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Cultură

Isla Salamanca: pulmón del Caribe colombiano

A menos de media hora de la salida de Barranquilla hay un santuario de manglares y fauna. Un escenario perfecto para desconectarse del caos citadino diario.

Este artículo fue hecho en colaboración con Cerveza Corona

Frente al Malecón de Barranquilla se erige un verdadero refugio de fauna y flora, alimentado por las turbulentas aguas del río Magdalena y el imponente Mar Caribe. Un delta estuarino del que brotan 12.000 hectáreas de manglar que se convierten en toda una fábrica incesante de oxígeno y en territorio de resistencia ecológica, pese a las constantes amenazas humanas que se ciernen sobre él.

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Allí, a menos de media hora de una conurbación de casi dos millones de habitantes, sobre el kilómetro 11, entre Barranquilla y Santa Marta, está Isla Salamanca: 56.200 hectáreas de agua y tierra, atravesadas por una vía de alto tráfico. Es uno de los 59 parques naturales de Colombia, producto de un conjunto de islotes interconectados por canales que forman el principal humedal costero del país y una frontera natural entre la Ciénaga Grande de Santa Marta y el Mar Caribe. Todo un pulmón ecológico, cuna de cuatro especies de manglares, con los títulos mundiales más importantes de preservación a cuestas: Área de Importancia para la Conservación de las Aves (AICA), sitio Ramsar y Reserva de la Biosfera declarada por la Unesco.

El Parque Isla Salamanca es un aeropuerto internacional de aves, dada su privilegiada ubicación bisagra entre los hábitats australes y boreales. Ese atractivo lo convierte en un sitio apetecido por los amantes del avistamiento, especialmente durante las dos olas migratorias que cada año recibe este territorio y por las que llega a tener hasta 256 especies. El primer flujo va de octubre a marzo. Visitantes alados, huyendo del frío invierno del norte, llegan allí a descansar, alimentarse y aparearse. Después, desde julio, las del sur, también empujadas por las corrientes gélidas, inician la segunda ola migratoria. Son mayoritariamente aves playeras que se posan sobre la costa y crean un manto multicolor de vida.

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De la variada oferta ecológica de Salamanca también hacen parte los mapaches, zorros perros, osos hormigueros, caimanes agujas, cangrejos azules, puma grisáceo, chigüiros, hicoteas, iguanas y guartinajas. Evidencia de la lenta recuperación de este territorio, después del ecocidio del que fue víctima durante la década de los 60, por el abrupto mutismo que supuso la construcción de la carretera Troncal del Caribe para comunicar a Barranquilla con Santa Marta: 64 kilómetros de asfalto silenciaron este estuario y lo convirtieron en un vasto cementerio de manglares. De las 21 mil hectáreas sobrevivieron siete mil. Casi medio siglo después, solamente se han recuperado cinco mil.

Con la firma del Acuerdo de paz con las Farc ha aumentado el número de visitantes, siendo los extranjeros el segmento con mayor crecimiento sostenido los últimos tres años. Atrás quedó la zozobra de antaño que reinaba en esa zona del Magdalena, cuando grupos paramilitares y guerrilleros imponían a sangre y fuego su ley en territorios aledaños al Parque. Sin embargo, sus cuatro mil visitantes anuales aún no se acercan a los 10.000 que por año podría recibir Salamanca sin poner en riesgo la fauna y flora.

Lejos de ser un atractivo turístico masivo, Salamanca es un paraíso para quienes están dispuestos a la aventura y a dejarse maravillar por la naturaleza, lejos de los clichés de playa, brisa, mar y hoteles cinco estrellas con los que se asocia la experiencia Caribe.

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La tarifa de ingreso a este paraíso dependerá de la nacionalidad del visitante. El valor oscila entre los $12.500 y los $52.500. Abierto todos los días hasta las cuatro de la tarde, Salamanca se aprecia mejor si se recorre con ropa holgada y de tela fresca; calzado cómodo y apropiado para caminar sobre terreno fangoso, y con una buena provisión de líquido y meriendas, porque en sus instalaciones no hay cafetería y los recorridos por tierra y agua toman, al menos, cuatro horas. Además, un par de binoculares serán grandes aliados para los amantes del avistamiento de aves.

