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En casa de Muammar

A Gaddafi le encanta acoger nenas monas en su pisito de soltero.

Este momento, por incómodo y extraño, destacó por encima de la continua avalancha de rarezas que encontré en mis dos viajes a Libia. Tecca Zendik, que aquí lleva una camiseta con la bandera americana, fue escogida en su agencia de modelos por un hombre de negocios libanés y sumariamente nombrada “cónsul honorario de Libia en Estados Unidos”. Esta foto la tomé durante la ceremonia en la que se le hizo entrega de un pasaporte libio.

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En los últimos meses, mientras el mundo veía a Libia caer en una orgía de violencia y caos, yo no pude dejar de recordar las dos ocasiones en que visité la casa del coronel Muammar Gaddafi.

    La primera vez, en 2002, fui invitado a fotografiar a las 25 participantes de un concurso de belleza, procedentes de todo el mundo y seleccionadas a través de agencias de modelos regionales. La idea era que la gente escogería a la ganadora por internet, y a nosotros se nos contrató para realizar un reportaje sobre los entresijos del concurso. No tardamos en darnos cuenta de que nadie tenía nada planeado y de que todos formábamos parte de una extraña estratagema publicitaria sin otro objetivo que mostrar Libia como “un reino idílico gobernado por una benévola figura paternal que adora a las mujeres y viste como una llamativa abuelita que pasa la mayor parte de su tiempo en Atlantic City”.

Todos los días se nos decía que íbamos a conocer al coronel—el Hermano Líder, como nos informaron que teníamos que dirigirnos a él—pero ese momento nunca llegaba. Entonces, una mañana, nos hicieron un visita guiada por la vieja casa de Gaddafi, la que la administración Reagan bombardeó en 1986. Supuestamente nadie la ha tocado desde su destrucción, y a menudo se lleva allí a los visitantes para presenciar lo que los libios llaman “una prueba del terrorismo americano”.

Omar Harfoush le presenta a Tecca a un niño enfermo de cáncer como parte de una serie de “encuentros diplomáticos” que ella tuvo obligatoriamente que atender.

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Más tarde se nos condujo a la actual residencia de Gaddafi. Los chicas, yo, el equipo de filmación, un reportero del

Sunday Times

y otro par de periodistas vimos nada más bajar del autobús a un buen número de libios con bigote y brillantes trajes correteando nerviosamente de un lado a otro. Antes de entrar se nos ordenó que entregáramos todo el papel, bolígrafos y cámaras que lleváramos. Esta medida, siendo yo fotógrafo, me dejó prácticamente inutilizado.

Minutos más tarde me encontraba en el interior de la jaima de Gaddafi, instalada en los terrenos de la residencia, viéndole a él cotorrear con las damas participantes en el desfile. Nos puso la mirada encima—un pequeño grupito de gente de la prensa, obviamente fuera de lugar allí—y le preguntó a uno de sus agentes quiénes éramos.

“De la prensa”, respondió uno de los tipos con traje brillante.

“¿Y por qué no llevan cámaras y bolígrafos?”, preguntó él.

El agente replicó: “No lo sé. Puede que se los hayan olvidado”.

Quizá sea forzar un poco la situación, pero creo que aquel breve instante fue una buena metáfora de cómo funcionan las cosas en Libia y de por qué Gaddafi se ha mostrado tan desafiante con los participantes en la revuelta. Asegurarse de que el coronel esté contento es más importante que tenerle convenientemente informado.

Una modelo alemana posa en la bombardeada antigua residencia de Muammar. El equipo de filmación también era de Alemania y rodó un documental titulado La belleza salvará el mundo, que era también el eslogan del desfile.

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Mi segunda visita a Libia, en 2003, la hice como acompañante de Tecca Zendik, una norteamericana de 19 años que había participado en el concurso de belleza el año anterior. A Tecca la habían nombrado cónsul honorario en Estados Unidos, el primer vínculo diplomático entre los dos países en más de 20 años. A día de hoy sigo sin tener ni idea de por qué me invitaron a volver ni de qué demonios iba aquello, pero, por supuesto, no dudé en aprovechar la oportunidad.

En este viaje no nos dieron tantas largas para encontrarnos con el coronel. Cuando llegamos, los de los trajes brillantes acomodaron a Tecca en una silla de plástico junto a Gaddafi, que empezó a despotricar contra el “gran Satán”: América y Reagan, claro. Tecca, abrumada por la experiencia, acabó llorando.

Una hora o dos después de la ceremonia, libaneses con los ojos encendidos revoloteaban por los alrededores del lugar, escandalizados por el hecho de que Tecca llevara una camiseta impresa con las barras y estrellas. Gaddafi, déspota muy atento a la moda, no mostró tolerancia alguna con este atuendo y a Tecca no tardaron en cambiarle su camiseta por otra con la jeta del Hermano Líder. Tras su transformación de simpatizante del enemigo a devota del coronel, una segunda ceremonia se llevó a cabo para celebrar la buena disposición de Libia a convertir a las mujeres bellas del mundo al Islam.

Durante la visita a la residencia, las participantes en el desfile tuvieron que llevar camisetas con el rostro de Gaddafi. Cuando el coronel invita a extranjeros a visitar el país, a menudo se les conduce hasta su antigua residencia y se les anima a escribir mensajes de paz y armonía en el polvo de las paredes. Esta chica era sueca, creo.

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Al día siguiente seguimos a Tecca mientras ella realizaba su primera tarea diplomática, conocer a la responsable de la Academia de Entrenamiento Militar para Mujeres de Trípoli. Aquel fue uno de los actos sociales más extraños que yo haya visto jamás. Obligaron a Tecca a repasar gruesos álbumes repletos de fotografías del coronel, como si aquello fuese tan normal como mirar las diapositivas del viaje de la tía Jenny al Gran Cañón. Tecca fingió interés mientras se agitaba nerviosamente en su asiento, transmitiendo la sensación de estar pensando “sacadme de aquí antes de que el Hermano Líder intente meterme la lengua hasta la garganta y haga una foto para su colección”.

Tras esta extraña función de exhibicionismo totalitario, se nos condujo de nuevo a encontrarnos con el gran líder en su residencia. Se me concedieron tres o cuatro minutos para fotografiarle mientras el reportero que iba conmigo parloteaba sobre algo que no recuerdo. Es difícil prestar atención cuando estás haciéndole fotos a un autócrata que podría ordenar que te decapiten por sacarle demasiado gordo.

Fotografié a Gaddafi mientras él, de pie, despotricaba contra esto y aquello, y antes de que pudiera darme cuenta mi tiempo había terminado. Gaddafi, con los ropones ondeando, se metió en su jaima a hacer lo que fuera que hiciese allí y a nosotros nos devolvieron a nuestro hotel en un Mercedes a beber té de menta y preguntarnos, “¿Pero de qué coño ha ido todo esto?”

Al lado de Gaddafi está Omar Harfoush, el organizador del desfile de modelos, sonriendo mientras el coronel saluda a mi amigo, el reportero Enda Leahy. Esta es la entrada a su tienda, que a menudo levanta durante sus visitas a otros países. En este caso, la utilizó como escondite durante el evento.

Una clase en la Academia de entrenamiento militar para mujeres en Trípoli. Circulan muchas historias acerca de que el Hermano Líder se rodea exclusivamente de mujeres guardaespaldas, pero yo creo que eso es una especie de mito. Cuando esos informes empezaron a salir a la luz, Gaddafi había iniciado una fuerte campaña para reclutar más mujeres en la policía y el ejército, y no con objeto de rodearse sólo de chavalas con pistolas, como ampliamente se ha publicitado.