Faqui
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Identidad

Faquir mexicano: caer sobre vidrios rotos por unas monedas

Miguel Ángel es uno de los muchos faquires que trabajan en las calles haciendo acrobacias y cayendo sobre vidrios rotos para sobrevivir.

En menos de 30 segundos, el faquir Miguel Ángel rompe cinco botellas de vidrio. Con la base de uno de los envases quiebra los otros y los pedazos caen en el centro de una camisa extendida en el suelo. Sus manos recogen y muestran los trozos, filosos y brillantes, para comprobar que no hay truco ni engaño. Los envuelve con la prenda y explica que únicamente ocupa los fragmentos de la parte media de las botellas, pues los extremos podrían causar heridas profundas en el cuerpo. De por sí las lesiones son constantes en este trabajo que ejerce desde los ocho años, así que evita mayor riesgo. En el camellón de la avenida en la alcaldía Iztacalco, en el centro-oriente de la Ciudad de México, instaló su casa: unas mantas alzan un campamento entre árboles. De este punto, con su bulto porta vidrios en mano, camina hacia el semáforo más cercano, su lugar de trabajo.

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Miguel Ángel, de 38 años, prefiere mostrar qué es ser faquir antes que explicarlo. Parado a unos pasos del metrobús, espera la primera oportunidad de hoy. El rojo del semáforo detiene a los automovilistas y se coloca frente a ellos. Tiene 60 segundos para impresionarlos. Los curiosos miran a este sujeto menudo, flaco, de melena larga y con el torso desnudo sellado con pequeñas cicatrices, marcas de la experiencia. Ahora que tiene su atención, despliega la camisa en el suelo. Los filos de los vidrios resplandecen bajo el sol septembrino y ejecuta su primer movimiento acróbata. Primero da un salto pequeño y luego cae con todas sus fuerzas. Tórax y abdomen se clavan en los trozos una, dos y hasta tres veces. Se levanta. Quedan 30 segundos más. Da la espalda a los conductores: una señora de cabello recogido, un señor canoso, chóferes de una ambulancia. El dorso se desploma. Los cristales crujen. Antes de que el tiempo se acabe, se pone de pie, mira a los espectadores y lanza un sonido simiesco. Es el ruido que invita al público a regalarle unos pesos. La señora activa el seguro y sube el cristal, pero, más allá, un hombre levanta una moneda. Miguel Ángel corre y la toma. Es la primera del día. La segunda viene de la mano de un paramédico. 

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“Si no me llaman, no me acerco a la gente. Si alguien saca dinero voy de prisa, porque si te acercas a pedir a veces te miran feo y no, no me gusta eso. No voy a robarles”, explica Miguel Ángel, un tipo accesible y desmadroso, el mismo que acaba de hacer una demostración del faquir mexicano: caer sobre vidrios rotos a cambio de unas monedas. Causar daño a tu cuerpo para sobrevivir en las calles, pues en México, normalmente, este trabajo lo realizan poblaciones callejeras.

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Si piensas en un faquir, visualizas a un ser mágico. Imaginas a un hombre flaco acostado en una cama con clavos. La palabra faquir, o fakir, es de origen árabe islámica y significa “pobre” o “el que necesita”. El diccionario dice que es un “religioso de la India y otros países orientales que lleva una vida de oración y gran austeridad, vive de la limosna y realiza actos de mortificación sorprendentes”, aunque también es un “artista de circo que hace un espectáculo en el que se somete a pruebas que suelen causar daño sin que, aparentemente, ello le produzca ningún tipo de dolor o dañe su cuerpo”. Los faquires abundan en la India. Allá en Oriente, se dice que son inmunes al sufrimiento físico y mental, que resisten semanas de ayuno. Que no sienten si se encajan clavos o si caminan sobre brasas, aunque para lograrlo es forzoso un largo proceso físico y espiritual. En resumen, que emprenden retos de resistencia extrema y salen librados. Si eres faquir, consigues control sobre tu cuerpo. En Occidente, la acepción de faquir poco tiene que ver con la espiritualidad: se relaciona más con un show en el que una persona se autolesiona y muestra entereza. Hay faquires famosos. Pero también están los que trabajan en el Metro de la ciudad o los callejeros, como Miguel Ángel, quien tiene una versión propia sobre cómo convertirse en uno.  

