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Elecciones 2019

La abstención es culpa del PSOE

El voto útil de la gente de izquierda no tiene que secuestrarlo un partido que lleva 30 años derechizándose.
Pedro Sánchez
Pedro Sánchez en una rueda de prensa el pasado 15 de febrero. Juan Medina/REUTERS

"Precario equilibrio de imposibilidades", así podríamos definir la situación de la política parlamentaria española desde hace al menos cuatro años. Primero fueron las elecciones de diciembre de 2015, donde aún Podemos pensaba ser primera fuerza de la oposición y el renacido Sánchez en tomar a Ciudadanos como muleta. Después las de junio de 2016 con la investidura interminable de un Rajoy que, aún herido de muerte, jugó su estrategia preferida: el no hacer nada. Luego vinieron dos mociones de censura, la presentada por el PSOE fue la primera exitosa de toda la democracia. Por último las nuevas generales de abril, producto de la incapacidad de aprobar unos presupuestos por un hemiciclo fraccionado en pleno juicio del procés. La máquina del régimen del 78 está rota y es incapaz, por ahora, de generar los mínimos consensos y mayorías para que el sistema parlamentario funcione con normalidad.

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Con la irrupción de la extrema derecha y esta prolongada incertidumbre se ha desatado una notable inquietud pidiendo el voto para la izquierda. Si los progresistas no votan, el bloque reaccionario se trasladará de Andalucía a Moncloa para no hacer prisioneros. Al parecer, se nos dice, existe una izquierda exquisita que antepone sus principios a sus posibilidades y que frustra con su desencanto un gobierno de progreso. De soslayo también se nos deja caer que, puestos a ir al colegio electoral, mejor otorgar el llamado voto útil a Sánchez. La narración, como casi todas las que se producen en nuestro presente, tiene algo de cierto y de falso, de movilización y de impotencia, de no querer ver aquello que no cuadra con nuestras categorías.

En nuestro país los índices de participación en las elecciones generales han variado entre el 80% del electorado en 1982 al 68% en las elecciones de 1979 y 2000. En las últimas citas electorales la participación fue del 68,94% en 2011, del 69,67% en 2015 y del 69,84% en 2016. En estas últimas elecciones votaron aproximadamente 24 millones de personas, el 0,93 en blanco y el 0,75 con voto nulo, y se abstuvieron 10,3 millones de personas, el 30,16% del censo electoral.


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En los países de nuestro entorno los porcentajes de participación son similares, siendo algo menor el de Francia, similar el del Reino Unido y algo superior el de Alemania, salvo Portugal, donde la abstención ha crecido exponencialmente hasta superar el 40%. En Estados Unidos, donde hay que inscribirse como elector antes de los comicios, la participación suele rondar el 50% del censo. En Australia, Luxemburgo o Bélgica, países donde el voto es obligatorio, el porcentaje de participación suele superar el 90%.

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De estos datos podemos extraer varias conclusiones. La primera es que España no es un país particularmente inclinado a no votar, que sus índices de abstención varían dependiendo de la percepción de importancia que el electorado otorga a las elecciones y que ese aumento de participación ha beneficiado al PSOE en 1982, 1993, 2004 e incluso 1996, donde aunque perdió los comicios lo hizo por un estrecho margen contradiciendo las encuestas. El PP, sin embargo, parece que se ha visto reforzado en las elecciones del 2000 y del 2011, donde la participación fue menor. Parece que mientras que el régimen político español fue estable y esencialmente bipartidista esta regla funcionaba.

Sin embargo la abstención no es un todo uniforme para la izquierda. En las dos últimas citas electorales, con la irrupción de Podemos y sus confluencias, mientras que se obtuvieron unos muy buenos resultados para un partido que se presentaba por primera vez, en torno a cinco millones de votos, que el PSOE se desplomara obteniendo un número similar hizo muy difícil formar gobierno. ¿A dónde fueron los votos del PSOE? Una parte a Ciudadanos, otra mayor a Podemos, pero sobre todo a la abstención, como ha vuelto a suceder en los recientes comicios andaluces.

La narración de que existe una izquierda radical que con su abstención por exquisitez frustra las aspiraciones del campo progresista se demuestra así no del todo cierta. Es verdad que hubo votantes tradicionales de IU que dejaron de votar a Unidos Podemos, como también es cierto que, sobre todo, el motivo de la derrota fue la alta abstención de los votantes del PSOE, que no encontraron otras opciones de izquierda con las que identificarse. Además hay que tener en cuenta que el sistema electoral español, la conocida como ley D’Hont, hace que el valor del voto crezca en provincias pequeñas donde Unidos Podemos obtiene resultados menos positivos que en las zonas urbanas, es decir, que el valor del abstencionista del PSOE es mayor.

