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Al Qaeda va por África

Lo que da a los franceses un gran pretexto para volver a ocupar Mali.

Soldados malienses patrullan las calles de Gao, Malí. (AP Photo/Jerome Delay)

En febrero, luego de una gran victoria contra insurgentes islámicos en la ciudad de Gao, el ejército de Malí organizó un tour para la prensa. Periodistas de distintos medios de todo el mundo se reunieron en un patio polvoso en el corazón de la ciudad. Gao es un pueblo conservador, la clase de lugar donde bebés de seis meses tienen que usar velo, y desde el año pasado ha sido el escenario en donde se han librado algunas de las más feroces batallas en un conflicto internacional que podría tener consecuencias más allá de sus fronteras, esta guerra representa la lucha por evitar que Al Qaeda crezca en África.

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El objetivo de esta recepción a la prensa era celebrar una victoria militar. Los soldados franceses, quienes apoyaron a las tropas malienses durante la última batalla, permanecieron en silencio al borde del patio central en Gao, desde donde observaban cómo los malienses guiaban a los reporteros por el campo de batalla. Los gendarmes cubiertos con cinturones de municiones nos llevaron hasta el tribunal del pueblo, donde nos mostraron pedazos de cuerpos humanos y yihadistas muertos que seguían tirados en el piso.

Un soldado nos preguntó: “¿Creen que sea maliense?”, mientras nos señalaba una cabeza decapitada bocabajo en la tierra. El gendarme la volvió de una patada para estudiar su rostro. Había sangre negra alrededor de la boca. Una mosca voló hasta su nariz. “No, quizá argelino o nigerino”, dijo el gendarme, con una sonrisa de orgullo en el rostro. A unos metros, en las escaleras del edificio municipal, los soldados señalaban un rastro de sangre sobre la pared y el techo provenientes de un cuerpo encorvado sobre su ametralladora. “Bomba suicida”, dijeron. “Mira, ahí está su cabeza”. Era más una cara que una cabeza, un rostro confundido arrugado sobre el piso, el cráneo deshecho por el impacto. Los camarógrafos decidieron no filmarlo. “Nunca saldría en televisión”, dijo un reportero más tarde, “¿para qué molestarse?”

Ilustración por Jordan Rein.

Poco tiempo antes de nuestro lúgubre tour, viajé a Malí para presenciar el resultado de la intervención francesa. Viajaría con un convoy del ejército francés desde Bamako, la capital del país, hasta Gao; un viaje de cinco días por el desierto. Seríamos el primer convoy en llegar a la ciudad donde, durante seis meses, Al Qaeda y sus aliados locales habían formado una teocracia islámica, adoctrinando a jóvenes en la yihad e imponiendo la sharia islámica sobre los locales a punta de látigos y machetes. Las tropas francesas recuperaron la ciudad con aviones y helicópteros, y nosotros llevábamos comida, agua embotellada y generadores: el desgarbado rastro logístico de un ejército moderno que afianza su control sobre el territorio. Mientras avanzábamos por el Sahara, gente de las aldeas salían de vez en cuando para darnos la bienvenida como libertadores desde sus chozas, ondeando los tres colores y gritando Vive la France! y Merci, merci! Pero conforme nos acercábamos más a Gao, la influencia islámica comenzaba a crecer, y pronto descubrimos que no todos los locales veían a sus salvadores franceses con la misma simpatía.

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La guerra comenzó de manera oficial en enero de 2012, cuando una facción rebelde de los tuareg, una tribu de nómadas que habitan en el desierto en el Sahara, tomaron ciudades clave en el norte de Malí, las cuales declararon como un estado independiente tuareg y los bautizaron como Azawad. Nombraron a su ejército Movimiento Nacional por la Liberación de Azawad (MNLA), el cual actuaría como un grupo político secular, a pesar de que los tuaregs en Malí son en su mayoría musulmanes. Pronto arreglaron un matrimonio por conveniencia con una constelación de grupos yihadistas que también operaban en la región: el Movimiento por la Unidad y la Yihad en África Occidental (MUYAO); el grupo de islamistas tuareg Ansar Dine; y Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI). Igual que Afganistán en los noventa, los territorios en el norte de Malí han servido como campo de entrenamiento para los grupos terroristas más comprometidos en África, contrabandear cocaína hacia Europa y secuestrar occidentales por rescates exorbitantes. Aunque los tuareg son históricamente nómadas, llevan 50 años buscando un territorio propio. Así que, según el acuerdo entre el MNLA y los grupos yihadistas, gobernarían este nuevo frente juntos: los islamistas darían a los tuareg la fuerza necesaria a cambio de implementar la sharia islámica en los territorios de Azawad.