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Para entenderlo, resume su vida en cinco minutos. Vivió la primera parte de su infancia en el barrio San Juan de la alcaldía Xochimilco, al sur de la Ciudad de México. Cuando tenía tres meses de edad, su mamá se fue de casa y solo se llevó a uno de los tres hermanos. Su papá afirmaba que la mujer huyó porque no aguantó a sus hijos chillones. Miguel Ángel sospechó después que, en realidad, su papá fue la razón de su partida: él mismo escapó porque ya no aguantaba sus golpes. Recibía una paliza por cualquier motivo. Su padre lo golpeaba con un palo de escoba, con la hebilla del cinturón, le arrojaba botellas de vidrio. Miguel fue víctima de muchos tipos de violencia. A los siete años, el niño determinó que no quería vivir con ese señor. La calle era su única alternativa. Un día, cruzó la puerta y no volvió. Se juntó con otros menores que vivían cerca de un mercado e inhaló solventes por primera vez. Los chamacos le advirtieron que, si quería más droga, tenía que trabajar. Limpiando parabrisas ganó sus primeros pesos.

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Otro día, de sorpresa apareció en la calle un muchacho que dejaba caer su cuerpo sobre vidrios. Lo sorprendente fue comprobar que ese desconocido ganaba más dinero que los centavos recibidos por limpiar ventanas. Miguel Ángel se aferró a que él también podía faquirear, o al menos eso se propuso, sin suerte, porque no se atrevía a acostarse. El reto se interrumpió un periodo porque fue a parar al tutelar de menores por robar casas. Después estuvo en algunos albergues y asistió a la escuela. En uno de los hogares se emborrachó con otro niño, huyó de ahí, lo atropelló un carro y se fracturó la rodilla. Mala racha. Más tarde se instaló en las calles del barrio de Tacubaya, en el poniente de la ciudad. Conoció a otro grupo de menores en situación de calle y decidió concretar su intención de ser faquir. No fue fácil. “Me tenía que rifar un tipo (agarrar a golpes), no es llegar y ponerte de huevos”, rememora. 

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Cuando intentó trabajar, alguien llegó con una advertencia: “Ábrete de aquí, no puedes chambear en este lugar”. No sabía cómo funcionaba y recibía patadas, zapes y cachetadas. De nuevo tomaba sus vidrios y su mochila y se retiraba. De semáforo en semáforo, pedía permiso a los encargados de las calles. Les invitaba un refresco y eso, a veces, funcionaba, pero casi nunca faltaba el “no te quiero ver aquí” de algún cabrón. Un día arribó a un semáforo donde no había dueño, ahí mismo en Tacubaya. Tierra de nadie, se dijo así mismo, triunfante, tras la larga búsqueda. Estaba listo para comenzar. 

“La primera vez que te acuestas sobre vidrios, la piel se corta y la sangre brota”. Eso escuchó alguna vez Miguel Ángel. Tenía miedo de que un fragmento se enterrara en su cuerpo. Rogó a una deidad mantenerlo a salvo porque no quería acabar severamente lastimado en su propósito de obtener algunas monedas. En su primer intento, tomó valor y se aventó desganado, pero no se salvó de un dolor insoportable: fue tan inmenso que ni la mejor de las propinas lo consoló. El segundo ensayo causó pequeñas heridas y fisuras en la piel. Un sufrimiento a otra escala. Las peripecias de un principiante. Pero Miguel Ángel, con ocho años, se recuperaba rápido. El temor, poco a poco, se hacía chico. Todos los episodios dolorosos de su corta vida lograron que superara la prueba. Si había sobrevivido a los trancazos de una infancia infernal, rifarse ante este reto inédito era lo de menos. Sabía que decenas de personas con dinero en las bolsas del pantalón lo veían a diario y eso lo impulsó a pegarse con fuerza y a aguantarse las ganas de gritar. Meses más tarde, se acostumbró. El cuerpo “se encarna”, concluye hoy el faquir. Medio año fue suficiente para exclamar: “¡Que pase lo que tenga que pasar!” 