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¿Y qué hay de ese 20 a 30 por ciento de personas que en España no votan nunca? Parece exagerado atribuir que la totalidad de ese porcentaje, actualmente alrededor de diez millones de personas, sean anarquistas o comunistas que no comulgan con el parlamentarismo liberal. Si así fuera este artículo no tendría lugar porque estaríamos hablando acerca de colectivizaciones y por las calles se estaría escuchando el Hijos del pueblo.

Al margen de la exageración es muy difícil calcular cuántos ciudadanos no votan por un compromiso ideológico. Sumando el voto en blanco como opción protesta y considerando generosamente que tres cuartas partes de los nulos no lo sean por errores, tenemos alrededor de unas 300 000 personas. Viendo la exigua presencia pública de organizaciones que llaman a la abstención activa en, por ejemplo, manifestaciones, podríamos inferir, también siendo muy generosos, que la cifra alcanzaría el medio millón en todo el país. Nos quedarían aún nueve millones y pico de personas que se abstienen por otras razones.

Una de las primeras argucias que un político profesional aprende es no asumir nunca responsabilidades y menos por una derrota. El partido de turno puede cortar algunas cabezas pero lo esencial es echarle siempre la culpa a otros de tus desdichas.

"El pasaje nos resume por qué a la izquierda, no sólo española sino europea, le cuesta cada vez más ser una fuerza electoral en este nuevo contexto: no ofrece un horizonte, unas formas de identidad y cambios palpables en el terreno de lo cotidiano, una forma de hacer política propia"

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Que el PSOE haya tenido en esta última legislatura 85 diputados no es culpa de una pandilla de atolondrados jóvenes que andan pensando en la revolución, sino posiblemente a que sus votantes tradicionales estaban desencantados con el periodo Rubalcaba y su ligera oposición a las medidas de austeridad impuestas por el PP. Que el actual presidente dimitiera de la secretaría general del PSOE en septiembre de 2016 no es culpa de los anarquistas, sino de eso que se dioo en llamar el "golpe de Ferraz", o las presiones de los poderes económicos y mediáticos a la ejecutiva del PSOE para no formar un Gobierno alternativo al de Rajoy. Puede que Iglesias se equivocara al no pactar con Sánchez en la breve legislatura tras las elecciones de 2015, lo que es seguro es que si Rajoy pudo volver a formar Gobierno fue gracias a este golpe. Un Gobierno que tuvo que ser desalojado por una moción de censura tras los graves casos de corrupción en los que judicialmente se vio envuelto el PP. Uno que nunca se tuvo que haber producido pero que el PSOE permitió aun a costa de abrasarse.

Más allá de estos hechos de nuestra historia reciente, ya sepultados entre el mar de banderas que vino un año después, podemos asumir que existen tres tipos de abstención: una minoritaria por rechazo frontal a lo parlamentario, aquella que se da entre los votantes de izquierda por sentirse desencantados y una de tipo estructural.

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Respecto al primer tipo, aquella abstención por conciencia, poco más se puede comentar. El debate aquí estaría centrado en si entrar al juego parlamentario desactiva otros tipos de acción política o si tan sólo es una herramienta más. En todo caso y aunque el conflicto sea interesante es uno muy minoritario y poco fructífero en el terreno de las posibilidades actuales.

Con la abstención por desencanto tampoco hay mayor recorrido, ya que quien está convencido en votar a un partido rara vez cambia el sentido de su voto, sino que prefiere quedarse en casa como toque de atención. Los votantes de derecha, en este aspecto, tienen mayores tragaderas, ya que aquellos que votan a los conservadores, una mayoría por tradición o aspiración más que por interés de clase, lo hacen pensando en valores morales o ambiciones individuales y para esto da igual si los tuyos tienen un peculiar concepto de la legalidad. ¿O no? Quizá también la diferencia estriba en que los partidos de derechas nunca decepcionan por defecto a sus electores mientras que la izquierda, en el proceso de adaptación al neoliberalismo, decepciona continuamente a los suyos.