Pero después de varios meses de gobernar de manera conjunta las ciudades de Tombuctú, Kidal, y Gao, los yihadistas se rebelaron contra sus viejos aliados secularistas, derrocando al MNLA para establecer sus propios emiratos islámicos a largo de líneas principalmente étnicas. Tombuctú fue tomada por el Ansar Dine, quienes prohibieron todo tipo de música en una ciudad famosa por su tradición musical, mientras que Gao, la ciudad más grande del norte, fue tomada por el MUYAO, quienes pronto dejaron su marca en el lugar amputando las manos a los ladrones locales.

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Nadie en la comunidad internacional levantó un dedo hasta que fue evidente que los islamistas podrían expandirse más allá del norte y tomar todo Malí. El gobierno francés, que colonizó el país hasta 1960, ordenó una serie de ataques aéreos contra los yihadistas. El 12 de enero de 2013, los primeros aviones atacaron Gao, bombardeando sitios estratégicos como la oficina de aduanas, una de las principales bases islámicas en el centro de la ciudad, enviando un mensaje claro sobre el poder de la armée de l’air.

Los pilotos franceses abrieron el camino para las tropas terrestres, las cuales tomaron Gao y Tombuctú sin problemas, mientras los muyahidines huían a las montañas en el norte. Aquellos que permanecieron en las ciudades se perdieron entre la población local, y se sospechaba que se preparaban para montar una contraofensiva guerrillera.

Camino a Gao, la situación parecía tranquila mientras los franceses disfrutaban de su papel como libertadores. Todo parecía ser tan fácil, quizá demasiado fácil, y los oficiales franceses en el convoy descartaron mis pregunta sobre una posible insurgencia. “Esto no es Afganistán”, dijo un capitán. “La gente aquí nos ama. ¿Ves cómo nos saludan al pasar?”

Poco tiempo después de esta conversación, el convoy hizo una parada inesperada a mitad de la noche. Los scouts franceses habían encontrado dos explosivos improvisados [IED, por sus siglas en inglés] más adelante en el camino, una táctica insurgente con la que las tropas occidentales están familiarizadas luego de todas esas largas y sangrientas campañas contra enemigos invisibles en Medio Oriente.

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Los IEDs tendrían que ser desactivados con la luz de la mañana, así que pasamos la noche en una base francesa, arrullados por los motores de vehículos blindados en una fortaleza de baro; era casi como si Malí fuera todavía una colonia francesa. Mientras montábamos nuestro campamento bajo un cielo estrellado, un joven oficial de caballería de la Legión Extranjera se acercó a nuestra fogata para platicar. Estaba feliz: sus hombres habían capturado a un insurgente en el desierto y lo habían llevado al fuerte amarrado a la parte trasera de una Land Cruiser como a un animal. “Son unos cobardes, estos yihadistas”, me dijo. “Cuando los atrapamos lloran como niños. No son guerreros, como el Talibán. Cuando atrapamos a uno, mis hombres lo detienen contra el suelo mientras yo le orino encima”.

Los soldados franceses bajan de su vehículo blindado y se preparan para entrar al mercado de Gao.

Llegamos a Gao varios días después. Aunque los yihadistas habían sido expulsados de la ciudad, la huella de su mandato era todavía evidente. Anuncios espectaculares pintados de negro con la bandera de Al Qaeda le dieron la bienvenida a nuestro convoy en las puertas de la ciudad: “Bienvenidos al estado islámico de Gao”, decía el letrero en francés con letras blancas. El emir de Gao y líder espiritual del MUYAO, Abdelhakim al-Sahrawi, amaba este tipo de anuncios. “Usa el hiyab”, imploraba desde cada glorieta, “obedece la sharia”, “lucha contra los kuffar”. A diferencia de Tombuctú, nunca hubo muchos músicos en este lugar; pero los muyahidines igual prohibieron sus melodías.