Esa travesía es aún más placentera si se inicia con los rayos del sol tímidamente despuntando. Por estos días predominan el intenso olor de la lluvia y las nubes de mosquitos, que frenéticamente le sacan ronchas a todo aquel que no se blinde con líquido repelente al andar por sus cuatro senderos: uno habitado por cangrejos, otro flanqueado por manglares, uno lleno de caimanes aguja y uno sembrado con olivos y clemones.

Visitamos Salamanca el primer sábado de junio. Nos unimos a cuatro españoles que llegaron a explorar el Parque, procedentes de El Rodadero, el balneario más conocido de Santa Marta, a una hora y media de viaje por tierra; el hombre y las tres mujeres, atraídos por el avistamiento de aves, arribaron con una cámara con lente teleobjetivo y binoculares para apreciar cada detalle de la anatomía de los animales. De fondo se escuchaban los motores de los vehículos que transitaban a toda velocidad por la Troncal del Caribe. Sonidos que reñían con el canto de los pájaros: por segundos los motores ahogaban el gorjeo de los animales, segundos después eran los animales los que dejaban el sonido de los motores en segundo plano.

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Comenzamos el recorrido por los olivos y clemones, dos de las especies que comparten hábitat con el arbusto rey, el mangle, que ocupa el 90% de la flora del Parque. En esta primera parada sobresalieron las flores manchadas de púrpura. Pero fue el colibrí manglero el que se robó la atención de los visitantes. Este pequeño animal, especie endémica de Salamanca, maravilla con su aleteo multicolor mientras se posa sobre los pistilos y les chupa el néctar.

A pocos metros, cerca de las raíces, los cangrejos azules salían y entraban de sus cuevas, atrayendo las miradas con sus caparazones tornasolados. En este sector se apreciaban como minúsculas figuras, nada comparables con las de mayor tamaño que anidaban en las raíces de los manglares parque adentro. Allí son protagonistas de su propio espacio y se convierten en la antesala del sendero manglero, que recientemente se ha convertido en refugio de caimanes agujas. Ellos son hoy los principales depredadores del Parque y su población; aún en estudio, se ha multiplicado los últimos tres años fruto de un programa intensivo de recuperación de la especie.

Ese recorrido terrestre se hace a través de un puente de 252 metros de extensión construido en pino, con manglares de lado y lado, que sirven de calle de honor a un mirador, también en madera, sobre un Caño Clarín que ofrece aún más tonalidades verdosas. A medida que se camina por esta construcción palafítica, el paisaje es en sí mismo una obra de arte. Sus encuadres recuerdan la pictórica del cubano Tomás Sánchez, reconocido por congelar manglares en sus piezas de gran formato en acrílico y óleo.

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El recorrido terrestre de hora y media es solo un abrebocas al plato fuerte del Parque: sus casi 80 cuerpos de agua entre canales, ciénagas y playones. Quienes dediquen al menos dos horas para navegar una parte de ellos, se deleitarán con la interpretación ambiental de Omar Gutiérrez, un nativo y funcionario del Parque que conoce como nadie el patrimonio de este territorio. Él es capaz de decir los nombres científicos y los remoquetes de las aves con solo verlas desde la distancia.

A bordo de un bote mediano dirigido por un lanchero nativo salimos del rústico embarcadero del Parque. Nos adentramos por el caño Clarín Viejo, el mismo que hasta los años 60 conectó a los habitantes del municipio de Ciénaga con el río Magdalena en su periplo hacia Barranquilla, antes de la construcción de la Troncal del Caribe.

Durante los primeros metros de navegación, el lanchero luchó contra la tarulla que forzó el motor hasta el fragor. Esta primera parte del Caño Clarín estuvo tan tupida que la embarcación parecía moverse como una mecedora. Esa planta, que se controla con dragado, es una amenaza para los manglares: su reproducción descontrolada puede terminar obstaculizando la conexión entre el Mar Caribe y el sistema estuarino.