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Tres décadas después se ha habituado a todo. Su cuerpo es capaz, dice, de resistir cualquier cosa: los golpes, la lluvia, el frío e incluso el calor. Recibe y acepta el dolor. Desde entonces es faquir y carga sus vidrios. Ha ignorado otras oportunidades de trabajo porque dedicarse a uno más convencional implicaría obedecer las reglas de un patrón. “Con problemas me aguanto a mí mismo. ¿Aguantar a otro cabrón? No. Yo trabajo para mí y me soporto solo a mí. Soy de pocas pulgas”, confiesa Miguel Ángel.

A esta zona de la ciudad llegó hace siete años y no convive con otros faquires. Necesita poco para ejercer el trabajo: lo principal son las botellas. Vendedores de fierro viejo le regalan costales llenos. No siempre es fácil levantarse como si nada después de una jornada de estrellar tu cuerpo contra vidrios. Es común terminar lastimado, con el cuerpo adolorido. En ocasiones recolecta envases de plástico, los vende y compra una gelatina para el desayuno, o alguien va pasando y le obsequia un poco de comida. Si las propinas son buenas, solo trabaja tres veces al día por 30 minutos. Y si no, hora y media, porque sí hay momentos en los que no consigue un centavo. Es cierto que siendo faquir gana más que si limpiara parabrisas, pero jamás un monto extraordinario. Junta unos 200 pesos mexicanos (unos 10 dólares) entre lunes y miércoles, cantidad que se duplica o se triplica los fines de semana. Siempre varía. Depende de si es quincena, de si las personas están de buenas o de malas. Al menos siempre alcanza para comprar tortillas, jamón y una salsa. Hay días en los que logra 700 pesos (35 dólares). Cuando eso pasa, Miguel Ángel compra un poco de alcohol. 

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No tiene horario para despertarse porque, insiste, el trabajo es cansado. Un día te lastimas la rodilla, y otro, la espalda. Le gusta trabajar en el semáforo, pero no si el sol brilla toda la jornada, porque, reconoce, el calor lo pone de malas. Esas veces, intenta conseguir, hambriento, un pan en el mercado. Tampoco es raro que intrusos lleguen a la zona y sea necesario pelear por la calle. Siempre lanza la misma invitación, con una previa y breve argumentación: “Este es mi semáforo. Vienes a quitarle dinero a la gente, pero la gente me lo da a mí. Retírate”.  

Al lado de su campamento en el camellón de la avenida Andrés Molina Enríquez de Iztacalco, Miguel Ángel resume: práctica y resistencia son dos básicos para convertirse en faquir. La primera lleva a la otra. No cualquiera pierde el miedo, no cualquiera aguanta lo que él aguanta, determina. Algunos le juran que ellos también pueden faquirear y él los reta: “Muéstrame”. Pocos pasan del dicho al hecho. “Se necesita inteligencia porque no es solo aventarse. Es concentrarse, pensar en que no pasará nada. Pero si pasa algo, ni pedo”. Enseguida recuerda la vez que, frente a los conductores, la parte de un vidrio se incrustó en su torso. Lo único que se le ocurrió fue sacar el trozo. La sangre escurrió por el tronco de su cuerpo. Algunas personas lo socorrieron. El faquir estaba feliz porque los automovilistas comprobaron que sí se corta y que algunas monedas son una buena recompensa. Tras el espectáculo, se exprimió la herida una y otra vez. Pronto cicatrizó.

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Cuando se corta, le gusta beber un poco de alcohol barato. Los vidrios sucios pueden ocasionar infecciones y Miguel Ángel considera que unos tragos matan cualquier virus. No tiene la vacuna contra el tétanos. Con su Tonayán, el famoso licor de caña mexicano de bajo costo, ha sobrevivido. Pero últimamente evita bebidas etílicas, ya no quiere abusar. Así que, si hay lesión, la ignora. Siempre es lo mismo: la sangre se derrama, se produce una cicatriz y después desaparece. No se lava ni se unta pomada. Ha logrado cierta inmunidad, la resistencia que alcanza todo faquir que se jacte de serlo, o como él dice: “El tiempo lo resuelve todo, a todo te acostumbras. Yo soy la prueba”.  


Sigue a Guillermo Rivera aquí.