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Al día siguiente en la Plaza de la Sharia, un terreno desértico que es considerado como la plaza principal de Gao, un grupo de locales me llevaron a ver la ceniza grisácea que salpicaba la arena. Ahí fue donde los islamistas quemaron los discos, los teléfonos celulares, los televisores, y todos los cigarros del pueblo. Luego me llevaron a un pilar de concreto con manchas de sangre y marcas de golpes con machete. “Y aquí es donde cortaban las manos”, me explicaron. “Lo vimos todo”. Empujaron a un niño contra el pilar con sus brazos detrás de él rodeando el pilar, para imitar los golpes del machete con sus propias manos y brazos. La mano derecha primero, luego la izquierda. Les pregunté cómo se habían sentido después de presenciar eso. Se encogieron de hombros. “No eran buenos niños, las víctimas”, dijo uno. “Eran ladrones. Todos eran malos niños”.

No me sorprendió que algunos ciudadanos hubieran recibido con gusto a los islamistas. El MNLA había sido un mal ganador, bebiéndose todo el alcohol de la ciudad, violando a las mujeres y niños, y saqueando tiendas y casas. Cuando las habitantes de Gao se reunieron en las calles en junio pasado para protestar contra el gobierno tuareg, el MNLA abrió fuego contra los manifestantes. Los yihadistas lanzaron su golpe de estado contra sus aliados seculares ese mismo día, y tomaron la ciudad en cuestión de horas, antes de restablecer el orden; aunque fue un orden autoritario. Al menos eran mejores que el MNLA, me dijo la gente en la calle. Ya no había violaciones ni robos, y los negocios iban bien. Quizá te castigaban con latigazos por fumar, pero los cigarros son malos para ti, ¿cierto?

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Dentro de su propia brutalidad, el MUYAO intentaba hacer que sus amputaciones fueran lo más humanas posibles. “No somos crueles”, dijo Abdelhakim, líder del MUYAO, al único cirujano del pueblo, el Dr. Abdelaziz Maiga, durante una reunión incómoda en su consultorio en el hospital. Entrevisté al doctor ahí mismo un día. “No queremos matar a nadie, Dios nos libre”, dijo Abdelhakim al doctor. “Sólo tenemos que hacer cumplir la ley de Dios”. Así que tenía una solución: ¿Podría el doctor cortar las manos, con anestesia, en un ambiente lo más higiénico posible? Abdelaziz lo pensó, pero amablemente se rehusó a hacerlo. “Como quieras”, dijo Abdelhakim mientras se paraba de su silla para partir. Llamó al doctor unos días más tarde desde un pueblo cercano, su voz llena de orgullo. “Está bien”, le dijo. “Ya no te necesitamos, encontramos nuestra solución. Después de cortar las manos, metemos sus muñones en aceite hirviendo para cauterizar la herida. Funciona muy bien, acabamos de probarlo con tres ladrones”.

Al día siguiente, un grupo de militantes leales al gobierno maliense, los Patrulleros de Gao, me llevaron a una guardería repleta de municiones que encontraron escondidas en casas de seguridad. Mientras los niños jugaban en los columpios afuera, los patrulleros abrían cajas de misiles rusos para dejarme inspeccionarlos. “Encontramos éstas esta mañana en una casa de seguridad terrorista a la vuelta de la esquina”, dijo el comandante. “Cada día encontramos algo nuevo: rifles, municiones, explosivos”.

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Era evidente que los muyahidines se preparaban para defender Gao o recapturar la ciudad. Para evitar esto, el ejército maliense, junto con aliados nigerinos, blindaron la ciudad con retenes en cada entrada para revisar a los locales, sus autos y sus papeles. Sería imposible para los insurgentes contrabandear armas a Gao para cualquier tipo de levantamiento. Pero las armas que encontramos parecían indicar que no necesitarían hacerlo. Los complejos amurallados y las villas abandonadas de Gao estaban, como descubría el ejército poco a poco, repletos de armas que los infiltrados o los locales podían utilizar para abrir fuego contra la ocupación francesa.

Las tropas francesas se retiran del mercado antes de que los helicópteros abran fuego sobre los últimos yihadistas.

Después de una semana, dejé Gao para editar un documental en la comodidad de Bamako, la capital de país, un lugar que seguía sin sufrir los estragos de la guerra. Pero para mi suerte, justo el día que llegue a Bamako, los rebeldes atacaron Gao con todo. Los pocos reporteros que seguían ahí, informaron que muyahidines vestidos de negro atacaron el centro de la ciudad, tomando la estación de policía y abrieron fuego desde las azoteas contra los soldados malienses en las calles. Los helicópteros franceses sobrevolaron la zona y abrieron fuego con misiles contra la estación de policía controlada por los rebeldes hasta que se terminó el conflicto. Varias horas después de que todo comenzara, los yihadistas se replegaron hacia el campo, fuera de la ciudad.