Superada la batalla con la tarulla, nos concentramos en mirar las aves. La primera fue un águila cangrejera. "Tiene plumaje joven", dijo el guía, mientras enfocaba sus binoculares para observarla mejor. Después, otra cangrejera de plumaje completamente negro apareció en el paisaje. Desde ese momento las aves se vieron en seguidilla: primero una blanca, luego otra amarilla; más adelante una garza; después una colonia completa, pescando entre las raíces de los manglares. Extasiados, los españoles se rotaban los binoculares para apreciarlas mejor.

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La lancha después se desvió hacia el Caño Calentura: un callejón que obligó a los navegantes a ponerse de cuclillas en el bote para no lastimarse sus cabezas ante un posible roce con uno de los troncos en forma de arco.

En una orilla, tres hombres subían a una pequeña embarcación de madera troncos de arbustos recién cortados. La cantidad supuso al menos un par de horas de tala continua. También aquí la mano nociva del hombre se vio reflejada en las botellas de plástico cercanas a las raíces de los manglares.

El angosto Calentura era el prólogo perfecto para un paisaje aún más fascinante: un cuerpo de agua ancho con islotes de bosques de manglar. Era la Ciénaga de Marchena, una despensa de lisas, mojarras, chivos cabezones, lebranches y robalos de los que se alimentan las poblaciones vecinas de Pueblo Viejo, Tasajera, Ciénaga y Palermo. Viajando por estas aguas se siente una brisa fresca y un olor salobre, propio del Caribe cercano, mientras los peces saltan y protagonizan su propia coreografía.

Metros más adelante, cuando se asomaban nuevos callejones de manglares que desembocarían en el Mar Caribe, la lancha viró e inició su viaje de regreso por los caños Calentura y Clarín Viejo. Casi dos horas después de la salida, el cielo encapotado se transformó en torrencial aguacero.

Pero en Salamanca no todo es una experiencia que supera las expectativas. Sobre este santuario de flora y fauna penden unas amenazas mayúsculas que evidencian la fragilidad de sus propios recursos. Los incendios provocados por humanos están entre los peligros más visibles: las llamas, que se respiran hasta el otro lado del río Magdalena, en gran parte del norte de Barranquilla. Desde 2014 han consumido 13,5 hectáreas de territorio y 26 personas han sido capturadas por daños a los recursos naturales. Una de las quemas más recientes fue el pasado 5 de junio, el Día Mundial del Medioambiente. Patricia Saldaña, directora del Parque, asegura que las personas incendian para cazar hicoteas, chigüiros, guartinajas y caimanes; para preparar la tierra para cultivar hortalizas; y para producir carbón vegetal.

Al Parque también lo acechan las vibraciones continuas del alto tráfico vehicular, el atropellamiento frecuente de osos hormigueros, serpientes e iguanas; la proyección de un corredor portuario entre sus poblaciones aledañas y el megaproyecto de la doble calzada Barranquilla-Ciénaga. Especialmente, a la directora del Parque le preocupa la construcción de esa carretera, porque con una nueva andanada de asfalto podría repetirse el ecocidio de hace medio siglo.

Mientras las amenazas siguen al acecho, la biodiversidad de Salamanca se erige como un bastión de resiliencia ambiental. Todo un santuario idóneo para la contemplación y una guarida perfecta para quienes deseen desconectarse por unas cuantas horas del caos citadino.

Cada ciudad tiene tesoros escondidos. Detrás de los edificios o arriba de nuestros ojos, que se la pasan mirando la pantalla del celular, se encuentran grandes y pequeños espacios todavía naturales. Esta serie es una invitación de Cerveza Corona y Vice para levantar la mirada en búsqueda de un plan para visitar esos paisajes vecinos que nos aguardan y que comprueban que el afuera no está lejos. El afuera es una forma de vida dentro y fuera de la ciudad: en el parque de la esquina, en las montañas detrás de tu barrio o en el propio balcón de tu apartamento, la naturaleza te está esperando.