minutos para terminar, luego te regresan a tu cuarto. A veces dejaban las rejas abiertas y platicábamos entre nosotras. Te dejan hablar por teléfono tres veces en el día con tu abogado o con tu mamá. Si no nos dejaban hacíamos un alboroto: gritábamos y pedíamos hablar con el director.

Cuando llegué al Cereso después de haber estado en el arraigo me encerraron en una bartola con 20 personas sin cobijas y con mucho frío. Dormíamos en el piso y no nos bañábamos durante días. Aquí aprendes a valorar a la familia, a la propia cama. Todo se lo debo a mi familia que me trae bien vestida y calzada. Aquí no existe nadie, pierdes todo, por eso es importante no perder el contacto con la familia.

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VIDA EN PRISIÓN

"Rechino los dientes. Eso no lo hacía allá afuera. Tengo que dormir mordiendo un guarda oclusal. El psicólogo dijo que era estrés penitenciario y el dentista que necesito frenos. Patearon mucho mis caderas los marinos con sus botas; tengo secuelas de dolor. En la cabeza me dieron chiricuazos, así se le llama a los golpes en la cabeza con la mano abierta; ahora tengo migraña. Pero las secuelas psicológicas son las que abundan. Paso por momentos de mucha depresión por estar encerrada: lloro y me levanto de mal genio, y así duro todo el día. A veces la depresión no me deja dormir o levantarme de la cama; mejor acostada que estar mal con las compañeras.

Mi familia me manda por giro 600 pesos a la semana y lo gasto en comidas y cenas. La comida está muy fea en prisión y la cena es agua endulzada y pan. En la tiendita compro hamburguesas, tortas de jamón; pescado empanizado, pollo frito, carne asada y burritos. Los precios van de los 25 a los 40 pesos. Cuando regrese a mi celda me espera una torta de lomo.


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He tenido épocas en que me he querido suicidar, pero no gano nada, los problemas ahí seguirán; eso pasa cuando veo que no avanza mi proceso. Hasta llegué a pensar en cómo hacerle, pero pienso en mi hija y me detengo. El suicidio entre nosotras es un tema. Algunas compañeras se cortan los brazos, se dizque desangran y ya. "En la yugular hazte el corte, si ya sabes dónde para que te haces mensa", les decimos para joderlas. Hay un rastrillo que tenemos escondido por si decidimos suicidarnos. Una compañera nos dice que si alguna vez se suicida esperará a que todas estemos durmiendo para colgarse de la reja. Pero te castigan si lo intentas. Te encierran, esposada, en una celda en lugar de mandarnos con el psicólogo.

Extraño el perfume, el olor a limpio. En navidad nos regalan donaciones del Avón, cremas para la piel; a mí siempre me dicen que huelo rico.

Soy muy de escribir todo lo que vivo aquí, todo lo que siento, lo que hago en el día, mis planes a futuro. Mi mamá cuando viene se lleva los escritos. Le digo que no los lea, que nomás los deje en mi cuarto, pero yo creo que sí las lee porque me dice que me hará un libro cuando salga de la cárcel.

Mi familia sigue en Monterrey. Mi mamá y mi hija me visitan dos veces al año.

***

Antes de despedirme, Cecilia me entrega un micro relato que escribió la noche anterior. "El tema es la violencia visto desde una niña", me explica. Me acomodo en el asiento del automóvil que estacioné en un centro comercial junto al penal. Prendo el auto y en lugar de meter cambio a la transmisión desdoblo la hoja y leo:

"Esta era una niña que iba caminando por la calle rumbo a su casa y un señor en un coche le habló para enseñarle un gatito. Inocentemente se acercó la niña cuando la subió al coche y la secuestró. Llevándosela a su casa y teniéndola secuestrada en el sótano: torturándola y golpeándola. Así pasaron diez años, la niña creció y un día cuando él entro, lo golpeó y regreso a casa. Dios te bendiga y perdone todo el mal que has hecho en tu vida".