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Una semana más tarde, regresé a Gao con otro convoy francés; esta vez con una serie de imponentes vehículos armados, señal de que los generales esperaban más problemas.

Desde su enorme base en el aeropuerto de Gao, el centro de operaciones de la campaña francesa en Malí, los franceses ejercían su control sobre la ciudad y sus alrededores. Tenían bloqueada la única carretera que se dirige hacia el sur; o al menos el segmento por el que tendrían que transitar en un momento dado. Pero el ataque resultó ser lo que los oficiales franceses seguro temían desde un comienzo: las zonas rurales y el desierto que rodeaban Gao y el resto del norte en Malí seguían bajo ocupación insurgente. Un sargento francés nos explicó que los locales, quienes obviamente conocen su territorio mejor que nadie, se escabullen en la noche para plantar nuevos explosivos en las carreteras. Durante el día, estudian los movimientos de las caravanas francesas, y analizan sus fortalezas y debilidades.

“Este lugar es justo como Afganistán”, dijo el sargento, señalando con cansancio hacia el desierto con su cigarro. “La única diferencia es que aquí hay menos montañas”. Un periodista maliense que había estado en comunicación con los rebeldes corroboró esto pero con una frase más inquietante: “Ustedes, los franceses, los periodistas, cuando manejan por Gao y por los pueblos, no ven al MUYAO. Pero el MUYAO los ve a ustedes”, sonrió. “MUYAO te ve a tí”.

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Las fuerzas francesas se concentraron en el aeropuerto de Gao, así que la tarea de acabar con las células del MUYAO correspondía al ejército maliense. La idea era buena en teoría: dar un rostro maliense a la guerra permitiría a las fuerzas locales improvisadas adquirir la experiencia contrainsurgente que necesitarían cuando los franceses se retiraran (en caso de que consideren hacerlo), sin hacer que la intervención extranjera pareciera una ocupación como la que se dio en Irak. En la práctica, el concepto no funcionó tan bien. Las fuerzas malienses están compuestas en su mayoría de tribus en el sur del país, con sus bolsas llenas de amuletos mágicos y fetiches vudú. Su conocimiento sobre la gente del norte y la política en Gao es casi nulo, y cuando regresé a la ciudad descubrí que sus intentos por ofrecer seguridad consistían principalmente en detener a tuaregs, sospechosos de caminar libremente muy cerca de las instalaciones militares o del único hotel en operación.

“Al menos bajo el MUYAO no éramos sometidos a retenes ni cateos”, me dijo el dueño de un tienda bajo el toldo de su establecimiento. A pesar de los ataques de la semana previa, todo parecía haber regresado a la normalidad. “Te detenían para buscar armas, claro, pero no para revisar tus papeles, y no te detenían durante horas sin razón alguna. Y el negocio iba bien”. Respondí que no se escuchaba tan mal. “No lo era. ¿Qué puedo decir? El MUYAO estaba bien”.

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Unos días más tarde, entrevisté a una víctima de las amputaciones en la Plaza de la Sharia, al parecer lo habían agarrado robando de una botica. A la mitad de la entrevista, un hombre bien vestido se acercó hasta nosotros y comenzó a insultar a mi entrevistado. “Hijo de puta, maldito ladrón”, gritaba. “Si no fueras un maldito ladrón de mierda, no te habrían cortado la mano. ¡Eso te pasa! No creas que porque estás manco no te voy a partir el culo, pedazo de mierda”.

Los soldados franceses toman sus posiciones en la Plaza de la Sharia en Goa, donde el MUYAO le amputaba las manos a los ladrones.

A lo largo de la siguiente semana, trabajé cerca con las patrullas malienses para ubicar y fotografiar fábricas de bombas en casas abandonadas en el centro de la ciudad. La cantidad de cosas que confiscábamos cada día era aterradora: paquetes sellados de cargas expansivas de fabricación rusa, IEDs gigantes hechos con tubos de gas y rellenos de explosivos militares, cada uno capaz de sacar a un vehículo ligeramente blindado volando por los aires. Pero aún más preocupante era el hecho de que los malienses, quienes sabían de la ubicación de estas armas, habían olvidado informar al ejército francés, y que los franceses, cuando por fin fueron alertados, no tenían la capacidad para deshacerse de ellas. Los equipos antiexplosivos estaban en las montañas en el norte, intentando capturar a Al Qaeda en el último bastión maliense del Magreb islámico, dejando a las tropas en Gao sin la capacidad para deshacerse de los IEDs.