En el programa Negro sobre Blanco —cuando aún Dragó decía dedicarse a la literatura— se dio a principios de los dos mil un interesante debate entre Santiago Carrillo y Gustavo Bueno. A la pregunta de a dónde iba la izquierda en el siglo XXI, el exsecretario general del PCE contestó algo que les resultará conocido: "la izquierda será un movimiento más que un partido donde coincidirán gentes de procedencias y escuelas diversas preocupadas por la paz, los derechos humanos, el ecologismo…", a lo que el filósofo contestó que entonces el abanderado de la izquierda sería el Papa. El pasaje nos resume por qué a la izquierda, no sólo española sino europea, le cuesta cada vez más ser una fuerza electoral en este nuevo contexto: no ofrece un horizonte, unas formas de identidad y cambios palpables en el terreno de lo cotidiano, una forma de hacer política propia.

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Esta situación no sólo afecta a un cierto nivel de desencanto sino que es una de las causas principales del abstencionismo estructural. La persona que nunca vota no es que esté desilusionada con la izquierda, es que es ajena por completo a todo tipo de política, estando de hecho enajenada del propio concepto de ciudadanía. Este escenario es por tanto el ideal para un sistema parlamentario que ha quedado reducido a una mera comparsa de lo económico, es el óptimo para una democracia cuyo único valor es el cosmético. Que en Estados Unidos no vote algo menos de la mitad de la población no es un problema del sistema, es el propio sistema funcionando para garantizar su continuidad.

"La abstención nunca ha sido un problema cuando la política mostraba su fortaleza para hacer frente a los poderes económicos"

Y es aquí, en este punto, cuando deberíamos recuperar el debate abierto por los abstencionistas en conciencia. Si la política, el hecho de poder ciudadano, queda enclaustrado en un edificio, representado por unos parlamentarios que aunque quieran cambiar algo son sepultados bajo las nada neutrales formas burocráticas, si la política queda reducida al momento electoral y no es una actividad cotidiana para resolver problemas en común, es ahí, justo ahí, cuando cualquier opción alternativa a lo neoliberal no sólo es que no pueda transformar casi nada, sino que tampoco puede ganar elecciones.

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Así nos encontramos la tormenta perfecta. De un lado un treinta por ciento del censo —cifra mayor que el partido ganador de las generales— que contempla lo político como un rumor de fondo a la hora del informativo. Empíricamente no ven cambios sustanciales a mejor en su vida de clase trabajadora, pero tampoco relacionan los cambios a peor con lo neoliberal. Ajenos a los procesos electorales son dados por la izquierda como imposibles. De otro un número creciente de votantes desencantados que además son acusados de exquisitos por vivenciar la progresiva falta de programa y valores propios en la izquierda. Por último un núcleo de votantes que contempla más que la acción política, las elecciones, como una manera de obtener réditos individuales y no como una herramienta de mejora colectiva.


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La abstención nunca ha sido un problema cuando la política mostraba su fortaleza para hacer frente a los poderes económicos, para proponer algún cambio sustancial en la sociedad, no con ilusión, campañas y marketing, sino estrechando los lazos comunes e implicando a la mayoría en su empeño. De las cinco primeras elecciones en Francia tras la Segunda Guerra Mundial, de 1946 a 1958, en casi todas se superó el 80% de participación, el Partido Comunista fue la opción más votada en cuatro de ellas. En el Reino Unido los porcentajes a finales de los años cuarenta, época de las grandes nacionalizaciones laboristas, superaban el 80%, cayendo al 59% a principios de los dos mil. En Italia, a pesar de su alta participación tradicional, estas últimas elecciones han sido las que han contado con una mayor abstención y han tenido un 72% de participación, superando el 90% desde finales de los años cuarenta hasta mediados de los ochenta, con una liza permanente entre el PCI y la Democracia Cristiana. En Portugal, en los primeros comicios tras la Revolución de los Claveles, votó más del 90% del electorado. Incluso en Estados Unidos no se ha superado la barrera del 60% de participación desde finales de los años sesenta. En España se rozó el 80% en 1982, justo el año de la aplastante victoria socialista, cuando parecía que el PSOE había venido a cambiarlo todo.

Culpar al abstencionista es, en el mejor de los casos, culpar al síntoma, no a la enfermedad: una política que se puede adquirir sólo en periodo electoral, a menudo en rebajas, con unos componentes equívocos en la etiqueta y sabiendo que no vamos a tener manera de devolver lo comprado en varios años.

El abstencionismo puede parecer un capricho individual, la dejación del poder ciudadano, pero es un problema colectivo, el del estrechamiento del horizonte de la política hasta casi desaparecer. No se pregunten por qué la gente está dejando de votar, pregúntense por qué se dejó de hacer política.

Sigue a Daniel Bernabé en @diasasaigonados.

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