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Unos días después, alrededor de la media noche, las explosiones cercanas me despertaron en la habitación de mi hotel. Unos kilómetros río arriba, junto a la orilla del Níger, se encuentran los pueblos de Kadji y Bourem, bastiones islámicos que aún no eran asegurados por el ejército francés. Bajo la protección de la noche y moviéndose en silencio con sus piraguas por el río desde Kadji, un grupo de yihadistas se abrieron paso, evadiendo los retenes en las entradas terrestres a Gao, hasta el centro de la ciudad. Los bombarderos suicidas llegaron hasta los edificios principales de la ciudad, el ayuntamiento y el tribunal, desde donde el resto de sus camaradas corrieron para fortificar sus defensas y así esperar el día de la gran batalla. Los malienses acordonaron el centro de la ciudad y esperaron el amanecer para comenzar la lucha. Fue como si todos supieran que sería la más grande batalla que habían tenido durante la guerra en Gao.

Luego de una noche de sueño y un desayuno rápido de Nescafé y cigarros, me subí a una pickup con un grupo de soldados ansiosos, y nos dirigimos hacia el centro de la ciudad en medio del rugido de las ametralladoras. La situación era confusa: los malienses sabían que las fuerzas del MUYAO estaban de vuelta en la ciudad, pero no sabían dónde estaban ni cuántos eran. Los francotiradores nos disparaban desde todas direcciones, y eventualmente el comandante usó un viejo auto blindado para derribar las puertas del tribunal mientras los soldados y policías avanzaban detrás de él para protegerse. Mientras las rejas se derrumbaban con el impacto, la ametralladora del auto blindado cubría el patio de balas para provocar una respuesta. Funcionó, y de inmediato corríamos para protegernos del fuego enemigo.

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El comandante ordenó a un equipo dirigirse a una oficina de correos del otro lado del tribunal para limpiar el lugar de posibles francotiradores, después de lo cual debían instalarse del otro lado de los yihadistas. Seguí a cinco soldados al edificio mientras maniobraban por las escaleras, sus rostros nsiosos cubiertos de sudor. Abrían las puertas y rociaban una ráfaga de balas en cada habitación, hasta darse cuenta, con alivio y desilusión, que el edifico estaba vacío. “En el techo”, dijo uno de los soldados. Corrimos por la escalera hasta la azotea, desde donde hicimos señas a los soldados malienses en las calles para hacerles entender que éramos amigos. Nos respondieron con una ráfaga de su ametralladora antes de darse cuenta que estábamos de su lado.

La pierna de un bombardero suicida, arrastrada hasta la calle por un perro.

Tomamos nuestras posiciones en la azotea y los malienses comenzaron a disparar sus ametralladoras en la dirección general de los muyahidines, quienes disparaban de forma intermitente contra nosotros, con la intención de suprimirlos antes de que comenzara el asalto principal. Durante una media hora, las fuerzas malienses bombardearon el tribunal con granadas y disparos, una muestra de poder más notable por su entusiasmo que por su precisión. Los yihadistas respondían con disparos cuidadosamente pensados. Superados en número y en armamento, seguían siendo muchos más disciplinados que los soldados malienses.

Un soldado gordo se unió a nosotros en la azotea. Con el culo colgando fuera de sus pantalones, tomó el control. Al parecer, los malienses no tienen radios. En lugar de eso, el soldado platicaba amablemente con su comandante por celular, mientras disparaba su cuerno de chivo con la otra. Después de un cigarro, acentuado por el estruendo del combate urbano y los gritos de los malienses encargados de la ametralladora de alto calibre, quienes parecían estar drogados con tanta guerra, bajamos las escaleras de regreso a la calle para acercarnos al tribunal. El soldado tenía un plan, y el comandante lo iba a escuchar quisiera o no. “¿Dónde está el comandante?” gritó el soldado, casi a punto de llorar de tanta adrenalina y frustración. “¿Dónde rayos se metió?” Cuando por fin lo encontró, el soldado tomó a su jefe por el brazo y el gritó que tenían que usar los vehículos blindados para derribar las paredes del edificio antes de entrar al lugar. “Necesito pedir permiso primero”, dijo el comandante, y en respuesta recibió un grito de angustia y una lluvia de groserías por parte del cabo. Pero el permiso para avanzar se volvió irrelevante casi de inmediato; una bala alcanzó al comandante en una pierna. Mientras estaba tirado en el piso gritando, el cabo ordenó a todos los demás disparar con todo lo que tuvieran.

Corrí hasta la pared que separaba la calle, donde los soldados malienses se habían posicionado, de los yihadistas en el jardín del tribunal. Una docena de hombres se turnaba para vaciar sus cartuchos sobre el muro una y otra vez: no golpeaban nada, pero se veían bien y era evidente que pasaban un buen rato. Conforme un auto blindado avanzaba hacia la posición de los yihadistas, corrimos 30 metros por la calle para recargar y esperar una apertura. Las balas de los muyahidines volaban sobre nuestras cabezas una vez más mientras los malienses descargaban una nueva ráfaga de municiones, en ocasiones expuestos a mitad de la calle.

El vehículo blindado atravesó la pared y se retiró mientras las balas rebotaban sobre su armadura. El fuego se detuvo repentinamente, al menos de nuestro lado: los yihadistas todavía mantenían a los soldados malienses con las cabezas agachadas mientras se lanzaban cigarrillos y buscaban en sus bolsillos más municiones, hablando sobre el siguiente paso. El plan era invadir el patio, pero abandonaron su misión al ver que el fuego enemigo no cesaba. Después de cuatro horas de enfrentamiento, el ejército maliense se había quedado sin municiones. No habían logrado nada. Era hora de que los franceses llegaran al rescate.

Un niño yihadista muerto en batalla a manos de un soldado francés.

Los vehículos blindados del 92° batallón de infantería llegaron a nuestra posición para mostrarnos todo el poder de los galos. Escondidos detrás de ellos, avanzamos por la calle hasta la pared traerá del tribunal, junto al mercado de Gao. Las puertas traseras de sus vehículos se abrieron y los soldados franceses salieron, atacando inmediatamente a los islamistas con sus rifles, cañones y misiles, mientras los malienses se relajaban y veían espectáculo protegidos detrás de una barda.

Llegué a Gao acompañando a estos soldados, jóvenes robustos del suroeste de Francia que no hacían más que hablar de comida y jugar con balones de rugby dentro de sus vehículos blindados. Ahora los seguía por los angostos pasillos del mercado para acabar con el trabajo que los malienses no pudieron hacer. Se asomaban desde las columnas, abrían fuego hacia las ventanas que teníamos sobre nosotros, se arrastraban por un mercado desolado. Un enorme soldado polinesio miraba a través de la mira infrarroja de su rifle para escanear los pasillos mientras yo observaba todo sobre su hombro. Un yihadista salió de un escondite a unos diez metros de distancia y apunto su arma contra nosotros. El cabo lo derribó de un solo tiro. Durante diez minutos, mientras el resto de los equipos franceses limpiaban el centro de la ciudad, nosotros observamos cómo la víctima del cabo se ahogaba con su propia sangre bajo el sol, antes de que terminaran el trabajo con un segundo tiro de misericordia. Este yihadista era un niño de unos 15 años, demasiado joven para tener barba. Pero había sido él o nosotros. Él conocía los riesgos. Quizá buscaba la muerte de un mártir. Y la obtuvo.

Al día siguiente, con los yihadistas derrotados y los soldados malienses y franceses contando cuerpos junto con la policía, salí en busca del cuerpo de aquel niño que había visto morir el día anterior. Lo encontré donde lo habíamos dejado: en las ruinas del mercado. Tenía un rostro joven e inocente. Un rastro de sangre oscura alrededor de su boca abierta llena de tierra. Los pájaros cantaban en paz desde los árboles, mientras las hojas crujían bajo la brisa. Las moscas brillaban como joyas verdes y doradas mientras recorrían su rostro. Me senté en el piso junto a él, a mirarlo durante largo tiempo. No sé que tanto. Eventualmente, el jefe de la policía llegó con su comitiva. Un hombre alto con una playera de futbol del Chelsea tomó una foto del niño con una cámara barata y dijo: “Encontramos tres en el mercado, con esos sumamos un total de 13”. El jefe de la policía se lamentó con un gruñido. “Hay más cuerpos en la parte de atrás”, me informó un oficial. “No, gracias”, le respondí. “Creo que ya tuve suficiente por ahora”. Una docena de yihadistas, algunos de ellos menores de edad, habían repelido a cientos de soldados malienses durante un día entero, hasta que los franceses se vieron obligados a intervenir. El centro de la ciudad yacía en ruinas. A pesar de que los políticos en París hablan de que sus operaciones en Malí terminaran rápidamente, me parece poco probable que los franceses puedan regresar a sus casas pronto.

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